Ramón Gaya (1919-2005) es un pintor de literatos. Denostado por las vanguardias y admirado, en cambio, por poetas como Andrés Trapiello, Eloy Sánchez Rosillo, José Mateos o Enrique García-Máiquez, entre otros, la obra pictórica de Gaya “no consiste únicamente en captar el destello -son palabras del gran crítico y editor francés Patrick Mauriès-, sino en reflejar, en revelar el propio carácter de una realidad construida por el flujo y el cambio.”
En efecto, en los cuadros del pintor murciano -y luego en su escritura, como podremos ver más adelante- la tentación última es aprehender algo que se nos escapa, una especie de realidad metafísica y sagrada que sostiene la vida y en la cual el hombre vive, ama y trabaja. Gaya era además -como él mismo aseveró- “un pintor que escribe”, un autor que necesita explicar y explicarse y, por si fuera poco, uno de los grandes poetas castellanos del siglo XX.
Con la excepción de su correspondencia, Pre-Textos nos ofrece ahora, en una cuidadísima edición, la práctica totalidad de su obra completa. El conjunto (ensayo, poesía y diarios) es asombroso y coloca a Gaya – por si antes existía alguna duda – en el panteón de la mejor ensayística española y europea de los últimos cien años.
Ramón Gaya es un escritor cristiano -aunque de un cristianismo si no heterodoxo, sí peculiar- que funda su pensamiento sobre una concepción sagrada de la vida. ¿Cómo definir lo sagrado en su obra? Eso resulta difícil de precisar, pero de entrada se puede decir que sería lo contrario del apasionamiento y de las vanguardias artísticas. De la vanguardia, a Gaya le molesta su voluntad de escandalizar y su condición autónoma, como independiente del milagro previo de la realidad. Dicho de otro modo: el arte auténtico se relaciona menos con la creación autónoma – ello sería un desafío a Dios – que como respuesta a una llamada que nos precede y nos obliga. El artista verdadero, por tanto, sería aquél cuya obra se somete a la realidad y no lo contrario.
Esa obediencia que exige Gaya al artista le aleja, a su vez, de la idea del autor romántico y pasional: “el creador – escribe en El sentimiento de la pintura, uno de los principales libros que conforman esta Obra completa – no aspira a la palabra sino al silencio; claro que a un silencio vivo, a un silencio de vida, no de muerte, ni siquiera mudo, sino comunicante, a semejanza, quizá, del mismo silencio de Dios.” El romanticismo, por el contrario, confunde la verdad limpia y pura con la desesperación y no logra nunca salir de sí misma ni alcanzar una trascendencia auténtica: “A los grandes expresivos – continuamos leyendo – les faltó silencio; exaltados por la pasión, quisieron decir, decir, pero sus obras magníficas resultan, al final, una especie de tartamudeo grandioso. Las obras supremas, en cambio, son obras completamente calladas, limpias.”
Sólo resta decir que Ramón Gaya es uno de los grandes prosistas de nuestra lengua y que su ensayo Velázquez, pájaro solitario, es el libro más hermoso que jamás se ha compuesto sobre el genial pintor sevillano.