La reacción enérgica e indignada del gobierno chino ante la concesión del Premio Nobel de la Paz a Liu Xiaobo también entra dentro de la esfera de las emociones, el orgullo y la humillación a la vez. Para las autoridades chinas es injusto que los occidentales les acusen de no respetar los derechos humanos. Alegan que sus ciudadanos no son insensibles a estas cuestiones, y que quieren que su gobierno actúe de manera limpia y eficiente.
Erradicar la corrupción sería, supuestamente, lo que más preocupa a los chinos, según expone Mo Nong, en China Daily (11-10-2010). Aunque se considere la corrupción como sinónimo de abusos e injusticia en el discurso oficial chino, poco tiene que ver esto con los derechos humanos. Si se erradicara de raíz la corrupción, no significaría necesariamente que se estén respetando, por ejemplo, la libertad de expresión, el derecho de libre asociación o que no se esté practicando la tortura, pese a que China haya suscrito los pactos de la ONU sobre derechos humanos o la convención contra la tortura. Y es que la lucha contra la corrupción es un capítulo más del control del Estado sobre los resortes burocráticos y, en definitiva, sobre la propia sociedad.
Pero al final el orgullo chino, manifestado en las campañas oficiales que combaten la corrupción, termina por desembocar en el soberanismo. El Nobel a Liu Xiaobo sería otra humillación de los occidentales a China como potencia emergente, una conspiración para detener el ascenso global de la segunda economía del planeta. Hay que rechazarlo con firmeza porque no se puede volver a las épocas del siglo XIX y de la primera mitad del siglo XX, cuando las potencias occidentales humillaban y despedazaban a China. En Oslo se habría orquestado un complot contra el soft power de China, base del enorme éxito de una diplomacia en expansión.
La actitud de los dirigentes comunistas sirve para corroborar, tal y como asegura el físico Fang Lizhi, que huyó de su país en 1989, que los derechos humanos no mejoran necesariamente al compás del espectacular desarrollo económico de China (The New York Times, 11-10-2010). La democracia no emerge automáticamente como consecuencia de la prosperidad, aunque así haya sido en el pasado en algunos países occidentales. Recordemos también que el Japón anterior a la II Guerra Mundial es otro ejemplo histórico de que el desarrollo no va acompañado de la paz.
China abre sus mercados, aunque no su sistema político. Como otros tantos autócratas, los chinos piensan que si hay prosperidad material, hay paz. En cambio, el Comité Nobel al galardonar a Liu Xiaobo está relacionando la paz mundial con los derechos humanos. Inadmisible para el orgullo nacionalista chino. ¿Cuándo habría promovido Liu la paz entre los pueblos, la fraternidad internacional y el desarme, lemas predicados por todos los regímenes comunistas que han existido y que, por cierto, son mencionados en el testamento de Alfred Nobel?
Aunque ya no gobiernen los comunistas, en Rusia hay una cierta comprensión por el orgullo chino. En un artículo de Nikolai Troitsky para la agencia RIA Novosti (8-10-2010), se nos recuerda que el Premio Nobel de la Paz puede ser un modo de erosionar un régimen político y se exponen los ejemplos de Sajarov y Gorbachov, sin olvidar el de Solzhenitsin en Literatura. El Nobel puede convertirse en un movimiento tectónico para la política mundial. Esta opinión coincide en el fondo con el soberanismo chino en su rechazo de la injerencia de países extranjeros en asuntos internos. No hay lugar para debates que se muevan en el ámbito de la razón, sino la consabida apoteosis del nacionalismo soberanista con todas sus emociones.