En el debate sobre abusos sexuales en la Iglesia abundan las acusaciones confusas, y si alguien pide precisión se le trata como si quisiera quitar importancia al problema.
Colonia. La dimisión del obispo de Augsburgo, Walter Mixa, en el contexto del debate público sobre los abusos a menores, plantea varias cuestiones. A Mons. Mixa se le acusaba de “malos tratos físicos” a niños de un orfelinato (y no “internado católico” como han afirmado algunos medios) en los años setenta, cuando era párroco en la pequeña ciudad bávara de Schrobenhausen. Después de haber negado cualquier mal trato físico, unas semanas después reconoció en una entrevista con Bild am Sonntag haber dado “algún que otro cachete (“die eine oder andere Watsche”); y añadía: “En aquel entonces, eso era algo completamente normal, como saben todos los profesores y alumnos de esa generación” (16 de abril). Pero lo que le han achacado los medios no han sido los hechos en sí ―y si eran algo normal o no en su época― sino el haberlo negado en un principio, para acabar reconociéndolo más tarde.
Poco después (el 19 de abril), saltaban a los titulares presuntas “irregularidades” en la contabilidad de la Fundación del Orfanato de Schrobenhausen: en la época en que era párroco y miembro del Consejo de Administración de la Fundación, Mixa habría firmado varios recibos sobre ciertas cantidades de dinero (se habla de un total de unos 7.000 euros) en los que se sospecha de “uso de fondos de la Fundación contrarios a sus estatutos”.
Este debate, dice Fleischhauer, favorece que “cualquier agravio o reprensión” salga a la opinión pública. “Esa inflación de las narraciones de las víctimas conduce a una latente devaluación de los auténticos casos de abusos sexuales, que sin duda los ha habido en un número vergonzoso: donde todo tiene el mismo valor, la persona individual no cuenta. Al mismo tiempo se reducen las exigencias para calificar un comportamiento como humillante o incluso como un abuso. En los años setenta, una bofetada en clase era aún un desliz; hoy puede ser ocasión de una larga terapia. Lo malicioso de ese modo de llevar el debate es la imprecisión de muchas acusaciones, por lo que es impredecible el resultado del procedimiento. No pocos son de la opinión de que Mixa no habría dimitido si hubiera reconocido algún que otro ‘cachete’ inmediatamente ―unido a unas palabras de petición de perdón―”.
Imprecisión del debate
Esta imprecisión del debate resulta realmente llamativa. Por ejemplo, en el caso de abusos más sonado ―hasta que la dimisión de Mixa lo ha reducido a un segundo plano―, el del internado católico de Ettal, resulta prácticamente imposible trazar ese límite. Cuando el abogado Thomas Pfister, encargado oficialmente con la investigación en el internado de Ettal, presentó su informe, dijo (según informa el diario Die Welt del 13 de abril): “Mis investigaciones han dado como resultado inequívoco que en el monasterio de Ettal, durante decenios y hasta aproximadamente 1990, se maltrató brutalmente, se atormentó sádicamente a niños y adolescentes y también se abusó sexualmente de ellos”.
Mientras que todavía no está claro si se publicará el informe final de Pfister, antiguos alumnos de Ettal ponen en duda que sea veraz. Ulrike Schramek, antigua alumna del internado y casada con otro antiguo alumno, terminó sus estudios en Ettal en 1984, por lo que muchos de los casos incriminados se debieron de producir en la época en que ella estudió allí. Schramek critica que a “Thomas Pfister no le importa si lo que dice a la opinión pública es cierto o no”, según declaró también a Die Welt el 13 de abril. Por ejemplo, Pfister se refirió a que uno de los religiosos había hecho comer salamandras vivas a alumnos. “Eso es mentira —dice Schramek—; como mucho se trataría de una prueba de coraje”. Y continuaba, dando en el clavo de la cuestión: “Quien habla al mismo tiempo de salamandras y abusos sexuales, degrada a las víctimas de los actos auténticamente graves”.