Cada vez resulta más llamativa la poca duración que tienen los aparatos electrónicos: se desajustan y rompen con más facilidad, no soportan las nuevas actualizaciones, quedan anticuados con gran rapidez. Es lo que se viene llamando la “obsolescencia programada” de los dispositivos y electrodomésticos, cuya reparación –exceptuando en lugares oficiales y autorizados, con un elevado coste adicional– es casi imposible. Pero un movimiento está plantando cara y ganando fuerza: la defensa del derecho a reparar. Es decir, la defensa del derecho a cuidar.
En junio de 2021, el Congreso estadounidense introdujo el proyecto de “Fair Repair Act”, una primera vía para brindar a los talleres de reparación independientes la capacidad de arreglar productos tecnológicos sin tantos obstáculos. Posteriormente, en julio, el presidente Biden emitió una orden ejecutiva pidiendo a la Comisión Federal de Comercio que “hiciera más fácil y barato reparar nuestros artículos, al limitar a los fabricantes las prohibiciones sobre las autorreparaciones –o reparaciones de terceros– de dichos productos”.
De distintas formas, todo lleva a lo mismo: que cualquier persona –no solo la empresa que fabricó el dispositivo– pueda acceder a la información, a los manuales, a las piezas y las herramientas necesarias para realizar la reparación, ya sea de un teléfono inteligente, de una nevera o de un vehículo.
Piezas e información
Para arreglar un móvil, por ejemplo, a las tiendas independientes les hacen falta dos cosas: información y piezas. Sin una de ellas, es imposible. Pero es precisamente sobre estos dos elementos sobre los que los fabricantes ponen más trabas.
Este enfrentamiento tiene dos bandos: los defensores del derecho a reparar, y las empresas tecnológicas y sus lobbys, que ponen la seguridad del comprador como principal razón en su negativa a facilitar las reparaciones de terceros. Por una parte, la seguridad física, ya que una mala reparación podría –dicen– explotar o arder y causar daños a las personas. Por otra parte, la ciberseguridad de los usuarios. ¿La siguiente razón? La propiedad intelectual y el beneficio para la competencia si se revela demasiada información.
Sin embargo, estas razones no están siendo disuasorias ni en el continente americano ni en otras partes del mundo. En mayo de 2021, un informe publicado por la Agencia Federal de Protección al Consumidor ante el Congreso estadounidense –que examina las restricciones de reparación a las que se enfrentan los consumidores, junto con un resumen de los argumentos a favor y en contra de esas restricciones– concluyó que había “poca evidencia” para respaldar las justificaciones de los fabricantes para restringir la reparación, mientras que las soluciones de los defensores del derecho a reparar estaban “bien respaldadas” por sus testimonios.
La Comisión Australiana de Productividad está llevando a cabo una consulta sobre el derecho a reparar, para hallar las dificultades y barreras que existen al tratar de arreglar un producto, así como medidas para evitar la obsolescencia programada y reducir la basura tecnológica, y cuyos resultados se publicarán a finales de octubre.
También en Europa se están tanteando medidas similares para tratar de controlar esta situación. En diciembre de 2019, la UE adoptó sus primeros requisitos de diseño ecológico para electrodomésticos como frigoríficos, lavadoras, iluminación y pantallas. Estos fueron seguidos en marzo de 2020 por el Pacto Verde de la UE y el nuevo Plan de Acción de Economía Circular, con el compromiso explícito de explorar el derecho a reparar. En noviembre de 2020, el Parlamento Europeo se posicionó a favor de establecer normas más estrictas sobre el derecho a reparar de los consumidores, lo que supone un cambio significativo en su usual plan de acción, que tradicionalmente estaba enfocada en el reciclaje.
2019 fue el año que marcó un nuevo récord histórico: la cantidad de basura electrónica generada
Pero ¿por qué se debería luchar por el derecho a reparar?
Por el gasto excesivo que supone el tener que sustituir aparatos costosos con mayor frecuencia, por la basura tecnológica que aumenta con cada dispositivo que se torna inútil, y la idea de fondo de que, si algo no sirve, si surge un problema, mejor deshacerse de ello que buscar una vía alternativa, como el cuidado y la reparación.
Es decir, por el planeta, por tu bolsillo y como protesta.
Por el planeta
2019 fue el año que marcó un nuevo récord histórico: la cantidad de basura electrónica generada. Según el informe publicado por Naciones Unidas Global E-waste Monitor 2020, la cifra ascendió a 53,6 millones de toneladas, lo que supone un incremento del 21% en solo cinco años. Este informe también estima que para 2030, la cifra de productos electrónicos desechados –objetos que tengan un enchufe o batería– alcanzará los 70 millones de toneladas, duplicando la basura electrónica en solo 16 años.
Un análisis realizado por la Oficina Europea de Medio Ambiente (EEB), una red de organizaciones medioambientales en Europa, encontró que extender la vida útil de todas las lavadoras, portátiles, aspiradoras y teléfonos inteligentes de la UE en un año ahorraría cuatro millones de toneladas anuales de dióxido de carbono para 2030. Es decir, el equivalente a retirar dos millones de automóviles de las carreteras cada año. Siguiendo con las emisiones de CO2, un estudio de 2018 estimó que la producción de un nuevo smartphone representa del 85% al 95% de las emisiones totales de CO2 del dispositivo durante sus dos próximos años de vida. El estudio también apunta que “comprar un teléfono nuevo requiere tanta energía como cargar y operar un teléfono inteligente durante toda una década”.
Si se miran los datos, parece una situación poco sostenible en el tiempo y para el planeta, como una bomba de relojería en plena cuenta atrás.
Por tu bolsillo
¿Cuál sería una solución al problema? Que los dispositivos móviles y electrodomésticos duren más tiempo, entre otros, mediante la reparación. Pero existe un pequeño problema: la mayoría de estos aparatos –sobre todo, los dispositivos móviles– no están diseñados para ello. Es más, están diseñados para dificultar su reparación e incitar a la adquisición de un nuevo producto.
Solo hace falta contemplar los precios que ostentan las reparaciones en centros oficiales y autorizados por las marcas para comprender este fenómeno. En un artículo del Wall Street Journal, la periodista Joanna Stern relata su experiencia sobre precisamente este tema.
Un día, debido a un derrame de agua, su portátil dejó de funcionar. Ella, manteniendo la esperanza de que un dispositivo tan caro podía –debía– ser reparado, lo llevó a la tienda oficial de Apple para que lo arreglasen. El presupuesto que le dieron fue de 999 dólares. Casi el precio original de su MacBook. Casi el precio de uno nuevo. En cambio, al llevarlo a una tienda de reparación independiente, su ordenador estaba como nuevo por un tercio del presupuesto de Apple.
Si reparar o sustituir costase lo mismo, ¿quién no optaría por el nuevo y más reluciente modelo? ¿Acaso se podría considerar siquiera una elección?
Como escribe en el artículo, esto “es exactamente lo que Apple y varias empresas de tecnología no quieren que hagas. Es exactamente lo que los defensores del derecho a reparar quieren que sea más fácil de hacer”: poder reparar tu dispositivo sin que te salga por el mismo precio que comprarte el nuevo modelo, porque ante esta perspectiva, ¿quién no optaría por el nuevo y más reluciente modelo? ¿Acaso se podría considerar siquiera una elección?
Como protesta
Ante la creciente cultura del descarte –expresión acuñada por el Papa Francisco, que bien podría aplicarse también a esta situación–, en la que se antepone el desechar al cuidar, es decir, al reparar y reutilizar, no resultan llamativas las dimensiones que ha alcanzado en el fenómeno tecnológico. “Lo quiero todo ahora, en su mejor estado, y con mucha comodidad”. Lo que resulta casi más llamativo es que esté en marcha este movimiento que pone tanto hincapié en reparar, en invertir tiempo y esfuerzo en cuidar las cosas. El derecho a reparar, en definitiva, también se puede entender como una protesta ante la vorágine del consumo y el capitalismo desmedido. Una protesta ante la visión imperante de nuestro entorno, que está sustentado sobre la noción de “si esto no funciona, si no es útil, si no es cómodo, fuera”.
Ahora es el derecho a reparar nuestros aparatos tecnológicos. Pero quizá, en un futuro y con suerte, esta noción pueda llegar a impregnar las conciencias y elevar la percepción del valor de cuidar y reparar a la esfera humana. Es decir, al cuidado y al respeto a las personas.
Helena Farré Vallejo
@hfarrevallejo