Selfies de influencers llorando, trigger warnings cada dos pasos, documentales de famosos en los que se muestran abiertamente vulnerables –tal vez, demasiado–, o el empleo de un lenguaje cada vez más terapéutico en el espacio público son algunas de las manifestaciones de una tendencia que lleva ya un tiempo con nosotros, pero que no da signos de retroceder: el victimismo chic. Un victimismo estéticamente placentero que, sin embargo, tiene dos claras consecuencias: el inmovilismo social y la complacencia política.
En su bestseller The subtle art of not giving a f*ck, Mark Manson acuñó un término para definir el estado de las redes sociales en 2016: el victimismo chic. Según Manson, compartir públicamente injusticias atrae “mucha más atención y efusión emocional que la mayoría de otros eventos en las redes sociales, recompensando a las personas que pueden sentirse perpetuamente víctimas con cantidades cada vez mayores de atención y simpatía”.
Un ejemplo que refleja el panorama expuesto por Manson podría ser el caso de Braden Wallake, el CEO de la agencia de marketing HyperSocial, que tras despedir a dos empleados de su empresa el verano pasado, publicó un selfie llorando en su perfil de LinkedIn para mostrar que los jefes también son personas, que también tienen sentimientos y, por qué no, que también sufren. Quién lo hubiese pensado.
La imitación, una clave
En una entrevista este verano, Scott Lyons, psicólogo estadounidense y autor del libro Addicted to drama, apuntaba que en Occidente estamos viviendo una epidemia de dramatismo, en parte, por las redes sociales y la consiguiente economía de la atención. “El mundo entero es nuestro escenario para representar este gran drama y que se premie con likes”.
Según explica Lyons, las redes sociales, al premiar un lenguaje y un contenido cada vez más dramáticos, habrían insensibilizado progresivamente a los usuarios ante las realidades exteriores y ajenas, al requerir de una narrativa y unas situaciones cada vez más dramáticas, cada vez más recrudecidas, para generarles intriga y captar su atención.
“Las historias que generan tristeza, ira o miedo son las más compartidas. Y se cuelan en nuestras vidas, así que empezamos a recrearlas, a replicar esos escenarios e imitar ese lenguaje en nuestras publicaciones en redes sociales, aunque no estemos viviendo esa experiencia a un nivel personal”, comenta Lyons.
El hashtag #traumatok cuenta con más de 4.700 millones de visualizaciones
Esto no significa que las víctimas no existan. Por supuesto que existen. Pero como explican los investigadores de la Universidad de Tel Aviv en The Tendency for Interpersonal Victimhood: The Personality Construct and its Consequences, la mentalidad victimista se desarrolla incluso “sin experimentar un trauma o una victimización grave”.
TraumaTok, un recoveco que se ha popularizado en una de las redes sociales más utilizadas por los jóvenes, puede ejemplificar cómo y hasta qué punto ha evolucionado la tendencia del victimismo chic. TraumaTok es el espacio de TikTok dedicado a la narración de experiencias traumáticas en vídeos de pocos segundos para el consumo y disfrute de los seguidores. Un relato amenizado en muchos casos con un baile o un filtro cuqui, y cuyo objetivo principal es acelerar su viralización e incrementar así la demanda de más videos de ese estilo en el futuro.
Si aún quedaba alguna reserva sobre la magnitud de este tiovivo performativo de malas experiencias, basta comprobar el alcance del fenómeno: el hashtag #traumatok cuenta con más de 4.700 millones de visualizaciones.
Del honor al victimismo
En el artículo académico Microaggression and Moral Culture, Bradley Campbell y Jason Manning, sociólogos y académicos de la Universidad Estatal de California y la Universidad de West Virginia respectivamente, analizaron la evolución desde la cultura del honor de hace varios siglos a la cultura del victimismo en la actualidad.
Según explican, antiguamente el honor era el barómetro mediante el cual se medía el valor de la persona. Por ello, los conflictos y las ofensas requerían de una respuesta rápida y violenta, y se resolvían a título personal, haciendo justicia mediante un duelo o un enfrentamiento físico.
En las culturas de la dignidad, como las que prevalecieron en los países occidentales durante los siglos XIX y XX, esta se consideraba intrínseca a la persona, con independencia de los agravios externos. La reacción ante ofensas más o menos serias evolucionó hasta requerir acciones directas pero no violentas. Por ello, en lugar de entablar venganzas personales, la resolución de conflictos se dejaba en manos de terceros, como los tribunales.
Sentirse víctima se ha acabado convirtiendo en una señal de prestigio
Sin embargo, la actual cultura del victimismo “se caracteriza por la preocupación acerca del estatus y por la sensibilidad al desaire, combinada con una gran dependencia de terceros. Las personas son intolerantes con las ofensas, incluso si no son intencionales, y reaccionan llamando la atención de las autoridades o del público en general. La victimización es una forma de atraer simpatía, por lo que en lugar de enfatizar su fuerza o su valor interior, los agraviados enfatizan su opresión y marginación social”.
O, como expuso Daniele Giglioli en su obra Crítica de la víctima (Herder, 2020), “la víctima es el héroe de nuestro tiempo”. Sentirse víctima se ha acabado convirtiendo en una señal de prestigio, porque “exige escucha, promete y fomenta reconocimiento, activa un potente generador de identidad, de derecho, de autoestima. Inmuniza contra cualquier crítica, garantiza la inocencia más allá de toda duda razonable”. Un retrato que resulta cada vez más familiar.
Héroes sin responsabilidad
Sin embargo, el victimismo chic no es una actitud que se guise y consuma exclusivamente en redes sociales o en lugares como TraumaTok. Para Jonathan Haidt, psicólogo social y profesor de la Universidad de Nueva York, la situación actual se debe también a un entorno –una cultura y una educación– que resalta y enfatiza el victimismo.
Camisetas que llevan la inscripción anxiety queen bordada en el pecho, biografías con alguna referencia a un problema de salud mental aderezadas con emojis, series de televisión que enfatizan e incluso pueden glamourizar episodios traumáticos –por ejemplo, Euphoria– o memes autorreferenciales de vivencias ansiosas o depresivas están a la orden del día de la cultura pop actual.
Por otro lado, el ambiente que se puede respirar en algunas universidades también es revelador. En los lugares que deberían ser bastiones del pensamiento crítico y la libertad de expresión se ha extendido una baja tolerancia a las opiniones “incómodas”, como si los alumnos –o los profesores– fueran niños que pudieran quedar traumatizados simplemente por escucharlas. De ahí los trigger warnings que preceden la lectura de clásicos como Peter Pan o Northanger Abbey, los boicots a conferenciantes con un ideario distinto al “oficial”, o los “linchamientos” de profesores en la plaza pública de las redes sociales por un comentario hecho en clase.
Otra de las consecuencias del victimismo chic es la devaluación del debate público, al concebir la política como un arte performativo, con un alto emotivismo
Se podría decir que se trata de intolerancia disfrazada de victimismo. O de una patologización de la experiencia cotidiana de vivir, que resulta en una sensación de victimismo virtuoso pero impotente. Según explica Haidt en una entrevista en The Wall Street Journal, esta cultura del victimismo tiene una consecuencia clara, y es el conformismo social, principalmente entre los jóvenes que se autoperciben de esta manera. “No vas a correr riesgos, vas a pedir adaptaciones, vas a ir a lo seguro, no vas a esforzarte e ir a por lo mejor, no vas a iniciar tu propia empresa”.
Porque uno de los efectos colaterales –y principales alicientes– del victimismo es el abandono de la propia responsabilidad frente a la realidad exterior, haciendo entrega de ella a terceros. Y es que, para qué negarlo, resulta más cómodo vivir así que cargarla sobre las propias espaldas.
Papá Estado te protegerá
Otra de las consecuencias del victimismo chic es la devaluación del debate público, al concebir la política como un arte performativo, con un alto emotivismo, en vez de como una actividad ejecutiva basada en la razón.
Para James L. Nolan, profesor de sociología del Williams College, los estados adoptan cada vez con más frecuencia un rol terapéutico, involucrándose en el bienestar emocional de sus ciudadanos, y convirtiendo las apelaciones a la subjetividad o a las propias emociones en la forma dominante de discurso. Según comentó en una entrevista en Spiked, “este énfasis en las emociones socava la razón y la capacidad de participar en un discurso civil basado en la razón. Cada vez más, lo que tiene mayor relevancia cultural son las apelaciones a las emociones, a lo más profundo de los sentimientos. De este modo, se disuade a la gente de reunirse para hablar sobre los principales problemas sociales apelando a la razón. En cambio, gana el que puede expresar la indignación emocional más profunda”.
Sin embargo, sucede también que son cada vez más los ciudadanos proclives a reclamar que el Estado satisfaga sus necesidades emocionales, aceptando –a veces, incluso demandando– ser tratados como víctimas y dejando en manos de los políticos la responsabilidad de solucionar todos sus problemas. Al “robar” a los ciudadanos su capacidad de actuación y de autodeterminación, la cultura del victimismo provoca una infantilización generalizada de la sociedad.
Esto, a su vez, puede franquear el camino al autoritarismo político. Porque, si cada vez más ciudadanos se sienten incapacitados para hacerse cargo de su propia vida, ¿quién se encargará de cuestionar al Estado?
Helena Farré Vallejo
@hfarrevallejo