Ediciones B. Barcelona (1997). 447 págs. 2.400 ptas.
El estilo de este tipo de obras sensacionalistas es de sobra conocido para cualquier lector medianamente avezado. He aquí algunos criterios siempre repetidos:
1. El autor debe presentarse como estudioso infatigable que brinda a los lectores «el fruto del trabajo de muchos meses de investigación, (…) intentando asegurar cada palabra escrita en las bases más sólidas y creíbles que he podido encontrar». Además, debe incluirse en la lista de las víctimas «de la fanática persecución religiosa», entre quienes debe mencionar algunos más conocidos, como Salman Rushdie.
2. Estas obras dan la impresión de que abarcan toda la enseñanza de la Iglesia, para que parezcan serias y bien documentadas. Por eso el libro distribuye en cuatro capítulos los grandes bloques temáticos: Antiguo y Nuevo Testamento; Jesús: vida y doctrina; la Iglesia: nacimiento y estructura jurídica, y moral y dogmas de la Iglesia. Sin embargo, hay temas obsesivos en este libro, como en los otros de su clase: la negación de la virginidad de María, a la que se dedica 57 páginas; los sacerdotes, el Papa y, en general, la jerarquía; el celibato sacerdotal, la supuesta discriminación de la mujer en la Iglesia, y otros similares, con los que se busca presentar el libro como de rabiosa actualidad.
3. Hay que dar de vez en cuando pinceladas «científicas», sin que importe la falsedad de los datos. Por ejemplo, hablar de los manuscritos de Qumrán como testimonio de que el cristianismo era sólo una secta judía, porque -se afirma con rotundidad- esos manuscritos «describen la organización y creencias de las primitivas comunidades cristianas». No importa que hasta los alumnos más retrasados sepan que esos documentos no contienen ni una sola alusión a Cristo o al cristianismo, por la sencilla razón de que son anteriores.
Otro alarde de más bulto es afirmar que la Iglesia siempre ha dificultado el conocimiento de la Biblia y que «la jerarquía católica promulgó penas de excomunión y prisión perpetua para quien la tradujese a una lengua vulgar». No importa que la Iglesia fuera quien difundió la traducción griega llamada de los Setenta entre los primeros cristianos que conocían el griego, pero no el hebreo; que muy pronto se hicieron traducciones al latín, o que San Jerónimo hizo en el siglo IV una traducción latina tan usada y extendida que llegó a llamarse Vulgata (divulgada). Esto sin contar las traducciones siriacas, armenias, georgianas, etc. Y cuando nacen las lenguas modernas, comienzan también las traducciones, hasta el punto de que entre los años 1450 y 1500 se cuentan unas 125 traducciones diferentes de la Biblia. Las únicas prohibiciones que podrían aducirse son las de traducciones manipuladas. Fueron decisiones de algunos obispos y de algunos reyes, muy pocas por cierto y bien documentadas entre los siglos XIII y XVI, en momentos en que grupos sin escrúpulos tergiversaban los libros y presentaban como bíblicos textos que no lo eran.
4. Es fundamental en este tipo de literatura negar toda originalidad a la doctrina cristiana, y mostrarla como copiada de otras religiones o literaturas. Recurso fácil, porque tanto la Biblia como los cristianos de ayer y de hoy se expresaron y nos expresamos con las palabras y las fórmulas de nuestros contemporáneos. Más aún, los estudios exegéticos de los libros bíblicos usan los mismos métodos de interpretación que los estudios exegéticos de la literatura profana. Pero si la Revelación contenida en el Antiguo y en el Nuevo Testamento y transmitida por la Iglesia no fuera radicalmente original, sería inexplicable la difusión universal de la Biblia.
5. Un último criterio fácil de comprobar es que estos libros se pasan de unos a otros las mismas ideas y hasta las mismas palabras. Hay editoriales que se dedican a este tipo de literatura. Por ejemplo, Ed. Martínez Roca tiene la colección «Enigmas del Cristianismo», con títulos tan sensacionalistas como Las Vírgenes negras, Saulo, el incendiario, El asesinato de los magos o El complot de Pascua. Pues bien, en el libro de Pepe Rodríguez los autores más citados son R.E. Friedman, ¿Quién escribió la Biblia?, ed. Martínez Roca (8 veces en doce páginas); H.J. Schonfield, El Nuevo Testamento original, ed. Martínez Roca (13 veces); y K. Deschner, Historia criminal del cristianismo, ed. Martínez Roca (12 veces). En la bibliografía aparecen muchas obras de autores serios, pero a lo largo del libro no se citan ni una sola vez. Incluso «se olvida» reseñar en la bibliografía a Schonfield.
Lo único sorprendente es que el libro de Pepe Rodríguez, que por sus acusaciones absurdas y pueriles debería engrosar las colecciones antes mencionadas, ha conseguido ser publicado en una editorial con mucho más poderío de marketing.
Santiago Ausín