Los minutos finales del filme Los miserables (2019), de Ladj Ly, recrean una batalla urbana de libro: niños y jóvenes encapuchados, furiosos por los abusos de un grupo de policías, los hacen caer en una trampa en uno de esos edificios grises y uniformes de las banlieues parisinas. Con organización casi militar, van cortándoles la retirada y agrediéndolos con barras de hierro, cócteles molotov y contenedores en llamas que los persiguen escaleras abajo. La degradación material, el ambiente de violencia y la indumentaria de los “guerrilleros” evocan a la iraquí Faluya o la afgana Kandahar a principios de los 2000…
Pero era París, como decíamos, y ficción, hasta que esta tomó cuerpo real en julio de 2023 en los pasillos y escaleras de esas moles, en las calles, en los barrios, en la capital y en otras ciudades francesas, luego de que el disparo mortal de un policía a un joven de origen magrebí en un control de tráfico movilizó a miles de jóvenes que se lanzaron a destruir todo lo que encontraban a su paso, sin distinguir entre comisarías, colegios, bibliotecas… Ha ardido propiedad estatal y particular, grandes tiendas y pequeños negocios, autobuses públicos, coches modestos de trabajadores que no tienen para más, viviendas…
La rabia no ha discriminado. Una educadora residente en Marsella intentó persuadir a unos chicos que saqueaban un estanco de tabaco: “Les dijimos –cuenta a Le Monde– que el dueño del local era un obrero como sus padres y que iba a perderlo todo… Pero les da igual lo que les digamos. Están revueltos”. Otra mujer, madre de familia, desde su balcón en un bloque de Nanterre, vio cómo incendiaban su coche y trató de bajar para impedirlo: “Váyase a casa, señora”, le ordenaron los adolescentes que le bloquearon el paso.
¿Qué han ganado con ello? De momento, el alivio que proporciona la catarsis, pues mientras las llamas se van apagando en toda Francia, las banlieues –y sus índices de bienestar más precarios respecto a la media nacional, y la desesperanza– todavía están allí. Como el reptil de Monterroso.
“Los franceses son los otros”
Tras las fuertes protestas de 2005 por la muerte de otros dos jóvenes de origen inmigrante durante una persecución policial –también en las afueras de París–, parecía que el Estado había tomado nota y que la situación daría un vuelco positivo en esas ciudades-satélite, creadas entre los años 1950-1970 y pobladas mayormente por trabajadores. Casi el 22% de los residentes en los que el gobierno llama quartiers prioritaires de la politique de la ville (QPV, barrios de atención prioritaria) son extranjeros o tienen ese trasfondo.
A partir de aquella crisis, la administración se enfocó en mejorar la infraestructura: se levantaron más viviendas con un diseño más amable, se crearon centros culturales, se trabajó en la ampliación de la red de metro para que cubriera esas zonas que no salen en las postales de souvenir…, pero el cambio necesario en la relación con los residentes quedó rezagado.
El sociólogo François Dubet, de la Universidad de Burdeos, lo sintetiza así al New York Times: “Hemos ejecutado acciones en los edificios, pero no con las personas que viven en ellos. El desempleo sigue alto, el racismo es todavía una experiencia muy común, la discriminación es la realidad cotidiana, y los jóvenes y la policía siguen enfrentándose”.
Las tasas de paro de los inmigrantes y sus descendientes son el doble de la de los franceses autóctonos
Tampoco Cecilia Eseverri-Mayer, profesora de Sociología de la Universidad Complutense, ve suficientes las iniciativas impulsadas por las autoridades. “Aunque después de cada estallido de violencia el gobierno haya hecho esfuerzos para mejorar los barrios, no se han llevado a cabo políticas para fomentar la mixité (diversidad) social y étnica –escribe en El País–. La vivienda social debería favorecerse también en barrios más céntricos y conectar de una vez las banlieues a la ciudad, mejorando sus transportes y servicios, como se ha conseguido en casos como el de Montreuil, ciudad natal de Mbappé”.
Según el INSEE –el órgano nacional de estadísticas–, 7,3 millones de personas nacidas en Francia tienen ascendencia inmigrante, y a ellos, tanto como a los extranjeros, las cosas se les hacen más cuesta arriba. Las tasas de paro de estos grupos son, respectivamente, del 12 % y el 13% –africanos y asiáticos, los más perjudicados–, mientras que entre los autóctonos sin pasado inmigrante el índice se ubica en el 7%. Otros datos de la misma fuente revelan que el nivel de vida medio de los inmigrantes es un 22% inferior al del resto de la población y que en comparación experimentan el doble de apuros monetarios.
Ante estas realidades negativas, su cronificación, y el inri de que la policía francesa parece menos diestra que otras de su entorno en lidiar con infractores menores o con delincuentes de carrera –en 2022 murieron 42 personas durante actuaciones policiales, frente a 15 en España–, las mencionadas diferencias no corregidas contribuyen a larvar esa ira que explota periódicamente en las calles.
De quienes no salen a destrozar, algunos reaccionan de todos modos dándole la espalda a un sistema que los ha decepcionado. En el caso de los de procedencia extranjera, esto a veces se traduce en tomar distancia geográficamente –“Soy francés, me gusta la cultura francesa, pero en mi país no soy francés”, explica un joven de ascendencia argelina que ha terminado marchándose al Reino Unido–, y otros, sencillamente, te dicen que “los franceses son los otros”, quizás extenuados de tanto intentar que la sociedad no los vea como extraños, como recién llegados, aunque hayan nacido en el Hôpital des Diaconesses, en el centro de París.
Valores republicanos (¿a esta hora?)
La necesidad de aunar, de integrar a los franceses de diversa condición y origen para así evitar la formación de sociedades paralelas, de núcleos de fuerte desafección al Estado que se rijan por sus propias normas y atenten contra el sistema democrático y la paz social –al modo en que se ha visto en los últimos días, pero también al estilo aun más violento del radicalismo islamista–, ha figurado como prioridad en el discurso del presidente Emmanuel Macron.
Una de las vías elegidas para reencarrilar el tren de la convivencia y promover la urbanidad ha sido la introducción del Servicio Nacional Universal (SNU), un sucedáneo del servicio militar obligatorio, que ya no existe. Su objetivo es inculcar “valores republicanos” a los más jóvenes. Si se observa que, entre los participantes en el caos de fuego de días pasados, los menores de edad constituyeron el 34 % de los arrestados, se entenderá el acento que ha puesto el Elíseo en la cuestión.
“Este es un país en el que la furia raramente se traduce en un cambio político concreto. Volverá a estallar”
El SNU, que de momento es voluntario y dura dos semanas, va de disciplina: cero tabaco, cero móviles –excepto a unas horas permitidas–, saludo diario a la bandera, canto de La Marsellesa, cursos de defensa, clases sobre desafíos contemporáneos (desarrollo sostenible, igualdad, discriminaciones, radicalización), etc. Se pretende que los chicos y chicas adquieran una cultura del compromiso y una idea de la cohesión nacional, que apoyen los procesos de integración social y profesional, y que aprendan sobre el patrimonio cultural francés, sobre los servicios públicos –tan machacados en estos días–, las instituciones nacionales y europeas, etc.
El problema está, sin embargo, en los propios datos que aporta el programa: en 2022, se alistaron 32.000 jóvenes de 15 a 17 años (¡bravo!), pero… apenas el 5,7% de los voluntarios procedía de los QPV, los barrios deprimidos… Una vez más, el grueso de esos muchachos, de espaldas. Extrañados. Parece que Francia les habla, pero ya no escuchan. No confían.
“Este es un país –lo resume François Dubet– en el que la furia raramente se traduce en un cambio político concreto. Y si no alcanzas ningún logro político, puedes estar seguro de que volverá a estallar”.
Puede, pues, que esos chicos, ahora en silencio, estén únicamente atentos al próximo exceso policial.
Ira, llamas, TikTok y SnapchatLa rapidez con la que creció la oleada de disturbios y destrucción en Francia tras el homicidio del joven Nahel Merzouk, el 27 de junio, habla de un recurso del que carecieron los manifestantes en los sucesos de 2005: las redes sociales. Julia Sieger, directora de la sección de Ciencia de France 24, apuntaba que han funcionado como caja de resonancia. El modelo económico de estas plataformas, señaló, es objeto de críticas “porque ganan dinero en dependencia de cuánto tiempo pasa la gente en ellas. Y sabemos que, desafortunadamente, el contenido violento tiende a ser un modo efectivo de mantener a la gente enganchada. Además, las redes sociales son utilizadas para difundir información, coordinar puntos de reunión y acciones, que fue lo que vimos durante la irrupción en el Capitolio de EE.UU. en enero de 2021”. Justo porque, en tal sentido, pueden estar contribuyendo a atizar el desorden y favorecer el contagio de las actitudes violentas de los grupos, el presidente Macron, en una reunión con alcaldes de las localidades más afectadas, esbozó la idea de suspender las redes sociales en momentos de extrema gravedad –“cuando se convierten en una herramienta para organizar o intentar matar, son un problema real”, dijo–. Varios de sus ministros mencionaron por sus nombres a Snapchat, TikTok y Telegram por haber difundido imágenes de la destrucción. La hipótesis de la suspensión le valió varias críticas al presidente, entre ellas, curiosamente, la de la portavoz parlamentaria de la formación de ultraizquierda La Francia Insumisa –asimilable al Podemos español–, Mathilde Panot, quien tuiteó: “Ok, Kim Jong-un”. |