La cadena de tiendas sueca H&M está aplicando, en una de sus instalaciones en Estocolmo, una iniciativa hipotéticamente más amistosa con el medio ambiente que la compra compulsiva de ropa: además de venderla, pone a disposición del público la opción de simplemente alquilarla.
Según explica la web de la empresa, bajo el nuevo modelo, sus estilistas asesoran al cliente y lo ayudan a seleccionar hasta tres piezas –no precisamente baratas–, que este puede llevarse a casa durante una semana a un costo de 350 coronas cada una (33 euros). Asimismo, y “para inspirar a los clientes a reutilizar y reciclar”, la tienda ofrece un servicio de reparaciones para que los interesados puedan llevar allí sus prendas favoritas y modificarlas para mejor.
La compañía escandinava sigue en esto una ruta que ya otros están transitando hace un tiempo. La empresa norteamericana Rent the Runway, creada en 2009, comenzó alquilando trajes de lujo salidos de las manos de diseñadores famosos. Con el tiempo, sin embargo, “aterrizó” un poco la oferta para alcanzar a cada vez más consumidores. Hoy ofrece suscripciones mensuales a clientes que ordenan desde casa y reciben un número limitado o ilimitado de piezas, según el monto desembolsado. El éxito de la idea ha contribuido a ampliar el negocio, y se han creado nuevos centros de distribución y recogida en varios estados de la Unión.
Y hay muchas otras experiencias. La empresa The Stitch Fix, por ejemplo, envía a sus clientes, por un pago mensual, una caja con cinco prendas, que o bien pueden devolver tras usarlas, o bien quedárselas y pagar por ellas. Por su parte, la compañía Ann Taylor, por 95 dólares al mes, permite a los usuarios ordenar hasta tres piezas de su colección y usarlas por 30 días, al término de los cuales pueden cambiarlas por otras tres.
En un tiempo en que el término sostenibilidad aparece con mayor frecuencia en el vocabulario de los emprendedores, se comprende el boom de este consumo aparentemente “environment-friendly”, aunque algunos expertos dudan de que pueda considerarse totalmente así.
Más de 300 piezas en el armario
El alquiler parece, a golpe de vista, la solución a la sobreproducción textil que ya no pueden absorber los mercados (o para mayor exactitud: ni estos ni el planeta).
La firma Morgan Stanley publicaba en octubre un análisis del mercado de las confecciones textiles. En el Reino Unido, por ejemplo, el consumo se había estabilizado en unas 50 piezas por año, ya desde finales de la primera década del siglo. A principios de los 90 un británico adquiría 20 unidades; el número fue escalando hasta las 50 en 2015, y desde ahí ha variado muy poco. Un factor como la progresiva reducción de los precios incidió en que se alcanzara el pico, pero ya una vez con el armario a tope, se comenzaron a activar factores disuasorios, como la poca utilidad marginal que ofrecería una pieza más y, muy importante, la preocupación por las consecuencias ambientales.
A esto último presta atención una experta en temas de consumo, Elizabeth Cline, autora del éxito de ventas Overdressed (Exageradamente vestida). La experta viene de vuelta de la compra compulsiva: en su libro, de 2012, enumera lo que había acumulado en casa al cabo de cinco años: 60 polos, 34 camisetas sin mangas, 20 sudaderas, 13 vaqueros…, hasta completar 354 unidades. “Tenía ropa suficiente como para montar una tienda”, afirma, y señala que es más o menos la suma de lo que compra cada estadounidense en un año: 64 piezas.
El alquiler parece, a primera vista, la solución a la sobreproducción textil que ya no pueden absorber los mercados
Para satisfacer esa avidez, las empresas textiles y las demás piezas del engranaje de las confecciones tienen que funcionar a tope, y Cline cifra en 3.300 millones las toneladas de dióxido de carbono generadas por la industria, un abrumador nivel de contaminación que se emite “mientras se fabrica ropa que acabará mayormente en los basureros, mucho antes de que termine su vida útil”.
La polución y el abuso de los recursos naturales tiene que estar necesariamente en cotas altas, si se tiene en cuenta que, de una producción global de menos de 50.000 millones de unidades en 2000, se pasó en 2015 a más de 100.000 millones. Con la superabundancia vino un mayor desperdicio: si a principios de siglo una pieza de ropa se usaba unas 200 veces, quince años después ya eran 160.
Así, entre los químicos que se utilizan en el proceso de producción y que terminan arrastrados por las corrientes de agua; las piezas que se tiran y que, en su degradación, esparcen microfibras que corren la misma suerte, y los artículos que se incineran y liberan gases nocivos para la salud humana y la de otras especies, el medio natural va más que servido con la adicción a tanta ropa “fácil”.
El alquiler no es bala de plata
Ante la dinámica de la sobreproducción y la contaminación, el alquiler se muestra como la opción menos lesiva, toda vez que la extensión de la vida útil de una pieza no depende ya del querer de un cliente más derrochador o más frugal, con lo que tardará más en sumarse a las pilas de ropa desechada. Asimismo, una eventual caída en la frecuencia de compra puede incidir, siguiendo el hilo hasta el origen, en un declive de la producción y, por tanto, en menos gasto energético, menos contaminación del agua, de los suelos y el aire; menos utilización de recursos naturales, etc.
Pero la ropa alquilada no aparece por arte de magia en casa del cliente que la ordena desde su móvil, y también deja una huella ecológica importante. A partir de que el usuario hace clic y alquila un pantalón, la tienda lo transporta hasta su casa y se lo entrega en un embalaje no siempre reciclable (o no siempre reciclado); transcurrido el período de uso, el cliente lo devuelve por correo o lo deja en un depósito ubicado por la empresa en determinado sitio; allí lo recoge un vehículo y lo lleva hasta un centro donde se preparará para salir en alquiler otra vez: se inspecciona la pieza y se lava (siempre se lava, incluso si no se ha usado), y se lleva de vuelta a la tienda.
En todo el proceso se ha verificado un gasto de recursos que, de momento, puede resultar mayor que el que implicaría la compra de la pieza. En cuanto a contaminación, y dejando a un lado el efecto de los detergentes en las corrientes de agua, si la pieza se ha lavado en seco, el efecto ambiental es aun más negativo, porque dicho proceso consume más energía que el que utiliza agua, y porque emplea sustancias derivadas del petróleo y otras como el percloroetileno, un disolvente carcinógeno que, según Cline, todavía se utiliza en el 70% de las tintorerías en EE.UU. y en Europa se está abandonando por el riesgo que supone para los trabajadores de estos establecimientos.
“Alquilo esta camisa, y ya que estamos…”
Poco a poco, la tendencia a alquilar va colándose entre las preferencias del comprador. Según números de GlobalData, citados por Reuters, su mercado en EE.UU. movió en torno a 1.000 millones de dólares en 2018, apenas un 1% del mercado total. Sin embargo, mientras la variante tradicional (la compra) creció un 5%, el alquiler subió un 24%. Algunas fuentes estiman que, para 2025, el 20% de los ingresos por comercialización de ropa corriente o de lujo procederá del alquiler.
¿Podría esta variante llegar a desplazar o al menos equipararse a la práctica de la compra? Parece difícil: lo que más suele alquilarse es ropa costosa, pues la de precios más económicos sigue compensando adquirirla, con lo que hay poco incentivo para no continuar apilando unas piezas sobre otras en el armario.
En EE.UU., la variante del alquiler de ropa creció en 2018 un 24%, mientras que las compras crecieron un 5%
Asimismo, suele pasar que el consumidor, lejos de elegir una de las dos variantes, las toma ambas. Reuters cita a Christine Hunsicker, directora ejecutiva de la empresa CaaStle, quien afirma que los clientes suscritos a su servicio de alquiler, ya puestos ante la oferta, también compran, lo que ha hecho subir los ingresos de la compañía.
Por su parte, Steven Curtis, investigador de la Universidad de Lund y especialista en sharing economy, señala que de plataformas como las articuladas por estas tiendas, que dan mayor facilidad al consumo, no puede esperarse que inciten a la moderación. “Los estudios indican que el consumo basado en el acceso [fácil] puede inducir más consumo, ya que los clientes pueden acceder a una mayor selección de bienes a un precio reducido”.
Al final, cualquier impacto positivo que se precie tendrá que venir no solo del modelo de negocios, sino de la sobriedad de los consumidores. Y esa, en un contexto en que –solo para lucir en Instagram– algunos compran y devuelven ropa como otros hacen churros, no hay que darla por supuesta.