A la salida del metro Estrecho, en Madrid, pregunto a un joven inmigrante cómo llegar a la calle Cenicientos 8, sede de la ONG Gastronomía Solidaria, que llevan adelante el chef Chema de Isidro, su esposa Beatriz Burgos y otras personas convencidas de que, arrimando el hombro y echándole horas, el árbol torcido sí que puede enderezarse. “Venga, yo voy para allá”, me dice, y nos adentramos unas cuantas calles en el barrio de Tetuán.
“Ese es el cambio: que deseen dejar de delinquir, que sientan amor por la cocina, por una profesión”
A la entrada del local encontramos a varios esperando –el profesor no ha llegado todavía–. Todos me saludan y la conversación continúa: temas intrascendentes, salpicados de buen humor; como averiguar, por el habla, de dónde es un servidor, o retarme a que adivine de dónde es uno de ellos, que parece dominicano como el resto, pero que resulta ser marroquí: Mohammed. Moja, abrevian.
Están aquí para aprender. Chema –que llega a los pocos minutos con Beatriz– lleva adentro a la “tropa” y les da la misión del día: hacer pizza, pero el proceso completo, desde la masa. El chef, que comenzó con ellos en abril de este año, los está formando como pinches de cocina, y con los vientos de popa que impulsan a la gastronomía española, es muy probable que tengan en sus manos un contrato en cuanto termine el curso.
Beatriz lo da por seguro: “Esta promoción empieza las prácticas en enero, aunque algunos que están muy sueltos en cocina las han comenzado ya. Hemos considerado adelantárselas porque, al ser personas en riesgo de exclusión social y sin medios económicos, cuando antes las empiecen, antes comenzarán a trabajar. Los de esta promoción ya están rifados, o sea, normalmente antes de terminar ya tienen ofertas de trabajo por parte de los restaurantes. Tenemos un chat de gastronomía y son constantes las solicitudes de pinches, de cocineros, así que estamos actuando un poco como bolsa de trabajo”.
Según explica, los chicos –unos 15– están pasando un módulo de tres meses de formación –“y no solo de cocina pura, sino de orden, de saber estar”–, a lo que se suma después un período de prácticas de varios meses. “Si vemos que el muchacho destaca, se le envía antes a un restaurante, y si vemos que está listo en un mes para empezar a trabajar, comienza ya con un contrato. Generalmente se quedan en los sitios donde practican. Nosotros intentamos mandarlos a los mejores restaurantes de Madrid, para que aprendan de los mejores. Hemos tenido, por ejemplo, un chico que quería aprender a cocinar comida japonesa, y ya está haciendo sushi en el restaurante Kabuki, del hotel Wellington”.
“Mi familia está alegre: saben que estoy aquí”
“Estamos más acostumbrados a justificantes del juzgado que a justificantes del médico”
Sobre el perfil de los muchachos, Beatriz ilustra con precisión: cuando hay ausencias, “estamos más acostumbrados a justificantes del juzgado que a justificantes del médico”. La influencia de las bandas latinas y de otras variantes ha pesado en las historias de muchos que ahora, gracias a esta iniciativa, empuñan el cuchillo únicamente para rebanar verduras y carnes. “Tenemos perfiles de jóvenes que están en régimen semiabierto, de penitenciaría. Ahora mismo hay uno, menor de edad, que acaba de salir libre”.
Pero no todos han pasado por experiencias conflictivas. “Tenemos también a chicos que acaban de llegar de República Dominicana, y las madres, para evitar que se vayan al parque, se ha dirigido a nosotros. En la última promoción tuvimos un muchacho Asperger que ya encontró trabajo. Para nosotros es casi como un estandarte. ‘El Comandante’, lo llamaban sus compañeros”.
La vicepresidenta narra, en este punto, el caso de Moja, que llegó a España solo, escondido entre las ruedas de un camión, “y que ya se incorpora a las prácticas. Lo contratan por un año”. Mohammed, dice, salió de Casablanca, llegó a Tánger, y decidió cruzar hacia acá. “Siempre cuenta que prefería que le pillaran en España antes que en Tánger, porque le iban a pegar. Cuando llegó, pasó por varios sitios de Andalucía y al final, por una pelea con un monitor, le metieron preso. Al salir, se vino a Madrid. Quería cambiar de vida, y vaya si lo está haciendo. Se va de prácticas en cuanto él quiera, pues es una máquina en la cocina y ya le tenemos un sitio en Pirata Rock, en Alcorcón, que colabora muchísimo con nosotros”.
Me acerco a Mohammed. Lo veo enzarzado en doblegar una masa que tiene una consistencia cercana a la del ladrillo. “Es esta harina”, me dice. Termina desechándola y empezando de cero una nueva masa. Esa ya es otra cosa.
Le pregunto qué ha significado para él el proyecto: “Pues estoy aquí entretenido –afirma–, aprendiendo cosas, lejos de las posibilidades de tener problemas, y con la posibilidad de poder empezar a trabajar. Esta es una oportunidad para el futuro, que no tuve en ningún otro sitio. Mi equipo de libertad vigilada me trajo aquí, para que esté aprendiendo, y no en la calle fumándome un porro o metido en problemas”.
Preferencias no tiene en cuanto a platos: quiere saber cocinar lo mismo postres que carnes, y le gusta la cocina española “que es de las más avanzadas y hay que aprenderla. (…) Quiero hacer las cosas bien. Si lo hago así, pues tendré un contrato”, me cuenta, mientras estruja la masa de la pizza. Su idea es hacerla de ternera, “con aceitunas negras y otras cosas”.
De su familia en Marruecos, recuerda cómo le gustaba ver a su madre horneando pan: por eso, bromea, “nadie hace una masa mejor que yo”. Todos los suyos ya están enterados de a qué se dedica hoy: “Ellos saben que estoy aquí, y me dicen que tengo que hacer las cosas bien, porque he llevado una mala racha. Están alegres porque estoy aquí”.
Una terapia para el alma
Al módulo de formación de varios meses le sigue uno de prácticas; se les enseña “no solo cocina pura, sino orden, saber estar”
Beatriz ha puesto a hacer café para los muchachos. Chema llega del mercado y distribuye algunos otros ingredientes por las mesas. También reparte consejos sobre lo que están elaborando. Habla alto, corrige el modo en que uno está “asesinando” una piña al tratar de quitarle los ojales y le da un instrumento específico para eso. Chequea.
Su labor y la de los otros compañeros de la ONG no se limita, sin embargo, a darles indicaciones estrictamente profesionales. En el caso de Moja, que se quedó sin papeles, están ayudándolo a regularizarse, e igualmente tratan de asesorar a todos los que están inmersos en algún procedimiento con la justicia.
“Ahora mismo –explica Beatriz– estamos buscando asistencia legal por medio de un amigo que es un gran abogado, y otra abogada penalista, muy buena, para que los chicos puedan conocer los procesos. Muchas veces están muy asustados, y esto les ayuda un montón a saber cómo reaccionar, porque claro: suelen hacerlo con agresividad, en defensa propia, pero ese tipo de actitud, de cara a un juez… A veces es por tonterías. Uno nos contaba que le habían sancionado a tres años por una pedrada en una pelea. Entonces hay veces que se trata más de la actitud que puedan mantener ante un juez o un fiscal. Creo que como siempre se han sentido tan fuera de la sociedad, ante cualquier cosa que para nosotros es normal y que gestionamos de manera natural, ellos no saben cómo responder”.
La meta es sencilla y trabajosa a la vez: alcanzar la normalidad. Y es la transformación que muchos dicen percibir en sus vidas: “Ese es el cambio. Que deseen dejar de delinquir o de estar en la calle perdiendo el tiempo. Que ahora sientan amor por la cocina, por una profesión. Que quieran tener una vida normal, que nadie se cruce de acera cuando uno de ellos les pase por al lado. Que nadie les vea con miedo. Y es que ellos mismos tienen miedo a las entrevistas de trabajo. Te dicen ‘qué van a pensar de mí’, cuando van a un sitio en el que saben que su perfil es este. Pero ellos quieren formar parte de la sociedad y nosotros les machacamos mucho en eso: en que pueden llegar a tener una vida completamente normal”.
Le comento, por último, que en este brindar la mano, también ella, Chema y los otros son gratificados: “No sé quién ayuda a quién: si ellos a nosotros o nosotros a ellos. No sé quién es medicina para quién. Al final nos convertimos en una familia. Somos una familia. De ellos recibimos un cariño absoluto.
“Ahora en Navidad, como hay muchos que no tienen familia aquí, vamos a hacer con ellos la cena de Nochebuena. Chema, sus hijas y yo. Les preguntamos a las niñas, que están muy involucradas en el proyecto, y les pareció una idea fantástica. Entonces, para nosotros son nuestra pequeña familia. Y una terapia para el alma”.
Cómo colaborarGastronomía Solidaria no recibe subvenciones. Es un proyecto voluntario de sus organizadores, que se sostiene gracias al aporte de particulares y a las donaciones de materias primas que les hacen algunos restaurantes madrileños. Sobre cómo colaborar con esta iniciativa, los interesados pueden informarse en la web http://www.gastronomiasolidariaong.org/ |