Por fin hay reforma del welfare (asistencia pública) norteamericano. El país llevaba años pidiendo cambios radicales en el sistema, que perpetúa -a un coste astronómico- las situaciones de dependencia, subvencionando a los pobres sin estimularles a ganarse la vida. Es más, según algunos sociólogos, como James Q. Wilson o Charles Murray, la asistencia pública se había convertido en causa de los males, en vez de remedio: sobre todo, por desincentivar el matrimonio, menos rentable que los subsidios a las madres solteras (ver servicio 93/94).
Ante semejante panorama, Bill Clinton prometió «acabar con el welfare tal como lo conocemos». Pero vetó dos proyectos elaborados por el Congreso de mayoría republicana, por considerarlos demasiado drásticos. Ha tenido que llegar un año de elecciones para que el presidente se decida a cumplir su promesa firmando, a finales de agosto, la tercera reforma, que es más suave pero tampoco se ajusta a su idea básica: dar formación profesional a los pobres para que puedan conseguir empleo.
La nueva ley pretende poner fin a la «sopa boba», como indica su mismo título: «Ley de oportunidades de trabajo y responsabilidad personal». Para eso, limita los subsidios. El gobierno federal ya no garantizará las ayudas a todos los que no alcancen los ingresos mínimos: dará una cantidad fija anual a los Estados, y cada uno la administrará como guste, a condición de mantener el nivel de protección en al menos el 75% del que había en 1994.
Para estimular a los beneficiarios a buscar trabajo, los subsidios no durarán más de dos años seguidos ni más de cinco en total. Al cabo de dos meses de subvenciones, los Estados podrán exigir a los beneficiarios, a cambio de las ayudas, que trabajen en tareas de interés colectivo. Por otro lado, se suprimirán casi por completo los subsidios a los inmigrantes. Hay además medidas específicas para las madres solteras, que son quienes más gastos ocasionan. Perderán la cuarta parte del subsidio si no colaboran con las autoridades para localizar a los respectivos padres de sus hijos. Las menores de edad sólo recibirán ayudas si no dejan la escuela y viven con un adulto.
Durante los primeros seis años, el nuevo sistema costará 55.000 millones de dólares menos que el antiguo. El ahorro vendrá sobre todo de la disminución de beneficiarios, que el año pasado eran unos 13,8 millones, después del máximo histórico de 14,2 millones en 1994. Muchos temen las consecuencias de la mayor severidad. Entre ellos, Estados como California o Nueva York, que están obligados por sus propias leyes a dar ayudas de emergencia a los pobres y, por tanto, habrán de suplir el recorte de fondos federales. Los críticos de la reforma mencionan también un estudio del Urban Institute, organización privada dedicada a cuestiones sociales, que calcula en 2,6 millones el total de personas que caerán por debajo del nivel oficial de pobreza por efecto del nuevo sistema.
En realidad, no se sabe qué pasará: todo depende de cuántos pobres logre la reforma poner en condiciones de ganarse la vida. Hay pruebas de que el éxito es posible. El Estado de Wisconsin ha experimentado en los últimos años su propia reforma del welfare; hoy tiene un 44% menos de beneficiarios que en 1987. Pero lo ha conseguido gastando más, no menos: en programas de formación para el empleo, atención sanitaria, servicios de guardería, etc. Pues es difícil que obtenga trabajo una joven madre soltera que no ha acabado los estudios, si primero no adquiere capacitación. Y no es fácil que persevere en los cursos de formación o en un empleo si no tiene quien cuide de sus hijos pequeños durante el día.
Por eso, como algunos han señalado, no es esperanzador que la reciente ley, pensada para que los necesitados pasen del subsidio al salario, no provea fondos para formación laboral. La idea original de Clinton era asignar más de 10.000 millones de dólares adicionales para capacitación profesional. Al final, ha renunciado a su propósito ante la oposición del Congreso y quizá urgido por el interés de no acabar su mandato sin promulgar alguna reforma de un sistema que todo el mundo considera un fracaso.
Ante la incertidumbre sobre el éxito y la necesidad, a la vez, de hacer algo, William Bennett, defensor de la reforma, subraya dos virtudes fundamentales en ella. Primera, la descentralización: puesto que el sistema anterior ha fracasado y no se conoce una fórmula mágica, hay que dejar a los Estados que prueben sus propios métodos, en la seguridad de que las autoridades más próximas al problema saben mejor que Washington cómo sacar a la gente del welfare. Segunda, la reforma deja de fomentar las uniones extramaritales, principal causa de la actual marginación.
Pocos niegan, en efecto, que una importante raíz del problema es la desintegración familiar. La tasa de pobreza en los hogares con un solo padre (55%) es el cuádruplo de la que presentan las familias íntegras. El fuerte incremento de necesitados de welfare ha coincidido con el de nacimientos extramatrimoniales, que ahora son un tercio del total (68% en la comunidad negra). De ahí que el propio Bennett reconozca que la reforma del welfare, aunque necesaria, no es suficiente. El país se enfrenta a una patología familiar que no se cura con medidas económicas o de política social.