Contrapunto
Cinco personas que se mantienen en huelga de hambre en Madrid desde el pasado 14 de noviembre han logrado llamar la atención de la opinión pública. Su objetivo es lograr que el Gobierno aumente la ayuda española al desarrollo hasta el 0,7% del PIB. Actualmente, España da el 0,2%. El que unas personas pidan dinero para los demás suscita simpatía. Si además están dispuestas a ayunar para conseguirlo, merecen todos los respetos. Sin embargo, no hay que perder de vista que con la mejor intención se puede incurrir en engañosas simplificaciones.
Por ejemplo, entre otras cosas justifican su petición con el propósito de evitar que haya gente que muera de hambre en el Tercer Mundo. Uno de los huelguistas se declara obsesionado por «la muerte de cien personas por hambre cada minuto». Supongo que, por la debilidad, le bailan las cifras. Cien muertos por minuto son 144.000 al día, y 52,5 millones al año, lo que equivale casi al total de muertos en el mundo por todo tipo de causas. Por otra parte, en los países donde hoy causa estragos el hambre -como Angola o Sudán, Bosnia o Somalia- la causa son las guerras civiles, complicadas en algunos casos por las adversidades climáticas. Y de poco sirve aumentar la ayuda al desarrollo en países donde se está destruyendo la infraestructura que sería necesaria para emplearla.
Lo engañoso es establecer una relación directa entre el bombeo de dinero hacia el Tercer Mundo y el desarrollo de los países pobres. Tan importante como la disposición a dar es la capacidad para aprovechar lo recibido. Y la experiencia de varias décadas de ayuda al desarrollo demuestra que en muchos casos, sobre todo en África, la gran mayoría de los créditos recibidos se han utilizado en beneficio de élites que quizá no suponen ni el 0,7% de la población. O han caído en manos de gobiernos que dedican más a gastos militares que a salud y educación, o que han arruinado a sus países con políticas económicas disparatadas. ¿Acaso ha servido para algo la ayuda española a Guinea Ecuatorial? En cambio, países asiáticos como Taiwán, Tailandia o Indonesia, que han recibido menos ayuda exterior por habitante que otros países africanos, han logrado salir con sus propias fuerzas del subdesarrollo.
Nada de esto debe ser motivo para negar la ayuda al desarrollo o para renunciar a aumentarla. Pero sí ha de llevar a revisar el mejor modo de proporcionarla. Probablemente, en muchos casos, más decisivo que la ayuda directa es que los países industrializados abran sus mercados a los productos de los países en desarrollo.
Las acciones espectaculares, como la huelga de hambre que comentamos, más que doblegar al gobierno, pueden servir para sensibilizar a la opinión pública. Pues no hace falta ninguna decisión gubernamental para que cada uno destine el 0,7% de sus ingresos a una obra misionera o alguna ONG de ayuda al desarrollo. Sin duda, estará mejor empleado que un dinero público que tantas veces se pierde entre los engranajes de la burocracia y de la corrupción.
Ignacio Aréchaga