En la sociedad actual hay un potencial oculto de solidaridad que necesita una fuerza que lo estimule y actualice, asegura el sociólogo Edgar Morin en Le Monde (26-XI-93).
Nuestro tiempo, afirma Morin, está marcado por la decadencia de las antiguas solidaridades entre personas, las que se daban en el seno de la familia amplia, el pueblo o el vecindario. A la vez, se ha desarrollado un nuevo tipo de solidaridad burocrática.
«Por un lado, hay una formidable maquinaria dedicada a la solidaridad social, pero es de carácter administrativo y se aplica según categorías sociales o profesionales, según criterios cuantitativos y reglas impersonales. (…) Por otro lado, los individuos están atomizados en el seno de la civilización urbana; pasan dificultades o sufrimientos que no encuentran remedio en las solidaridades burocráticas».
«Esta atomización individual impide que la solidaridad se manifieste en momentos cruciales. Cuando dos o tres energúmenos molestan a una joven en el Metro, los pasajeros se sienten individuos aislados y no miembros de un grupo; están paralizados e ignoran la fuerza que representan en conjunto, mientras que en otras condiciones históricas o sociológicas habrían reaccionado en grupo».
«Más aún, las desventuras y las soledades de los individuos son acrecentadas por la lentitud e inhumanidad de la burocracia. (…) Por todas partes las necesidades crecen más aprisa que los medios para responder a ellas. Las ventanillas, las agencias, los hospitales, los centros de acogida están sobrecargados, y se multiplican las esperas».
Por otra parte, «las instituciones públicas de ayuda contribuyen a la degradación del impulso solidario de los individuos. La asistencia social dispensa de la asistencia personal. Hace treinta años, me impresionaba ver en Bogotá o en Nueva York a un individuo yaciendo en el suelo, mientras la gente pasaba indiferente, como si fuera invisible. Hoy ocurre lo mismo en París. Cada uno se dice: Es asunto de la policía o de la asistencia social».
«En fin, el sistema asistencial no se ocupa de la soledad y de las miserias morales, salvo cuando adoptan la forma de dolencias psiquiátricas o psicosomáticas y son tratadas como enfermedades».
Morin reconoce que la televisión, ávida de lo sensacional, hace algunos intentos de sensibilizar a la sociedad ante esas miserias. Por eso a veces da tanta publicidad a las iniciativas sociales y desencadena grandes impulsos de solidaridad. Pero también la televisión se desentiende cuando intuye que la audiencia está saturada. «Así que nada permanente y continuo puede instaurarse mediante el poder mediático. Sin embargo, estos impulsos pasajeros de solidaridad nos indican que la tendencia fraternal está siempre potencialmente presente, aunque inhibida o atrofiada».
Pero no basta promulgar la necesidad de la solidaridad: «Mientras que los dos primeros términos del lema republicano -Libertad, Igualdad- pueden ser, uno instituido, otro impuesto, el tercero -la Fraternidad- sólo puede venir de los ciudadanos». La solidaridad administrativa puede ser impuesta, pero, aun siendo necesaria, no responde a las necesidades concretas e individuales. «El problema de la solidaridad concreta e individualizada (…) sólo puede ser abordado en el marco de una política que despierte y estimule».
En toda población -asegura el sociólogo francés- existe una franja de personas -de un 8 a un 10%- que sienten el impulso altruista de modo fuerte y permanente. Son ellos los que sostienen las organizaciones caritativas y militantes. Pero están subempleados. «Ciertamente, hay todavía muchos animadores generosos dedicados a los adolescentes descarriados, a los drogadictos, a los infortunados de la periferia. Pero no hay nada que pueda estimular, reunir, coaligar todas las buenas voluntades».
Según Morin, «es la institución pública (Estado, región, municipio) la que podría crear las condiciones de unión y sinergia de las energías solidarias. Se trataría de ofrecer, en los barrios de las grandes ciudades, así como en los de ciudades me-dianas, centros de solidaridad, que aliarían a las instituciones privadas de solidaridad e instalarían en su seno células de crisis, centros de acogida y de tratamiento de las peores miserias (…). De esos centros podrían depender alojamientos para las urgencias o necesidades más clamorosas. Allí habría un servicio de alerta, como el de bomberos, con voluntarios dispuestos a acudir en ayuda de cualquier persona, desde la anciana que pide ser acompañada porque va a cobrar un cheque y teme que la roben hasta la llamada del desesperado que quiere suicidarse».
«La fraternidad -concluye Morin- se ha convertido hoy en el vacío clamoroso en el seno de la divisa republicana: Libertad, Igualdad, Fraternidad». Para llenarlo, «debemos contar con todo lo que hoy está ahogado o inhibido. Hay estratos potenciales, reservas profundas de solidaridad en los individuos y en la sociedad; éstas se actualizan o surgen cuando hay un estímulo fuerte. Se esfuman también pronto, sí, pero la potencialidad y la reserva permanecen. Ciertamente, el egoísmo es contagioso, pero también puede serlo la solidaridad».