Por qué el Estado debe ayudar a los que quieren tener hijos
La caída de la natalidad conduce a Europa hacia una carestía de recursos humanos. Tal situación es sencillamente insostenible, desde los puntos de vista demográfico, económico y social. Lo que ocurre se debe a las decisiones privadas de las generaciones actuales; pero de este modo se deja a las venideras una herencia de escasez que pondrá en peligro su desarrollo. Los hijos son también un bien público, pues benefician incluso a quienes no los tienen. Por tanto, al Estado le interesa remover los obstáculos que desalientan la natalidad. Tal es la argumentación desarrollada por el demógrafo Massimo Livi Bacci (Universidad de Florencia) en la lección inaugural del curso académico en el Instituto Universitario Ortega y Gasset (Madrid), que resumimos aquí (1).
Europa se enfrenta a una inminente carestía. Los bienes que escasearán no son los alimentos, ni las materias primas…, sino las personas, a consecuencia de la caída de la natalidad. Massimo Livi Bacci plantea una objeción que surge a primera vista: «¿Por qué hemos de de preocuparnos por problemas de escasez de recursos humanos cuando en otros lugares abundan e incluso los hay en exceso?». Bastaría una redistribución de los recursos desde donde hay excedentes hacia los lugares con escasez. Pero las personas no se transportan tan fácilmente como las materias primas. «A lo largo de este siglo, a la libre circulación de las personas que había caracterizado el siglo XIX, se han ido interponiendo barreras cada vez más altas, mientras se iban reduciendo los obstáculos a la circulación de mercancías. Así, en esta fase histórica, la abundancia de personas procedentes del Sur del planeta no puede compensar, salvo en mínima parte, su escasez en el Norte».
La tendencia podría cambiar a largo plazo, aunque no sabemos cómo. Pero la evolución en el futuro próximo está ya escrita en gran parte, pues están terminando su periodo fértil las primeras generaciones de fecundidad reducida. Por tanto, «las poblaciones europeas se están deslizando hacia un período histórico de escasez de recursos humanos, y lo interesante es que es la primera vez en la Edad Moderna que sucede esto, y por tanto se presenta como una experiencia totalmente nueva».
¿Viviremos mejor cuando seamos menos?
Pero este hecho inédito ¿es bueno o malo? Muchos europeos sufren las consecuencias negativas de la congestión urbana. Por eso piensan que «un recorte demográfico contribuirá a aumentar el bienestar, porque podremos disfrutar de un poco más de espacio y tendremos una mayor disponibilidad de bienes de capital y una vida menos congestionada».
Tal opinión no tiene en cuenta cómo se producirá el recorte. «Si el retroceso demográfico (…) se distribuyera de manera proporcionada en los distintos grupos de edad sin que variara la estructura por edad, no entrañaría problemas». Pero «lo que está teniendo lugar es fuente de problemas, porque la reducción de la población se produce por la gran disminución de la natalidad (…). Lo que preocupa, pues, no es el recorte numérico, sino que este recorte, al tener lugar por la débil renovación de la base de la pirámide, acabe invirtiendo ésta». Concretamente, en Italia, dentro de treinta años la población habrá disminuido en seis millones, como balance de dos tendencias opuestas: habrá cinco millones más de mayores de 60 años y once millones menos de menores de esa edad. «La disminución irá acompañada de una auténtica revolución en la estructura de la población por edades».
Tendencia insostenible
Pues bien, Livi Bacci advierte que «los procesos demográficos actuales no son ‘sostenibles’ ni desde el punto de vista bio-demográfico ni desde el económico o el social».
«Desde el punto de vista bio-demográfico (…), [en Italia] la baja reproducción de los diez últimos años (comprendida entre 1,2 y 1,3 hijos por mujer) significa que casi dos tercios de las mujeres o no tienen hijos o traen al mundo sólo uno, y el restante tercio tiene dos o, muy raramente, más de dos. Esto conduce a la reducción de la población a la mitad en algo más de cuarenta años. Por supuesto, esto es puramente teórico y probablemente no sucederá, pero muestra claramente la ‘insostenibilidad’ de la situación actual». Para «compensar la falta de nacimientos con la inmigración, ésta debería ser de varios cientos de miles de inmigrantes al año: un flujo de dimensiones análogas al que recibió a principios de este siglo la abierta sociedad norteamericana. En el periodo histórico en el que vivimos, ésta es una posibilidad improbable».
Desde el punto de vista económico, la caída de la natalidad es insostenible por razón de las transferencias de recursos entre generaciones. El sistema actual de transferencias procede de una época en que crecían el empleo y el número de contribuyentes, y no se puede mantener en esta fase de marcado envejecimiento demográfico. Consideremos el régimen de pensiones en Italia: «En menos de treinta años el número de pensionistas habrá superado al número de ocupados». Lo mismo ocurre con las transferencias en materia de asistencia sanitaria y social, cuyos principales destinatarios son las personas mayores.
También desde el punto de vista social, el envejecimiento demográfico tiene consecuencias difícilmente sostenibles. «La innovación y el cambio social se ralentizarían; las estructuras y las redes familiares serían aún más tenues y frágiles; las decisiones dependerían cada vez más de los mayores, numerosos e influyentes».
No hay «mano invisible» en la población
Hace falta, pues, que aumente la natalidad; pero ¿cómo? ¿Cabe esperar que eso ocurra espontáneamente, en virtud de una «mano invisible» como la que corrige el curso de la producción en el mercado (cuando el mercado funciona bien)? La cuestión se refiere a la coordinación de las conductas privadas en favor del bien común, como señala Livi Bacci con una cita de Paul Demeny: «El problema no es cuántos hijos deciden tener individualmente las parejas: podemos considerar axiomático que eligen lo que es mejor para ellas, dadas las circunstancias… El problema es cómo querría cada uno de nosotros que los otros se comportaran en sus opciones demográficas para nuestro bien».
Algunos economistas han imaginado que el descenso de la natalidad, llegado a cierto punto, se corregiría por reacción espontánea de las parejas. Por ejemplo, John Graumann y Richard Easterlin creen que las generaciones poco numerosas se encontrarán en una situación privilegiada cuando entren en el mercado de trabajo, con ingresos y condiciones de vida bastante mejores que las de la generación precedente y por encima de sus propias expectativas, y que esta mejora se traducirá en un aumento de la natalidad. También cabría pensar que la escasa natalidad convertirá a los niños en un bien escaso y, por tanto, más apreciado, de modo que las parejas querrán tener más.
«Pero ni la lógica o la historia, ni tampoco la mano invisible, proporcionan apoyos suficientes como para estar seguros de que los mecanismos correctores se vayan a poner en marcha y de que vayan en la dirección exacta y al ritmo propicio». Esto resulta más claro cuando se examinan los procesos por los que las parejas deciden tener hijos o no tenerlos.
Los hijos son caros
¿Por qué es baja la natalidad? Los economistas lo explican en términos de costes y beneficios. «Los costes de los hijos han crecido más que los beneficios que aportan, y el desarrollo supone inversiones crecientes en alimentación, vestido, salud, formación y educación de los hijos. También el tiempo es un coste: la madre que se dedica a sus hijos les destina la totalidad o parte del tiempo que podría haber empleado en un trabajo que le produciría un ingreso, tanto mayor cuanto más elevada sea su formación». Antes no ocurría así: en las sociedades preindustriales era natural tener muchos hijos: el tiempo de la madre tenía escaso valor económico, se invertía poco en los hijos, que, en cambio, contribuían a la economía familiar desde temprana edad y después sostenían a los padres ancianos.
Esta explicación es cierta, pero parcial, porque en las decisiones reproductivas intervienen otros importantes factores, no económicos. «Difícilmente se puede comparar el ‘comprar’ o ‘producir’ un hijo con la compra o la producción de un bien del que conocemos anticipadamente su utilidad, sus funciones y los servicios que presta; del hijo no conocemos el complejo resultado de la lotería genética y de la variable interacción entre nature y nurture».
Este modelo económico trata a los hijos como si fueran exclusivamente un bien privado. «Pienso, por el contrario, que la idea de que los hijos son también un bien público es perfectamente defendible, puesto que producen servicios de los que se beneficia toda la colectividad. El más evidente de estos servicios consiste en que, cuando sean adultos, pagarán cotizaciones que servirán -por ejemplo- para sufragar las pensiones de todos, incluidas las de quienes legítimamente han decidido no tener hijos».
Lo que el Estado puede hacer
Por tanto, «estas consideraciones son suficientes para legitimar una intervención pública que corrija la suma de decisiones individuales, sobre las que -cabe añadir- suelen pesar condicionamientos sociales y normativos que empañan su voluntariedad». Se puede aplicar al caso de la natalidad el principio ético que Hans Jonas ha formulado con respecto a nuestra responsabilidad en la conservación del medio ambiente: «Actúa de manera que las consecuencias de tu acción sean compatibles con la continuidad de una auténtica vida sobre la tierra».
«Por lo demás, la mano pública guía ya otros comportamientos demográficos cuya expresión se considera un derecho inalienable», dice Livi Bacci. Pensemos en la sanidad: se considera inalienable el derecho a la salud y, por tanto, el derecho a prolongar la propia vida. Pero, como los recursos son limitados, el disfrute efectivo de tal derecho está regulado por los poderes públicos: se da preferencia al joven sobre el viejo cuando se trata de tratamientos costosos, se forman listas de espera…
¿Qué tipo de intervención puede llevar a cabo el Estado para fomentar la natalidad? No debe, desde luego, intentar influir en los factores espirituales o ideológicos. Pero puede aliviar los costes que supone tener hijos, sobre todo los costes traducibles en dinero. Y aquí el arsenal de intervenciones posibles es abundante: reducir el peso del trabajo doméstico que soportan las mujeres, eliminar las sobrecargas fiscales sobre las familias con hijos, dar subsidios familiares… En suma, se trata de adoptar «medidas que refuercen o restauren la equidad, haciendo factibles las opciones en materia reproductiva, que atenúen las discriminaciones y presupongan que los niños son un bien público además de una responsabilidad privada».
En general, la acción del Estado debe dirigirse a dos aspectos principales: el sistema de transferencias y los mecanismos por los que hoy las parejas retrasan la llegada de los hijos.
Un sistema que deprime la natalidad
Con respecto al primero, Livi Bacci afirma: «El sistema actual de transferencias entre generaciones -el llamado ‘Estado del bienestar’ (welfare)- tiende a deprimir la natalidad».
En las sociedades preindustriales, primordialmente agrícolas, los adultos corrían con los gastos de crianza y educación de los hijos, que a su vez se hacían cargo de sus padres cuando éstos alcanzaban la vejez. «La reproducción servía para asegurar la supervivencia en la vejez, constituyendo una especie de seguro biológico privado: no tener hijos equivalía a no suscribir la póliza». El Estado no detraía recursos, pero tampoco los distribuía.
«En el Estado moderno es la mano pública la que realiza las transferencias: cobra de los adultos productores y transfiere a los ancianos encargándose de su sostenimiento. El peso del cuidado y de la crianza de los hijos sigue recayendo directamente -salvo algún que otro apoyo para la educación- sobre los padres, pero el vínculo económico directo entre generaciones se rompe». Ahora el pacto para el mantenimiento en la vejez se suscribe con el Estado. En esta situación, «el adulto que opta por no tener hijos -o que tiene menos de la media- no sufraga las cargas de su mantenimiento y cuenta con el pacto firmado con la mano pública para que ésta le sostenga en su vejez. Desde el punto de vista estricto de la conveniencia económica, sale ganando (dejo de lado aquí la renuncia a otros beneficios, entre los cuales el afectivo es prioritario); en cambio, el adulto que tiene más hijos que la media sale perdiendo».
Restaurar la equidad fiscal
«Tal sistema tiende a arrastrar la fecundidad hacia abajo, privilegiando comportamientos ‘por debajo de la media’ (los de quienes no tienen hijos o tienen uno solo) sobre pautas ‘por encima de la media’ (dos o más hijos). Menor fecundidad significa aumento de la cuota de ancianos y, paralelamente, aumento de su peso político, y mayor resistencia al cambio de las reglas en favor de las generaciones jóvenes, autoalimentando las distorsiones».
Esto supone hacer muy pesada la función solidaria de la familia, «sobrecargando de deberes a los padres y desanimando a los jóvenes a pasar al estado adulto» (P. de Sandre). En cambio, «en una situación en la que se transfiriera bastante más a los jóvenes -y, en proporción, menos a los mayores- se atenuará el incentivo a la baja de la fecundidad, porque el Estado transferirá a los hijos más recursos, y además se puede esperar algo de ellos en la vejez».
Por tanto, lo primero es restaurar la equidad fiscal para las familias con hijos, permitiendo que deduzcan de la renta imponible una parte significativa de los gastos de crianza de los hijos: es decir, considerar esos gastos como parte de su contribución. La equidad fiscal, aun en caso de que no garantice que la fecundidad alcanzara el nivel de reemplazo, al menos tendrá otro efecto positivo: «Se reactiva un vínculo de responsabilidad, porque todos saben que, independientemente de sus libres e inalienables decisiones en materia reproductiva, de alguna manera deben contribuir al welfare del bien público ‘hijos'».
Síndrome de retraso
El segundo aspecto sobre el que debe actuar el Estado tiene que ver con lo que Livi Bacci llama «síndrome de retraso». Con datos de Italia -aplicables a muchos otros países-, se ve que los matrimonios tienen menos hijos de los que desearían tener. La causa es que las mujeres empiezan a tener hijos muy tarde: las italianas, a los 30 años, casi.
La diferencia con el pasado consiste en que antes, salida del hogar paterno, trabajo, matrimonio e hijos eran sucesos próximos en el tiempo. En las generaciones actuales, el itinerario se prolonga en cada uno de los pasos. Comparemos las italianas de 25 años pertenecientes a dos generaciones distintas: de las nacidas a principios de los años 50, dos tercios habían empezado a trabajar, frente a la mitad de las nacidas a principios de los 70; tres cuartas partes de las primeras se habían emancipado de sus padres, frente al 40% de las segundas; más de la mitad de las primeras habían tenido un hijo, caso en que se encontraban sólo el 10% de las segundas.
«Por ello se ha ido desarrollando un modelo de vida en el que la conclusión de los estudios es el requisito indispensable para buscar trabajo; tener un trabajo estable -y disponer de una vivienda digna de ese nombre- es un requisito para independizarse de la familia; la emancipación precede a la decisión de vivir en pareja, que es previa a la adopción de decisiones reproductivas». Cada uno de estos pasos ha ido alargándose en este siglo. «La concatenación de los retrasos hace que, para un sustancial y creciente número de mujeres, el momento de la decisión de tener un hijo (primero, segundo o siguientes), aunque sea deseado y programado, tiene lugar en una fase avanzada de la vida reproductiva; y que este programa no siempre se pueda realizar, para algunas por sobrevenir la infertilidad, para otras por ruptura o inestabilidad de la unión, para otras, en fin, por la percepción de costes físicos o psicológicos superiores a los esperados».
La mano pública no puede intervenir en los valores e ideales que influyen en las decisiones reproductivas. Pero puede atenuar los efectos del síndrome: puede reducir la duración del periodo de estudios; puede acelerar la entrada en el mercado laboral fomentando vetas de empleo precoz y combatiendo las causas del paro juvenil; puede facilitar el acceso a la vivienda. «Todo lo que contribuye a acelerar la obtención de la autonomía, lo que fomenta la asunción de responsabilidades, lo que sitúa en condiciones de llevar a la práctica la formación y las capacidades adquiridas sin esperar a que se estanquen o queden anticuadas, además de sostener el desarrollo, tiene un doble significado demográfico. Por un lado disminuye, para las familias, el periodo de dependencia de los hijos y, por lo tanto, alivia el coste de reproducción y de formación de la prole; por otra, acorta los tiempos de las elecciones reproductivas».
Mirar al futuro de otra forma
Una «tercera línea» de intervención estatal, «subsidiaria y complementaria, se refiere a la política de inmigración, que ciertamente deberá contemplar flujos de entrada adecuados, un camino preciso hacia la integración y una gran inversión social en los inmigrantes mismos y, sobre todo, en sus hijos».
En suma, los pueblos europeos no pueden afrontar el siglo próximo con un sistema social modelado en otra época, «cuando los adultos eran muchos y los ancianos pocos, y los sistemas de trasferencia podían ser generosos con ellos; cuando los niños y los jóvenes eran muchos y podíamos permitirnos retrasar la asunción de responsabilidades. Pero también nuestro modo de ver las cosas tendrá que cambiar, porque resulta que estamos empuñando al revés los prismáticos con los que miramos al futuro: antes agrandaban, ahora empequeñecen».
_________________________(1) Massimo Livi Bacci, «Abundancia y escasez. Las poblaciones europeas en el cambio de milenio», lección inaugural del año académico 1997-98 en el Instituto Universitario Ortega y Gasset (Madrid, 6-XI-97).