La venalidad instaurada en muchos regímenes africanos es una sangría para la población del continente, escribe Donato Ndongo-Bidyogo en Mundo Negro (Madrid, septiembre 2001).
«Del último informe Índice de la Percepción de la Corrupción, publicado en junio pasado por la ONG berlinesa Transparency International, se deduce que, cuanto más subdesarrollado es un país, mayor es la corrupción de sus funcionarios públicos». El comentarista subraya que, según el mismo informe, «cinco de los diez países más corruptos del mundo son africanos».
Del arraigo de la corrupción en África es expresiva una anécdota: «Hace unos años, el fallecido dictador del entonces Zaire (actual República Democrática del Congo), Mobutu Sese Seko, se declaraba en una entrevista incapaz de atajar ese mal endémico, consagrado por su régimen en comportamiento habitual. ‘Cuando planifico un viaje de Estado -manifestaba con su cinismo característico- digo al primer ministro que me facilite un millón de dólares; él ordena al ministro de Finanzas que le entregue dos millones; el ministro le indica al gobernador del Banco Nacional que le dé tres millones; el gobernador le exige cuatro millones al interventor’… Y así sucesivamente, hasta el escalón más bajo de la Administración».
«Dirigentes como Gnassingbé Eyadema, de Togo, Omar Bongo, de Gabón, o Teodoro Obiang, de Guinea Ecuatorial (…), poseen, junto a sus allegados, cuentas bancarias en medio mundo con saldos de escándalo, algo difícilmente justificable con su salario oficial. Por eso no pueden ni quieren dejar el poder: un régimen transparente cortaría de raíz esos comportamientos inmorales, que les permiten gozar hasta de los caprichos más infantiles, mientras sus pueblos padecen la más espantosa miseria».
De ahí que Ndongo-Bidyogo añada: «Muchos africanos nos oponemos a la condonación indiscriminada de la deuda externa de nuestros países, precisamente porque tal medida, convertida en una amnistía para los dirigentes corruptos, no favorece a nuestros pueblos».