Kazuo Ishiguro, cuyos relatos suelen explorar la memoria y el recuerdo a través de un narrador que revisa su pasado, entra en territorio distinto con su sexta novela. Aunque mantiene su estilo y aspectos temáticos inconfundibles –una narradora reflexiva, frases aparentemente sencillas donde laten grandes tragedias, el uso de la naturaleza para reflejar estados de ánimo, el drama de una cultura en transición–, en Nunca me abandones presenta un relato casi de ciencia-ficción, si no fuera por el estilo elegante y sobrio con el que expone la trama.
Situada a finales de los años noventa en Inglaterra, el personaje central y narradora de la novela es Kath H, que a los 31 años recuerda su niñez en Hailsham, un internado para alumnos especiales en el que coincide con otros niños de su edad. Poco a poco entendemos qué hay de especial en Kath y sus amigos, sobre todo Tommy y Ruth, con quienes vive una relación intensa durante muchos años; son clones cuyas vidas están programadas desde su nacimiento: un colegio especial, su dedicación como cuidadores de otros donantes y, por fin, su turno como donantes hasta lo llamado, eufemisticamente, «completar».
Los niños son conscientes de que son especiales, diferentes de sus guardianes y del resto de los niños en el mundo. Aquí no se habla del futuro, y las conversaciones acerca de viajes al extranjero y ambiciones profesionales se toleran con incomodidad. En este mundo, las cosas más sencillas se convierten en dramáticas: Kath mira ávidamente fotos en revistas, en un intento de encontrar el modelo donante –su madre–; también canta la canción que da título a la novela, que ella imagina como la canción de una madre a su hija. Todos los niños están atrapados en un estado en el límite de lo insoportable: no tienen padres, ni tendrán nunca hijos.
Con este relato de unos niños que llegan a la adolescencia y madurez, pero nunca a la vejez, la novela es una historia de terror sobre un mundo donde los seres son creados como repuestos para mantener sana a la población normal. De este modo se advierte el peligro de la ciencia que se desarrolla sin que avance la sabiduría ética. Pero Ishiguro lleva a hacernos preguntas más profundas. En el fondo, la novela versa sobre la humanidad, el alma. Los adultos en la novela se preguntan qué significa ser humano, cómo se puede dignificarlo o degradarlo.
Hailsham es un colegio experimental que pretende demostrar al mundo que los clones poseen alma, que son capaces de creatividad, de apreciar la belleza, de amar. Así, el lugar (por lo menos en el recuerdo de Kath) es idílico, con jardín, lago e instalaciones deportivas modernas y mucha actividad. No viene nadie de fuera, excepto una misteriosa «Madame» que recoge las obras artísticas elaboradas por los niños, quizás para un museo. En realidad es una parodia de colegio, ya que en lugar de preparar a sus alumnos para la vida, les prepara para la muerte. Se enseña a los niños que su tarea es servir a la humanidad, con el sacrificio último: la cosecha de sus órganos vitales. Así, mientras Kath recuerda su niñez, está a la vez analizando qué constituye al ser «humano», cómo aceptamos nuestro destino, cómo forjamos nuestro futuro y cómo necesitamos e interpretamos nuestros recuerdos.
Ishiguro no hace ninguna valoración moral en esta novela minuciosamente construida; simplemente se limita a contar la historia de personas que aceptan su destino. Pero, y esto es un logro importante, invita a reflexionar sobre un mundo donde la ciencia es cada vez más poderosa, omnipresente, aunque quizás no da soluciones definitivas a los principales problemas de la vida.