A los dos años de la llegada al poder de Joseph Kabila
¿Está a punto de terminar el conflicto bélico en el Congo que desde 1998 ha enfrentado hasta a ocho ejércitos africanos, ha arruinado la economía del país y desestabilizado a toda la región? Esta es la esperanza tras el acuerdo alcanzado en Pretoria a mediados de diciembre por el gobierno de Kinshasa y los grupos rebeldes, apoyado cada uno por otros países limítrofes. De todos modos, el diálogo no se cerrará hasta finales de enero y aún puede naufragar. Pe.ro es una buena ocasión para hacer balance de los dos años de gobierno de Joseph Kabila, que llegó al poder tras el atentado que costó la vida a su padre, Laurent Désiré Kabila
Kinshasa. Laurent Désiré Kabila había puesto fin a los 32 años de dictadura de Mobutu en mayo de 1997, bajo el emblema de la Alianza de Fuerzas Democráticas del Congo, con el apoyo de sus aliados de Ruanda y Uganda. Tras la esperanza suscitada por el cambio de régimen, políticos sagaces comenzaron a criticar que la gestión política estuviera secuestrada por los aliados ruandeses y ugandeses. L.D. Kabila se quitó de en medio a los críticos, enviándolos a la cárcel o recluyéndolos en sus pueblos natales. Kabila negó que ningún extranjero desempeñara funciones de gobierno, aunque más adelante reconocería que el jefe del estado mayor del ejército era ruandés.
Por un decreto presidencial del 27 de julio de 1998, L.D. Kabila prescindió de la colaboración militar de Uganda y Ruanda. Pero estos ejércitos reaccionaron desencadenando una segunda guerra en el Este (Goma) y en el Oeste (Kitona y Kinshasa, de donde fueron desalojados por los angoleños). Se desencadenó así un conflicto en el que han intervenido el gobierno, grupos rebeldes y tropas de Uganda, Ruanda, Burundi, Zimbabue, Angola y Namibia.
Guerra con pillaje a gran escala
Ruanda, Uganda y Burundi justifican su intervención por la necesidad de defender la seguridad de sus fronteras y de sostener a los rebeldes congoleños contra el poder totalitario de Kinshasa. Es una explicación fácil, cuando se sabe que esos tres países no son ejemplos de democracia. En Ruanda el poder es de una sola etnia (tutsi), tribu minoritaria desde 1994, y hasta ahora no se ha celebrado ninguna elección. Algo parecido sucede en Burundi, donde Pierre Buyoya ha vuelto al poder por un golpe de Estado. Procede también de la etnia tutsi, minoritaria, una de las dos que se baten por el poder. En Uganda, Museveni gobierna el país con un partido único. Y desde que están en el Congo, las rebeliones siguen activas, con lo que no han resuelto ningún problema de seguridad.
La guerra no justifica el poder dictatorial de Laurent Désiré Kabila, que había concentrado todos los poderes en sus manos. Pero las razones de la guerra de agresión hay que buscarlas en otros factores. Entre otras cosas, se exigía la concesión de la nacionalidad congoleña a todos los ruandeses residentes en el Congo o bien la doble nacionalidad. El otro motivo era el pillaje de los recursos del país, como lo han demostrado los tres informes de una comisión de expertos encargada por el Consejo de Seguridad de la ONU de investigar «la explotación ilegal de los recursos naturales del Congo».
La comisión de la ONU acusó en 2001 a los «altos responsables militares y políticos» de Ruanda, Uganda y Burundi (por parte de los países «agresores») y de Zimbabue («invitado» por el gobierno de Kinshasa) de dedicarse a un «pillaje a gran escala de los recursos naturales y a su explotación sistemática». El informe es particularmente crítico con los presidentes de Ruanda y de Uganda, acusados de convertirse en los «padrinos de la explotación ilegal y de la prolongación del conflicto». Pero también dirige sus críticas contra el régimen de Zimbabue, al que acusa de tratar al Congo como una «colonia económica» al servicio del enriquecimiento del círculo del presidente Mugabe. Sin olvidar al propio gobierno de Kinshasa, cuyo presidente Joseph Kabila ha destituido a dos ministros y al responsable de los servicios de seguridad, descalificados también por el tercer informe de la comisión de Naciones Unidas.
Un país dividido
Desde el estallido de la guerra, más de la mitad del territorio nacional quedó bajo el dominio de las distintas rebeliones y de los ocupantes extranjeros. Y cuando Joseph Kabila heredó el poder, el país estaba dividido en tres zonas.
La comunidad internacional mostró su inquietud ante una guerra que se prolongaba inútilmente. Sin olvidar que, después del 11-S de 2001, se advirtió que algunas mafias que operaban en el Congo estaban ligadas a Al Qaida. También preocupaba el tráfico clandestino del mineral natural de uranio que se encuentra en el país y de residuos nucleares procedentes de un reactor experimental de los años sesenta.
Estas cuestiones llevaron a que la comunidad internacional desplegara los recursos diplomáticos para obtener un alto el fuego y el retorno de la paz, mediante la organización de un Diálogo Intercongoleño (DIC). Laurent Désiré Kabila no quería un diálogo que le ponía en pie de igualdad con los grupos rebeldes, a los que calificaba de vasallos de los extranjeros, que querían obtener por el diálogo lo que no habían podido conseguir por la guerra. Y, a juzgar por el acuerdo ahora firmado en Pretoria, no le faltaba razón.
La herencia de Kabila
El diálogo solo se relanzó tras su muerte en un atentado en enero de 2001. ¿Qué dejaba a su hijo Joseph? En palabras de un libro reciente, «Laurent Désiré Kabila no deja a Joseph Kabila más herencia que el poder. No emprendió la reconstrucción y la reagrupación de las estructuras del Estado. No creó un régimen político, en el sentido de un conjunto más o menos unificado de normas, de principios que dirijan y legitimen las prácticas del poder, ni un estilo definido de gobierno. No produjo una ideología política. No constituyó un nuevo grupo dirigente. El presidente difunto no logró, ni tampoco intentó, federar esa amalgama heterogénea de individualidades que le acompañaron en su toma del poder. El reino de Laurent Désiré Kabila se ha caracterizado por un discurso y por iniciativas institucionales desordenadas, incoherentes…» (1).
A su muerte ni había comenzado una cura de adelgazamiento del paro, ni se había terminado un kilómetro de las carreteras prometidas. La única herencia palpable era menos de un kilómetro de carretera asfaltada al lado del gran estadio de Kinshasa para las paradas militares y un gran mercado moderno inacabado en Masina, un barrio popular de Kinshasa.
Kabila justificaba el fracaso de su acción política por la guerra que estalló en agosto de 1998, pero olvidaba que él subió al poder un año antes; decía que la Alianza de fuerzas que le llevó al gobierno era un conglomerado de aventureros, sin tener en cuenta que él era el presidente de esa alianza.
La tenaz pobreza
A pesar de este panorama apocalíptico, Joseph Kabila se presentó en el momento de su investidura -el 26 de enero de 2001- como el presidente capaz de afrontar los retos del desarrollo del sistema político congoleño. ¿Qué ha conseguido?
En lo social, declaró que su objetivo era movilizar todas las fuerzas productivas «para mejorar las condiciones de vida» y «proporcionar una educación y cuidados médicos accesibles a todos».
En enero de 2002, el gobierno aprobó un salario mínimo de 1 dólar al día, pero que se ha quedado en letra muerta. Además, ¿quién puede vivir decentemente con 26 dólares al mes? Algunos funcionarios ganan el equivalente a 5, 10 ó 15 dólares mensuales, y a pesar de la escasez del salario se les paga con retraso. En estas condiciones, es difícil esperar que desaparezcan el robo, la malversación, los sobornos.
En el aspecto sanitario, en los hospitales de Kinshasa (6 millones de habitantes) hay pabellones en los cuales están retenidos antiguos enfermos insolventes. Para que sean liberados, sus familias deben depositar algún bien en prenda (radio, televisor, máquina de coser…).
Se comprende que en su discurso de fin de año a la nación, el presidente Kabila declarara que en 2002 «el poder adquisitivo medio del pueblo congoleño no le ha permitido entrar en posesión de productos de primera necesidad».
La economía, más liberalizada
En su toma de posesión, Joseph Kabila manifestó su propósito de relanzar la economía liberalizando sectores antes intervenidos. «En primer lugar, liberalizando los mercados de bienes y de servicios, del diamante y del cambio de divisas; en segundo lugar, autorizando la libre circulación de divisas extranjeras y del franco congoleño; en tercer lugar, promulgando un nuevo código de minas y un código de inversiones».
Todas estas medidas fueron adoptadas. La cotización del franco congoleño, que era de 160 por dólar cuando Joseph Kabila llegó al poder, ha caído a 385 por dólar. Por primera vez en su historia, la República Democrática del Congo posee un código forestal. Pero no son las medidas legales las que hacen la economía. Los parámetros que permiten medir la buena marcha de una economía son el dinamismo empresarial, la capacidad del Estado para recaudar los impuestos y el poder adquisitivo de los hogares.
Ahora bien, desde hace dos años el presupuesto del Estado nunca ha superado los 500 millones de dólares. El poder adquisitivo es muy débil, hasta el punto de que el Banco Mundial y el FMI han incluido al Congo en el círculo de los países más pobres y endeudados. En cuanto a la ayuda exterior, desde 1990 el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional habían dejado de prestar fondos por falta de un acuerdo político para democratizar el país. En 2001, después de que Joseph Kabila decidiera reanudar el dialogo con los grupos rebeldes, el FMI y el BM aceptaron reanudar su cooperación. Empezaron por un préstamo de 750 millones de dólares para que el Congo pudiera hacer frente al pago del servicio de la deuda. Y en 2002, después de que entrara en la categoría de país pobre y muy endeudado y respetara sus compromisos con los organismos multilaterales, le concedieron un préstamo de 2.500 millones de dólares, que hará realidad en 2003.
En cuanto a la situación de las empresas, todos los indicadores de alarma están encendidos. Solo la telefonía móvil despierta esperanzas. Antes de 1997 había tres compañías de teléfonos: una empresa pública de telefonía fija; otra privada de móviles, pero sin implantación real; y una tercera, TELECEL, considerada como la gran firma, pero que para darse de alta exigía una elevada fianza, ser presentado por alguien que estuviera ya abonado, y que además cobraba unas tarifas desmesuradas.
Actualmente hay otras seis compañías que operan con el sistema de tarjetas de prepago de 5 dólares por 15 días. Este sistema ha rebajado el coste a 0,24 dólares por minuto en las llamadas nacionales y a 1 dólar en las internacionales. Se ha democratizado así el teléfono móvil, que en la época de Mobutu solo estaba al alcance de los altos dignatarios del régimen y de algunos privilegiados. Estas compañías de teléfonos han creado también empleos en Kinshasa y en el interior del país y pagan unos sueldos decentes.
Un acuerdo para acabar la guerra
En el plano político, Joseph Kabila se propuso «la instauración de la paz y la consolidación de la comunión nacional». Al mismo tiempo, se trataba de «normalizar la vida democrática», para lo cual se comprometía a «proseguir la apertura para que todos los actores políticos puedan ejercer sus derechos dentro del respeto a las leyes y reglamentos. Los problemas políticos importantes deberán encontrar solución en el marco del diálogo intercongoleño».
La realidad es que, al día de hoy, ningún otro partido político puede organizar un mitin, fuera del partido de su difunto padre y de su propio partido. El tribunal militar sigue juzgando y condenando a civiles, a pesar de las promesas de que iba a ser suprimido. El 7 de enero el tribunal militar condenó a muerte a 30 personas por su responsabilidad en el asesinato de Laurent Désiré Kabila. Las sentencias del tribunal no pueden apelarse, aunque cabe la clemencia del presidente Joseph Kabila. Los observadores dicen que no ha habido pruebas materiales de que los condenados sean los verdaderos asesinos de L.D. Kabila. Y el presidente del tribunal ha declarado que van a continuar las investigaciones.
En cambio, Joseph Kabila ha ganado una jugada maestra allí donde nadie esperaba que tuviera éxito. El pasado diciembre se firmó en Pretoria el acuerdo global que debe poner fin a la guerra que estalló en 1998 y que mantiene dividido al país en tres zonas con la presencia de tropas extranjeras.
Este acuerdo es el resultado de un tortuoso proceso, sembrado de trampas. El llamado Diálogo Intercongoleño (DIC) partió de una reunión preparatoria en Gaberone (Botsuana) en agosto de 2001, siguió en Addis Abeba y Sun City y culminó en una serie de reuniones en Pretoria.
El acuerdo global del 16 de diciembre de 2002 da las grandes líneas del reparto del poder entre los beligerantes (el gobierno de Kabila, el MLC de Jean Pierre Bemba y el RCD de Roger Lumbala), las otras pequeñas rebeliones, la oposición política y las fuerzas vivas de la sociedad civil.
El reparto del poder
Respecto al poder ejecutivo, el acuerdo establece que estará compuesto por el presidente de la República (con los poderes tradicionales del jefe del Estado); cuatro vicepresidentes, cada uno de los cuales dirige una comisión especializada (política; económica y financiera; para la reconstrucción y el desarrollo, y social y cultural) y representativa de una de las corrientes políticas que hasta ahora se combatían; y el gobierno, compuesto por 36 ministros y 26 viceministros, con especificación del número de puestos que corresponde a cada tendencia.
El poder legislativo de transición estará compuesto por dos cámaras: la asamblea nacional y el senado. La asamblea la forman 500 diputados designados por las diversas fuerzas. El senado de 120 escaños, también repartidos, elaborará el anteproyecto de Constitución y será el mediador en caso de conflicto entre las instituciones.
Las instituciones de apoyo a la democracia, representativas de la sociedad civil, comprenderán una comisión electoral independiente, la alta autoridad de los medios de comunicación, la comisión «Verdad y reconciliación» y una comisión de ética y lucha contra la corrupción.
Como punto final del DIC, se establecerá un procedimiento para integrar en el ejército nacional las fuerzas armadas del gobierno y de los grupos rebeldes.
Difícil de aplicar
Este acuerdo pone fin teóricamente a la guerra. Pero el camino para llegar a una paz duradera es largo, habida cuenta de la versatilidad de los políticos congoleses. El cierre oficial del DIC tendrá lugar a finales de enero, y mientras tanto todo puede suceder. Pero también cabe esperarlo todo, ya que las presiones de la comunidad internacional (EE.UU., la Unión Europea, Sudáfrica, el secretario general de la ONU Koffi Anan…) han hecho posible que culminara la negociación.
En cuanto al régimen político instaurado por el acuerdo, es una innovación difícil de definir y de aplicar. En el ejecutivo, la mezcla en cada comisión especializada de ministros procedentes de distintas corrientes políticas obliga a la colaboración.
El gobierno es responsable ante la asamblea nacional (una característica del régimen parlamentario o semi-presidencial). Pero la asamblea nacional no puede votar una moción de censura contra el gobierno (lo que es un rasgo propio del régimen presidencial). Estas contradicciones pueden resultar a la larga fatales.
Una cuestión preocupante tiene que ver con la independencia del poder judicial. ¿Por qué el presidente del Tribunal Supremo, el fiscal general de la República y el auditor general de las fuerzas armadas no pueden ser escogidos por sus pares, para asegurar la neutralidad y la independencia de la magistratura?
Por otra parte, el acuerdo deja pendiente la formación del ejército y no dice nada sobre la cuestión de la nacionalidad, que fue el pretexto para la primera guerra de 1996.
Si nos fijamos en los interrogantes y zonas de sombra del acuerdo, hay motivos para el pesimismo, a lo que contribuye también la persistencia de los combates en el este del país. Pero ¿había otras soluciones? Más vale un mal acuerdo que nada, se dice en política.
Philémon Muamba Mumbunda____________________(1) Gautier de Villres, Jean Omasombo y Erik Kennes, La République Démocratique du Congo, guerre et politique, LHarmattan, París (2002), pág. 336.