Por lo regular, ese enorme país africano que es Sudán aparece en las noticias por malos motivos: por sus conflictos civiles, por ser refugio de terroristas, por los crueles castigos que se infligen en lugares públicos… En los últimos días, sin embargo, la causa es la firma de un acuerdo de paz entre el gobierno y fuerzas insurgentes de diverso signo. Una paz que descansará sobre ciertos cambios que tienen a la religión como trasfondo.
En el país ha regido –y hasta hace muy poco con todo su rigor– la sharia o ley islámica. La impuso a finales de los ochenta Omar al-Bashir, quien llegó al poder mediante un golpe de Estado y prometió ubicar a Sudán “a la vanguardia del mundo islámico”. La crudeza con que se aplicó este sistema a toda la población, sin diferenciar credos ni opciones personales, fue caldo de cultivo para numerosos conflictos cuyas cenizas todavía humean, como sucede en la región de Darfur, y que ocasionaron escisiones territoriales como la que dio origen a Sudán del Sur, un territorio donde el grueso de la población es animista o cristiana (hay un 36% de católicos).
El pacto para el cese de las hostilidades, cuya firma definitiva está programada para el 2 de octubre, ha tenido como protagonistas, de una parte, al gobierno transitorio surgido tras el derrocamiento de Al Bashir en 2019, y de otra, a los grupos insurgentes Movimiento de Liberación del Pueblo de Sudán-Norte (SPLM-N) y Frente Revolucionario de Sudán (SRF), que integra en sí a varias fuerzas. Hubo acuerdos por separado con ambos movimientos.
Cabe destacar que otros grupos rebeldes de menor entidad, como una facción del Ejército de Liberación de Sudán (SLA) que lidera Abdul Wahid al Nur y que opera en Darfur, se han mantenido al margen. No obstante, analistas coinciden en que, dado que los compromisos adoptados por Jartum en los dos acuerdos mencionados ya ofrecen respuesta a las demandas de Al Nur, su formación terminará sumándose a la iniciativa de paz.
“La raíz del problema”
Una de las principales demandas de la primera formación para acceder a firmar la paz fue, precisamente, la separación entre Estado y religión, lo que se traducía en dejar de considerar la sharia como el código de leyes del país. En febrero, los militares que pusieron tras las rejas al tirano se negaban a negociar este asunto, pero al parecer ha primado el criterio del primer ministro transitorio, Abdalla Hamdok, enterado de que con esa rémora no podría avanzar hacia el fin del conflicto.
La separación entre Estado y religión era, para los rebeldes, una condición imprescindible para la paz
El tema se estuvo resistiendo. Todavía el 25 de agosto, el líder del SPLM-N, Abdelaziz al-Hilu, tenía que advertir que “bajo la sharia islámica no podemos alcanzar la igualdad entre las diversas poblaciones de Sudán”. El gobierno prefería dejar el asunto para más adelante, para la conferencia sobre una nueva Carta Magna, pero la insistencia de los rebeldes en poner sobre la mesa lo que consideraban “la raíz del problema” terminó rindiendo fruto.
El documento firmado refiere que, “para que Sudán se convierta en un país democrático en el que queden consagrados los derechos de todos los ciudadanos, la Constitución debe fundamentarse en el principio de ‘separación entre la religión y el Estado’, en ausencia del cual se debe respetar el derecho a la autodeterminación”.
En otras palabras, que, o el Estado deja de privilegiar la ley islámica y regir a la sociedad según esta, o cada líder y grupo étnico-religioso seguirán dando guerra para desconectar a su territorio de dicho Estado y zafarse el yugo de una religión a la que no se sienten ligados.
Desmontando la maquinaria de represión
La sharia se va, al menos sobre el papel, pues ya se ha visto que incluso en sitios donde no es ley general se siguen normas que pretenden hundir su raíz en lo religioso. Un ejemplo, la mutilación genital femenina (MGF): en países como Kenia, la legislación prohíbe dicha práctica, pero cuatro de cada 10 musulmanes consideran que su religión la ampara y la exige, y el 51% de las musulmanas de 15 a 49 años la han sufrido, según Unicef.
En Sudán, algunas prácticas pretendidamente emanadas de las reglas islámicas y directamente lesivas de la integridad física y moral de las personas, han ido quedando atrás desde que Al-Bashir fue puesto a la sombra. Así, en estos meses se ha ilegalizado la MGF, se ha levantado la prohibición que pesaba sobre los no musulmanes de importar, comercializar y beber alcohol; se han prohibido las flagelaciones públicas y se ha anulado, para las mujeres, el requisito de disponer del permiso de un familiar varón para desplazarse con sus hijos, o el de vestir de determinada manera.
De igual modo se ha eliminado el delito de apostasía, en virtud del cual quien renunciara al islam o fuera acusado de hacerlo, se enfrentaba a la posibilidad de la pena capital. “Derogaremos todas las leyes que violan los derechos humanos en Sudán –dijo en julio el ministro de Justicia, Nasredeen Abdulbari–. Estamos dispuestos a demoler cualquier tipo de discriminación que haya instaurado el antiguo régimen y a movernos hacia la igualdad de todos los ciudadanos y hacia una transformación democrática”.
Mejor fuera de la lista negra
En un país donde los golpes de Estado son ya “marca de la casa”, habrá que ver qué tan sólidas y perdurables son todas las reformas de corte religioso –entre las que se incluye el establecimiento de una Comisión Nacional para la Libertad Religiosa– y las que se plantean en otros asuntos de interés, como la seguridad pública, la propiedad de la tierra, la justicia transicional, el reparto de poderes, el retorno y reasentamiento de los refugiados de guerra, etc.
De continuar Sudán en la lista de patrocinadores del terrorismo, Arabia Saudí podría incrementar su nefasta influencia en el país
Las partes han acordado que se destinarán fondos a la reconstrucción de las zonas rurales destruidas durante los años de conflicto, así como a la ampliación de la red de hospitales, escuelas y universidades. También han aprobado que los miembros desmovilizados de los grupos insurgentes se integren en las fuerzas armadas nacionales.
Uno de los factores que ayudaría en el impulso por enterrar de una vez el viejo régimen y desarrollar el país, sería que EE.UU. lo saque de la lista de Estados patrocinadores del terrorismo. Ello le permitiría obtener un alivio de su deuda externa y atraer inversión foránea, opinan en BBC Edward Thomas y Alex de Waal, investigadores expertos en el tema.
De no hacerlo –de momento, Washington condiciona ese paso a que los sudaneses reconozcan al Estado de Israel–, Jartum quedaría a merced del apoyo interesado de un país como Arabia Saudí, cuyo compromiso con la democracia, la libertad religiosa y el respeto a los derechos humanos está en coma profundo, tanto como su apego a la resolución pacífica de los conflictos (el de Yemen es botón de muestra).
Por su parte, el arzobispo de Jartum, Michael Didi, si bien dijo el 1 de septiembre que el acuerdo con el SPLM-N ya era “algo, un paso adelante”, ha expresado sus reservas, toda vez que algunos grupos insurgentes menores –como la facción de Al Nur– aún no se han sumado. “Un acuerdo de paz es integral cuando todas las partes armadas se unen a él, sin dejar a nadie fuera”, aseguró, y llamó a todas las partes restantes a participar de este esfuerzo.
No obstante, a diferencia de lo ocurrido con otros intentos de fraguar la paz, en este –señalan Thomas y De Waal– sobresale el factor positivo de que el cese de hostilidades se ha alcanzado directamente entre los actores locales, sin mediaciones ni presiones externas, con buena disposición, sin plazos inalterables, rígidos. ¿El problema? Que ve la luz justo cuando el contexto global se halla bastante enrarecido por la pandemia del coronavirus, que ha dejado apuros económicos dondequiera, lo que probablemente influirá en que el flujo de ayuda internacional se quede por debajo de las necesidades.
De que los políticos, los militares y la sociedad civil puedan sortear esta y otras dificultades, dependerá que nunca más una persona pierda la vida en una plaza sudanesa por rezarle al dios “equivocado”.