Progreso económico y progreso social ya no van de la mano

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La impotencia creciente de las políticas sociales
Desde el final de la Segunda Guerra Mundial el progreso económico se ha considerado el motor del progreso social. Sin embargo, en un mundo cada vez más competitivo, los ajustes exigidos por la racionalidad económica tienen unos costes sociales mayores y más difíciles de paliar. Esto es lo que lleva a preguntarse a Philippe D’Iribarne, en un artículo publicado en la revista Commentaire (n.º 66, verano 1994), si los efectos negativos de la modernización de la economía pueden ser compensados por políticas sociales adecuadas.

El autor, director de investigación en el Centro nacional de la investigación científica, sintetiza al comienzo la idea de armonía entre progreso económico y social que prevalecía hasta ahora. «Cuanto más grande es un pastel, mayor puede ser la parte de cada uno; igualmente, cuanto más próspera es una economía, será más fácil llevar a cabo políticas sociales audaces. Así que los que quieren prolongar las situaciones adquiridas, los modos de producción superados, los pequeños productores a los que el progreso condena a desaparecer y que frenan así el crecimiento económico, actúan de hecho como antisociales, por puras que sean sus intenciones».

Esta visión se apoyaba en hechos innegables. El desarrollo económico espectacular desde la posguerra ha ido acompañado de la puesta en práctica de múltiples políticas sociales, que protegen contra los infortunios de la existencia (enfermedad, paro, vejez), y de inversiones en educación y equipamientos públicos que proporcionan las condiciones de un crecimiento sostenido.

Políticas sociales invisibles

Pero D’Iribarne se pregunta si el mundo no ha cambiado demasiado para que podamos seguir confiando en esta asociación entre progreso económico y social. De una parte, advierte que la protección de los débiles estaba asegurada antes no sólo por la política social del Estado, sino también por prácticas reguladas no por la ley sino por la costumbre.

«Una visión tradicional del progreso tendía a limitar el imperio de lo económico, moderando la concurrencia interna y externa, y dejando subsistir, por razones de humanidad, formas de actividad obsoletas». Los restos de esta práctica social «arcaica» han contribuido a amortiguar el choque provocado por los cambios de la economía. «Muchas empresas, que de hecho no estaban expuestas a una concurrencia muy severa (a diferencia de la situación actual), seguían manteniendo instalaciones anticuadas, sedes sociales pletóricas de personal, actividades auxiliares (desde la cantina a la jardinería) de eficacia problemática». A esto se unía muchas veces una gestión paternalista del personal, que llevaba a mantener a viejos empleados aunque su contribución a la eficacia productiva fuera dudosa y a emplear a jóvenes sin cualificación especial para que comenzaran a abrirse paso desde abajo.

Frente a esta visión de lo social, se alza la concepción de los que pretenden «modernizar» la sociedad. «A su juicio, es preciso liberar a la economía de las mil trabas que supone una concepción anticuada de lo social, y crear así las condiciones necesarias para llevar a cabo políticas sociales eficaces, dirigidas hacia la construcción del porvenir y no hacia la conservación del pasado».

Esta confianza en el dinamismo del mercado se expresa no sólo en las plumas de los llamados liberales, sino también en las de socialdemócratas, aunque éstos conciban de otro modo la utilización de los frutos del crecimiento. D’Iribarne cita a este respecto al socialista francés Michel Rocard, que, a propósito de las negociaciones del GATT, denunciaba así la tentación proteccionista: «Económicamente ineficaces, las tentaciones proteccionistas son también socialmente regresivas. Poner en peligro nuestras exportaciones de productos y de servicios de alto valor añadido para esperar ganar algunas cuotas de mercado en las zapatillas deportivas, es apostar inconscientemente por una economía de menor cualificación, de menor tecnicidad, de menor salario y, muy pronto, de menor protección social. (…) Hace falta ser de derechas para no ofrecer a nuestra juventud más perspectiva que la de competir con los trabajadores del textil paquistaní».

El mensaje es claro, según lo resume D’Iribarne: la prosperidad colectiva es la punta de lanza de lo social, ya que permite obtener los excedentes necesarios para redistribuir. Es preciso concentrar la actividad económica en producciones que requieran un trabajo altamente cualificado. A su vez, este nivel de prosperidad va a hacer posible financiar la inversión educativa que permitirá multiplicar los trabajadores altamente cualificados. Y si la situación de alguno se degrada por los inevitables reajustes del aparato productivo, habrá políticas sociales adecuadas que aportarán correcciones suficientes para que la situación de todos mejore.

La concurrencia no lo permite

«Lo que no se plantea -advierte D’Iribarne- es que, al liberar a la economía de sus trabas tradicionales, pueden producirse destrozos tales que ninguna política social sea capaz de reparar. Y tampoco se prevé que tales destrozos pueden a su vez pesar sobre la misma evolución económica». Como mucho, algunos partidarios de la visión «moderna» admiten que la idea de lo económico como condición previa a lo social tiene algunos límites (salario mínimo, protección social). Y en este punto se diferencian liberales y socialdemócratas, pues los segundos tienden a calificar de «dumping social» lo que para los primeros no es más que el simple respeto al juego del mercado. Pero el dogma de la armonía entre progreso económico y progreso social está bien arraigado tanto en unos como en otros.

Sin embargo, D’Iribarne advierte que en el contexto actual cada vez es menos cierto que las políticas sociales sean capaces de contrarrestar los efectos negativos del progreso económico. El contexto ha cambiado profundamente. «A medida que se ha intensificado la concurrencia, las empresas han cambiado su manera de gestionar sus ‘recursos humanos’, y este cambio continúa». Al estar en números rojos, o correr el riesgo de estarlo, las empresas han empezado a cribar lo que los gurúes del management llaman la «fábrica fantasma»: todas las actividades que ocupan a gente, pero que no contribuyen apenas a la producción final.

De este modo, las políticas sociales invisibles asociadas a la existencia de esas actividades se han visto afectadas. Los trabajadores que no eran competitivos han visto modificarse su destino. «Los que antes quedaban simplemente en la banda, pero conservando su empleo (lo que tenía un cierto coste social, pero limitado y disimulado), han sido cada vez más expelidos hacia el mercado laboral, con dificultades para encontrar empleo, o bien hacia la jubilación anticipada».

Este riesgo no sólo afecta a los trabajadores poco cualificados, que desarrollan su actividad en sectores donde compiten con sus homólogos de países de bajos salarios. «Afecta -advierte D’Iribarne- a todos aquellos que, cualquiera que sea su cualificación, suponen para sus empresas, en un momento u otro, una relación calidad-precio poco favorable. Para que su suerte esté amenazada, basta que su contribución productiva no esté a la altura de su retribución».

La reconversión es hoy más difícil

Además, las dificultades sociales provocadas por la reconversión del aparato productivo son hoy de un nivel muy distinto a las de la posguerra. Entonces, el cambio más importante consistía en una contracción de la agricultura y en una expansión de la industria taylorista, lo cual ha facilitado mucho las cosas. «Los que dejaron la agricultura (a menudo los individuos más dinámicos) no tuvieron dificultades para encontrar sitio en una industria en expansión que les abría los brazos». Pero hoy el cambio es más difícil. «Reconvertir a antiguos campesinos en ensambladores de aparatos electrónicos era una cosa. Reconvertir a antiguos obreros de cadenas de montaje del automóvil en creadores de software es otra».

«Como consecuencia de este cambio de contexto, las políticas sociales se han mostrado, y se muestran todavía, cada vez más impotentes para corregir los efectos negativos de la modernización de la economía provocados por la intensificación de la concurrencia», asegura D’Iribarne. Esta impotencia se advierte claramente en las elevadas cifras de paro. «La financiación del subsidio de paro, de las jubilaciones anticipadas y de las pensiones tiende a hacerse problemática. Cada vez es más dudosa la capacidad de los sistemas de redistribución de rentas para permitir que aquellos cuya situación es trastornada por el progreso económico puedan beneficiarse de éste. Y, cuando una parte importante de los que pierden su empleo a causa de la presión de la concurrencia, en vez de reconvertirse en actividades más productivas, se encuentran en paro o salen a pesar suyo de la población activa, el beneficio puramente económico de este cambio deja de ser evidentemente positivo».

Y no es sólo una cuestión de nivel de renta. D’Iribarne subraya que «no es lo mismo ganarse la vida que beneficiarse de un subsidio. Aunque estén bien indemnizados, los parados se sienten excluidos». Antes, muchas formas obsoletas de actividad, sobre todo industrial, «servían de apoyo a conjuntos sociales, a oficios, a modos de relaciones, que procuraban a los interesados una fuerte identidad y daban sentido a su vida». Cuando el «progreso» destruye todo eso, sin sustituirlo por otras actividades que proporcionen un universo social similar, las políticas sociales no pueden reemplazarlo.

El mito del progreso

Estos fenómenos, a menudo evocados en los debates sociales, son sin embargo ignorados por los modelos económicos. ¿Por qué? Según D’Iribarne, porque tenerlos plenamente en cuenta iría en contra de los mitos fundadores de nuestra sociedad. «Nuestras representaciones usuales dan gran espacio a la oposición moderno/tradicional, progreso/estancamiento, innovador/arcaico, bajo las mil maneras en que esto puede expresarse». Conforme a esta visión, el mal está representado por «todas las situaciones tradicionales de dependencia, que hacen que el destino de unos dependa de la buena voluntad de otros, con toda la arbitrariedad que eso supone. Y el bien, por las instituciones que los hombres construyen libremente, en la solidaridad que les liga cuando se encuentran en pie de igualdad».

Sin embargo, para tener en cuenta la complejidad del mundo habría que afrontar una realidad en que todas las formas de progreso no van a la par. Esto supondría «admitir que una política social fundada sobre la solidaridad entre ciudadanos iguales y en el reconocimiento de los derechos de quienes atraviesan dificultades no es capaz, en puntos esenciales, de sustituir a formas tradicionales de benevolencia paternalista hacia los débiles. Supondría admitir que la construcción creadora y voluntarista del porvenir no puede borrar toda necesidad de respetar y de proteger universos sociales heredados del pasado».

Como esto no puede ser admitido por los tecnócratas racionalizadores, desdeñosos de cualquier arcaísmo, ni por los economistas, defensores de la primacía de su disciplina, ¿quién queda para proclamar que el rey está desnudo? Un conjunto heterogéneo, responde D’Iribarne: gentes de espíritu tradicional, los que temen con Marx que el mercado transforme al hombre en mercancía, los que denuncian la explotación desmedida del planeta, los asustados por el crecimiento del paro… Una colección de gente incapaz de unirse para proponer una política de recambio. Es fácil ridiculizarlos, pero los problemas permanecen y se amplifican.

Por eso, D’Iribarne pide a los políticos y a los constructores de modelos que se sometan a una cura de realismo. «Al concebir nuestra gestión de lo económico es preciso que nos preguntemos cuáles van a ser sus consecuencias sociales. Y debemos hacerlo teniendo en cuenta las realidades de este bajo mundo y nuestra limitada capacidad para corregir mediante políticas sociales, incluso bien dotadas, los desgarrones de nuestra sociedad».

La cohesión social, puesta a pruebaUna serie de cambios, que van a poner a prueba la cohesión social en los países industrializados, han sido analizados recientemente en un Foro de la OCDE sobre el futuro. Barrie Stevens resume algunas de estas tendencias en un artículo publicado en L’Observateur de l’OCDE (VIII-IX, 1994), al que pertenecen estos párrafos.

Numerosos gobiernos de los países de la OCDE temen que el paro y la rápida evolución del mercado de trabajo echen a perder la cohesión social. El paro de larga duración -con sus efectos de obsolescencia de las cualificaciones, desmotivación, influencia desmoralizadora sobre los afectados- sigue siendo un problema importante.

Aunque el nivel de vida ha mejorado en términos globales en las últimas décadas, la pobreza persiste. Periodos prolongados de crecimiento económico, como los de los años 80, no han conseguido erradicarla. Además, en algunos países la disminución de los salarios reales, sobre todo de los asalariados poco cualificados, ha encerrado a una parte de la población en un círculo de pobreza; las crecientes disparidades de ingresos se perciben así a menudo como una tensión suplementaria en el tejido social.

Otra amenaza a la cohesión social es el problema planteado por el envejecimiento de la población. En el curso de las próximas décadas, el número de personas mayores aumentará mucho, mientras que disminuirá regularmente la parte de la población en edad de trabajar. Las consecuencias más importantes de este desequilibrio demográfico se harán sentir en los presupuestos dedicados a jubilaciones y sanidad. Si no se aumentan las cotizaciones, se reducen las prestaciones y/o se modifican los derechos, las presiones sobre la economía se harán intolerables. Estas reformas implican, sin embargo, un reparto muy diferente de la carga financiera y de las prestaciones, tanto entre las generaciones como entre los grupos sociales, lo que corre el riesgo de suscitar tensiones. En las regiones donde vive un número importante de pensionistas acomodados -por ejemplo, Florida-, los jóvenes muestran un resentimiento creciente respecto a la actitud cívica de los residentes de edad y de su papel en la comunidad.

En los países de la OCDE, los fundamentos de la cohesión social muestran signos de debilitamiento, al menos en apariencia. Las instituciones que hasta ahora aseguraban ese papel en la sociedad han sufrido profundas transformaciones. (…) Permanece una aguda necesidad de «formar parte» de una colectividad y de implicarse en ella, pero hay cada vez menos medios para definir el interés general y estructurar la solidaridad. (…) El sentimiento de inseguridad económica se ha extendido a numerosas categorías sociales, y los intereses establecidos parecen más arraigados que nunca. Al mismo tiempo, la tendencia al individualismo se ha acentuado, así como la pérdida de valores tradicionales entre muchos jóvenes.

Pero quizá es la familia la que ha sufrido cambios más espectaculares. (…) La tasa de actividad laboral femenina ha aumentado considerablemente, así como el número de familias monoparentales y el de hogares donde vive una sola persona. En conjunto, las familias serán menos capaces de asegurar ciertas responsabilidades sociales y, en particular, de ocuparse de las personas mayores.

El Estado providencia -principal institución responsable de la protección social y de la redistribución de la renta- está a su vez en discusión por diversas causas: los límites presupuestarios; el coste creciente de las prestaciones de la Seguridad Social; la erosión de las formas de ayuda dentro de la comunidad …

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