Una foto subida a una red social muestra a un joven tecleando en un portátil. Detrás de él, el azul del mar, la arena hirviente y tres cocoteros; una imagen que a cualquier empleado que eche horas anclado a un ordenador le encenderá la bombilla: “Yo también quiero ¡y puedo! trabajar y vivir así”. Si se anima lo suficiente, hará la maleta, agarrará el pasaporte y se marchará en pos de su oportunidad, su trozo de mar y su cocotero (y una buena conexión a internet, claro, para seguir trabajando desde allí).
Entrará así en el cada vez más amplio club de los nómadas digitales (ND), que –técnicamente hablando– no serían todos los que plantan la tienda en otro país y de ahí no se mueven, sino los que, cada cuatro o seis meses, se enganchan la moc…
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