Directivos de la FIFA detenidos por sospechas de vender sus votos en la selección de sede para el Mundial. Antes, la misma acusación contra el COI en la adjudicación de la Olimpiada de invierno de 2002. Los mayores eventos deportivos del mundo mueven mucho dinero, y con independencia de los casos de corrupción, hay que preguntarse si la escalada de gasto que se ha impuesto en ellos está justificada por su aportación al bien común.
Ciudades y países rivalizan por organizar estos fastos deportivos con el convencimiento de que serán un potente motor del desarrollo. Durante la competición, una marea de visitantes gastará grandes sumas en hoteles, restaurantes y lugares de recreo, con beneficio indirecto para otros sectores. Ser el centro de la atención mundial durante unas semanas da un prestigio que después atraerá turistas e inversores, y supondrá un fuerte impulso al comercio exterior. La construcción de instalaciones deportivas y hoteleras, así como de infraestructuras de transporte, creará miles de empleos. La Villa Olímpica será luego un complejo de viviendas sociales donde antes se alzaban chabolas o fábricas abandonadas. Al final quedará una ciudad más moderna, más bonita, más rica, más verde.
Esa es la teoría. Si se hacen cuentas, resulta que tan felices augurios se han cumplido muy pocas veces. Lo muestra Andrew Zimbalist, economista del deporte, en su libro Circus Maximus (1). La herencia de una Olimpiada o un Campeonato Mundial de fútbol suele consistir en una pesada deuda que cuesta veinte o treinta años satisfacer, a base de más impuestos o menos servicios públicos; monumentales estadios que no hay manera de aprovechar y cuestan millones en mantenimiento; un efecto inapreciable en el empleo y en la renta; mayor desigualdad social, por el encarecimiento de la vivienda en los barrios reformados, que pasan a ser ocupados por gente de más dinero.
Eso no significa la ruina general. Algunos ganan mucho: el Comité Olímpico Internacional (COI), la Federación Internacional de Fútbol (FIFA), las empresas y sindicatos de la construcción, los bancos de inversiones, las compañías de seguros, los estudios de arquitectura, las televisiones.
“Hasta ahora, los electores han aceptado el circo y la promesa de pan. Si piden el pan mismo, como en Brasil, los políticos tendrán que tomar nota”
Espiral de gasto
Tampoco dice Zimbalist que nunca se obtengan los beneficios generales deseados. El balance ha sido positivo algunas veces, especialmente en los Juegos Olímpicos de Los Ángeles (1984) y Barcelona (1992). Pero eso requiere unas condiciones favorables y una cuidadosa planificación. A falta de eso, se imponen los factores que incitan a un derroche imposible de compensar.
De hecho, organizar estas competiciones sale cada vez más caro. El coste del Mundial de Fútbol, que en los años noventa estaba en unos centenares de millones de dólares, ha subido hasta unos 5.000-6.000 millones en Sudáfrica (2010) y unos 15.000-20.000 millones en Brasil (2014). Qatar, la sede escogida para 2022, gastará mucho más. Los Juegos Olímpicos de Pekín (2008) costaron 40.000 millones de dólares; los de Londres (2012), 15.000-20.000; los de invierno en Sochi (Rusia) el año pasado, más de 50.000. (Los totales son mayores o menores, según se cuenten o no las infraestructuras no deportivas y otros gastos indirectos.)
Cada rival intenta aumentar sus posibilidades de ganar ofreciendo el proyecto más grandioso. Por ejemplo, para los Juegos de 2020, el COI descartó a Madrid, que había previsto aprovechar instalaciones existentes con un presupuesto de 1.900 millones de dólares –uno de los más bajos de la historia olímpica reciente–, y se decidió por Tokio, cuya propuesta incluía un espléndido estadio y una villa olímpica de nueva planta, al coste de 6.000 millones en total.
Además, el gasto final suele superar por mucho el previsto. Por una parte, entre el presupuesto y la ejecución median varios años de inflación, y la propia fiebre constructiva hace subir los precios de los materiales y servicios. Por otra, las obras siempre se retrasan –por defectos de planificación, mal tiempo, disputas laborales…–, y la prisa posterior se paga porque los proveedores y contratistas piden más. Los estadios para el Mundial de Brasil (2014), presupuestados en 1.100 millones de dólares, al final costaron 4.700 millones.
Elefantes blancos
Pero lo que más dispara el gasto es la megalomanía, que ha aumentado desde la decidida puja de los BRICS: China (Olimpiada de 2008), Sudáfrica (Mundial de 2010), Brasil (Mundial de 2014 y Olimpiada de 2016), Rusia (Olimpiada de invierno de 2014 y Mundial de 2018).
Desde luego, hacen falta grandes medios. Los Juegos Olímpicos de verano requieren más de treinta instalaciones para los distintos deportes. La FIFA exige al país organizador del Mundial un mínimo de ocho estadios modernos: uno con al menos 60.000 asientos para el partido inaugural, otro con al menos 80.000 para la final, y seis más con 40.000. Los Mundiales celebrados en Estados Unidos (1994), Francia (1998) y Alemania (2006), donde ya había gran parte de las instalaciones necesarias, costaron menos de mil millones de dólares. Pero otros países han de gastar mucho más porque no las tienen, y por eso mismo, tras la competición acabarán con grandes construcciones sin uso y muy costosas de mantener: los llamados “elefantes blancos”.
Ejemplos de elefantes blancos son los veinte estadios levantados o renovados para el Mundial de Japón y Corea del Sur (2002), que en su mayoría han caído en desuso. Otro es el “nido de pájaro”, el fabuloso estadio olímpico de Pekín 2008, con un aforo de 90.000 personas, que costó 460 millones de dólares y ahora solo alberga actos esporádicos.
Quizá el caso más hiriente de megalomanía es el último Mundial de fútbol. Brasil prometió doce estadios para los partidos del campeonato, nueve de ellos nuevos, y de estos, siete donde ya había otros antiguos, que primero hubo que demoler. Cuatro de los nuevos estadios se edificaron en ciudades sin equipo de fútbol de primera división. Manaus, donde el club local atrae una media de 1.500 aficionados por partido, tiene ahora un estadio para 42.000. En cambio, se ha quedado sin otras obras previstas para el Mundial pero abandonadas: una depuradora de aguas residuales y un tren monorraíl para el transporte urbano.
Los Juegos Olímpicos de Pekín (2008) costaron 40.000 millones de dólares, los de Londres (2012), más de 15.000; los de invierno en Sochi (2014), más de 50.000
Los turistas dejan poco dinero
La afluencia de visitantes no compensa tanto gasto. No es realista esperar fuertes subidas solo por un Mundial o una Olimpiada, y las bajadas son perfectamente posibles. En 2008, año de la Olimpiada de Pekín, China recibió casi dos millones menos de turistas (–6,8%). También fueron menos extranjeros a Londres durante los Juegos de 2012. Aunque Mundiales y Olimpiadas atraen a muchos aficionados, también ahuyentan a turistas ordinarios y hombres de negocios, que prefieren evitar las obras, los precios más altos, las mayores medidas de seguridad.
Y aunque haya más visitantes, no necesariamente dejan mucho dinero en la economía local. La recaudación en los estadios va en gran parte al COI o a la FIFA. Y los aficionados que pagan entradas gastan poco en museos y otras atracciones permanentes de la ciudad o el país. El gasto total en alojamiento y comida, que Zimbalist estima en menos de 500 millones de dólares para una Olimpiada, es poco en comparación con las inversiones hechas para organizarla, y en parte no es ganancia neta, debido a la sustitución de turistas comunes por turistas deportivos.
El principal rédito inmediato de unos Juegos o un Mundial consiste en lo que pagan las televisiones para retransmitir la competición, en los patrocinios y en la publicidad. Pero solo una parte modesta se queda en la economía local. De los derechos de antena en una Olimpiada, que han registrado un fuerte aumento desde 287 millones de dólares en Los Ángeles (1984) a 2.600 millones en Londres (2012), el COI se lleva el 51%, y el comité organizador, el resto.
Balance a largo plazo
Para saber si es rentable organizar unos Juegos Olímpicos o un Mundial de fútbol, hay que calcular los efectos económicos a largo plazo. Aunque algunas Olimpiadas, como la de Londres, cerraron con un balance operativo positivo, eso puede no compensar los grandes gastos hechos y las deudas contraídas. La clave está en si las inversiones realizadas con motivo del evento son adecuadas a las necesidades de infraestructuras y desarrollo de la sede, y si hay beneficios duraderos en el turismo y en la actividad económica general.
Zimbalist cita un estudio sobre los resultados a largo plazo de las Olimpiadas. En 16 casos no se halló efecto significativo en la renta y en el empleo; en 7 casos hubo un efecto positivo, más bien modesto y a corto plazo; en 3 casos más, el efecto fue negativo. Por tanto, señala Zimbalist, hay que pensar muy bien las cosas antes de concluir que organizar una Olimpiada o un Mundial es un buen procedimiento para impulsar el desarrollo de una ciudad o un país. “Eso puede ser cierto en teoría, y aun en la práctica, pero exige una planificación muy cuidadosa e inteligente, cosa que brilla por su ausencia” en muchos casos.
Hay razones para preguntarse, como hace Zimbalist: “Si en vez de gastar casi 5.000 millones de dólares en derruir estadios para construir unos nuevos, o en renovar instalaciones existentes, Brasil hubiera gastado ese dinero en redes de transporte público en sus principales ciudades, o en líneas férreas para conectarlas, ¿qué consecuencias habría tenido para la economía brasileña?”.
Mayor desigualdad
Uno de los fines de la Olimpiada de 2012 era levantar East London, antigua zona industrial y portuaria que había entrado en decadencia. Pero lo que traen unos Juegos o un Mundial no sirve directamente para las necesidades de los pobres, y la consiguiente renovación urbana puede jugar en contra de ellos, al elevar los precios de la vivienda. Zimbalist recuerda el balance de Londres 2012 que hizo Gavin Poynter, profesor de la Universidad de East London: un estadio que East London no necesitaba, hoteles de cuatro y cinco estrellas que no le hacían falta, y promociones inmobiliarias de alto nivel y alto precio que tampoco eran necesarios.
También la Olimpiada de Barcelona, modélica en los demás aspectos, produjo una “redistribución de los niveles de vida en perjuicio de la población de renta baja”. Además, la organización del evento a menudo supone un desvío de recursos en detrimento de necesidades sociales básicas. Probablemente, cree Zimbalist, se habría hecho más en favor de East London si, en vez de construir una ciudad olímpica, se hubieran dado subvenciones o deducciones fiscales a los pequeñas industrias y comercios, o más dinero para la formación profesional.
Protestas populares
Se impone un recorte presupuestario en estos eventos. Para ello, dice Zimbalist, COI y FIFA deberían aceptar estadios más modestos, apoyar la repetición de sedes, estudiar las candidaturas que mejor se ajustan a las necesidades de desarrollo de la ciudad o el país y compartir una mayor cuota de los beneficios (tras el Mundial de Brasil, los fondos de la FIFA superaron los 2.000 millones de dólares).
Pero el dispendio aún puede continuar algún tiempo porque quedan países dispuestos a hacerlo. Tras la retirada de Cracovia, Estocolmo, Lviv y Oslo, para la Olimpiada de invierno de 2022 solo compiten ya Pekín y Almaty. Puede tener razón un informe de 2012 encargado por el gobierno holandés: en adelante, decía, es probable que las Olimpiadas sean siempre en países no democráticos, pues son los que “tienen el poder centralizado y el dinero para organizarlas”. Es significativo que Vladímir Putin haya salido en defensa de la FIFA: según él, las acusaciones de corrupción en la selección de sedes para el Mundial encubren un ataque a Rusia, organizadora del próximo.
En otros países, estos eventos han comenzado a ser impopulares. Las protestas del año pasado en Brasil contra el dispendio del Mundial señalan un cambio de tendencia, a juicio de Zimbalist. El gobernador de Tokio se ha visto forzado a rebajar los planes para los Juegos de 2020, pues el público presiona para que se use el estadio olímpico existente (construido para los Juegos de 1964) en vez de hacer uno nuevo.
Hasta ahora, concluye Zimbalist, “los electores han aceptado el circo y la promesa de pan. Si piden el pan mismo, como en Brasil, los políticos tendrán que tomar nota”.
La fórmula BarcelonaLa Olimpiada de Barcelona (1992) es un ejemplo de buena organización, con resultados beneficiosos para la ciudad. Zimbalist le dedica un capítulo en que la compara con los Juegos de invierno en Sochi (2014), el caso extremo de derroche. Un elemento fundamental en Barcelona fue que la ciudad tenía un plan de desarrollo anterior a la Olimpiada, y puso la Olimpiada al servicio del plan. Por ejemplo, de las 37 instalaciones deportivas usadas en los Juegos, ya existían 27 y otras cinco estaban en construcción. Las administraciones públicas y las empresas colaboraron estrechamente. El 60% de la financiación fue privada. La gestión fue inteligente y eficaz. El éxito de Barcelona se debió también a circunstancias favorables que no se dan en todas partes. La ciudad tenía un notable atraso de inversiones en infraestructuras, de modo que gran parte de las obras que se hicieron para las Olimpiadas habría habido que hacerlas en cualquier caso. Como todo el país en general, llevaba varios años de estancamiento económico, por lo que la gran inversión en infraestructuras y servicios dio muchos empleos sin provocar fuerte inflación. Barcelona tenía un gran potencial turístico, apagado por falta de inversiones; renovada con ocasión de la Olimpiada, después siguió recibiendo cada vez más visitantes, atraídos por la oferta cultural, artística, de ocio. Las noches en hotel subieron de 4.000 millones en 1991 a 5.700 millones en 1995, y casi se duplicaron en cada quinquenio siguiente, hasta 15.300 millones en 2010. Es el mayor aumento registrado en una ciudad europea en esos años. Por contraste, Sochi no tenía plan antes de los Juegos, hubo que hacer todo partiendo de cero, con financiación en su mayor parte pública. Sochi carecía de precedentes en la práctica de deportes de invierno: era un lugar tradicional de veraneo a orillas del mar Negro, y se pretendió convertirlo en una atracción para todo el año aprovechando las montañas próximas, donde ni siquiera está asegurada la nieve el invierno entero (el mismo problema tiene la candidatura de Pekín para 2022). Finalmente, la gestión fue a menudo torpe y corrupta. En suma, dice Zimbalist, “Barcelona aprovechó la Olimpiada, no la Olimpiada a Barcelona”. |
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Notas
(1) Andrew Zimbalist. Circus Maximus. The Economic Gamble Behind Hosting the Olympics and the World Cup. Brookings Institution Press. Washington, D.C. (2015). 175 págs. 25 $.