Edmund Burke sostuvo una vez que, para encauzar sus energías, los humanos necesitan ser limitados en su libertad. Este ensayo ofrece argumentos convincentes para pensar que, mucho más que una coartada para el intervencionismo del poder, la idea de que la libertad no es un fin en sí mismo, sino un medio para la mejora personal, es nuclear en la doctrina jurídico-política que conocemos como liberalismo.
Para probarlo, Francisco José Contreras distingue con claridad el liberalismo clásico –continuador de una cosmovisión donde la vida humana tenía un por qué y un para qué– del radicalismo y relativismo libertarios, una deriva no necesaria del liberalismo original para la cual lo importante es que el sujeto elija, no tanto el contenido de la elección. La defensa de la necesidad del primer tipo de liberalismo, sus orígenes intelectuales, su plasmación histórica en la fundación de los Estados Unidos y su deriva autodestructiva, son los ejes que estructuran el libro.
Apoyado en una rica bibliografía, Contreras critica con fuerza el dogmatismo simplificador del liberalismo progresista o libertarianismo, que “pretende resolver todas las cuestiones sociales con dos o tres reglas muy sencillas” (acuerdos voluntarios, Estados ultramínimos sin cuerpos intermedios, fanatismo de mercado). El liberalismo conservador, en cambio, es capaz de distinguir entre esferas heterogéneas regidas por lógicas diversas y aceptar, por ejemplo, que el mercado no debe regir todos los órdenes de la vida. Además, los liberal-conservadores son conscientes de que la libertad política y económica es una conquista frágil, que florece en un contexto moral y cultural específico “caracterizado por la fortaleza de instituciones como la familia y la vigencia de valores como el respeto a la ley, el cumplimiento de los compromisos, la previsión, el ahorro, la laboriosidad, la internalización de la responsabilidad”.
El crecimiento del Estado en Occidente ha contribuido a desincentivar la autoexigencia personal y el cultivo de ciertas virtudes y valores tradicionales. Para Contreras, “parece más razonable considerar que lo que el Estado ha destruido –o contribuido a destruir– no pueda regenerarse a su vez sin cierta colaboración estatal”. Lo que da pie, en el quinto capítulo, a una luminosa explicación sobre hasta qué punto puede el Estado ayudar a los ciudadanos a elegir lo valioso sin salir del marco liberal. Una operación delicada, que exige asumir que las personas necesitan “un perímetro de holgura vital libre de coacción exterior” y, a la vez, aceptar que el Estado puede ayudar a los individuos a cultivar la virtud, “proporcionando el andamiaje jurídico que consolida el perfil de una institución” o forma social (Joseph Raz). El ejemplo más claro sería el matrimonio, difícil de practicar en su sentido clásico (conyugal, abierto a la descendencia) sin moldes vitales prefigurados por la cultura de nuestro tiempo y también por las leyes.