Antes de debatir sobre la regulación de la prostitución, habría que preguntarse qué visión de la sexualidad ha llevado a que el fenómeno haya pasado de la marginalidad a la oferta masiva.
(Actualizado el 23-09-2009)
¿Abolir o regular la prostitución? Periódicamente vuelve al escenario político español el debate sobre la prostitución, convertida en un fenómeno cada vez más abierto y extendido.
Los partidarios de la reglamentación consideran que se trata de un mal inevitable que más vale regular, para mejorar la situación de las prostitutas y erradicar el comercio sexual en la calle. Pero la experiencia de países que han optado por esta vía -Holanda, Alemania- indica que la situación de estas mujeres no ha mejorado y el comercio sexual se ha extendido.
Para los abolicionistas, una actividad degradante como esta no se puede regular laboralmente, porque va contra la dignidad de la persona y es una forma de explotación de la mujer. Incluso, las feministas más aguerridas dejan de ser “pro choice” en este caso, y aseguran que no hay prostituta voluntaria y que aquí no vale “mi cuerpo es mío y hago con él lo que quiero”. Lo de que el Estado no debe entrar en la alcoba deja de tener vigencia si se trata de la alcoba de un burdel. Y aunque sea un trato entre dos adultos que consienten, habría que echar mano del Código Penal para perseguirlo.
Un debate clásico y recurrente. No olvidemos que ya en 2007 una comisión Congreso-Senado, después de escuchar a un centenar de expertos, concluyó que la prostitución no debía considerarse un trabajo regulable, pero tampoco un delito si no es consecuencia del proxenetismo y del tráfico de personas. Así que sigue siendo un comercio ni prohibido ni regulado.
Cliente más joven
La única novedad es la “normalización” y extensión del fenómeno. La Policía Nacional estima que hay 2.500 clubs de alterne en España. Sobre el número de “trabajadoras del sexo” hay estimaciones muy variadas, pero todas se miden en decenas de miles, en un 90% extranjeras. Con este amplio abanico de oferta y a bajo precio, no falta clientela: según el Instituto Nacional de Estadística, el 27% de los varones de 18 a 49 años admite haber pagado por sexo alguna vez, y seguro que otros “saben pero no contestan”.
Tal vez el aspecto más revelador es que el cliente de la nueva prostitución es más joven, según mostraba un significativo reportaje en El País (15-01-2008). Si antes el cliente habitual era un varón casado y con cargas familiares, mayor de 40 años, ahora abundan los jóvenes de más de 20 años, con una media de edad de 30.
Son gente crecida en el desinhibido clima de la revolución sexual y convenientemente adoctrinada en la igualdad entre hombre y mujer. Pero no por eso hace ascos al sexo de pago. Cuando saltaron los tabúes sexuales en Mayo del 68, se nos decía que nuestra generación iba a tener la suerte de no hacer el debut sexual con prostitutas, sino con la novia o la amiga, gratis et amore; vamos, que los burdeles tenían los días contados. Pero una vez más la resaca de la revolución sexual nos ha devuelto a playas inesperadas, donde el sexo de pago y el de ligue no se excluyen.
Antes, o a la vez, de debatir sobre la regulación de la prostitución, habría que preguntarse qué visión de la sexualidad ha llevado a que el comercio sexual haya pasado de la marginalidad a la oferta masiva. Desde luego, no es una novedad en la historia, pero lo llamativo es que se haya normalizado cuando las condiciones socioeconómicas y culturales son más favorables para su retroceso.
La normalización
En el citado reportaje se observa la concepción del sexo que tienen los usuarios jóvenes de la prostitución, y que responde a ideas que están en el clima de la época. El sexo de pago ya no es un desfogue ocasional, sino una opción de ocio, normalizada y lúdica. Puede ser el modo de acabar la fiesta tras la discoteca, puede ser la moda de las despedidas de soltero o de las cenas de empresa, puede ser otro modo de seguir de copas. Tras colocar el sexo en el capítulo de diversiones, como hacen hasta algunos manuales escolares, no es extraño que haya gente dispuesta a pagar por ella.
Además esto responde a la cultura de la inmediatez, a la voluntad de obtener la satisfacción de forma rápida y sin esfuerzo, tan arraigada en el perfil de una generación no acostumbrada a esperar. La idea de que no hay sexo sin cortejo se queda para los urogallos. “Ligar cuesta mucho trabajo y además no tienes ninguna garantía de éxito”, dice un universitario en el reportaje. “Así que vamos al puticlub, pagamos y ya está. Es mucho más sencillo”.
Tan sencillo que no les preocupa en absoluto en qué circunstancias está la mujer que les presta el servicio. Explotada o voluntaria, es asunto suyo. Se saben de memoria el discurso sobre la igualdad y la dignidad de la mujer, pero en esos momentos la mujer es un objeto, mucho más que para las generaciones precedentes.
Si a esto añadimos el equívoco mensaje de series de televisión sobre el glamour de la prostitución de lujo o las páginas de anuncios de contactos y “chicas morbosas e inolvidables “ en la prensa más seria, no es extraño que esta actividad se haya “normalizado”. La prensa puede aducir la excusa -tan propia de prostitutas- de que las circunstancias económicas no le permiten dejarlo. Para condenar la prostitución ya están los editoriales, y siempre hay que respetar el muro entre redacción y publicidad.
Nadie piensa que el oficio más viejo del mundo vaya a desaparecer por decreto ley. Pero deberíamos plantearnos si la visión dominante de la sexualidad no está creando las condiciones mentales para que sea un negocio próspero.
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N. de la R.: El 22-09-2009 el Congreso de los Diputados español rechazó una propuesta, presentada por Esquerra Republicana de Catalunya, de regular la prostitución como actividad laboral.