Un taller de confecciones textiles en Dacca, Bangladesh. (Foto: Kroisenbrunner)
Muchos de quienes leen en la etiqueta de una camisa el enunciado “Made in Bangladesh” no tienen muy claro en qué parte del mundo queda ese sitio, ni dedican demasiado tiempo a averiguar en qué condiciones se produjo esa pieza de ropa. Les basta con saber que no es particularmente cara.
No lo es…, pero porque el precio lo pagan otros. Hace 10 años, por ejemplo, lo pagaron los trabajadores de los cinco talleres textiles ubicados en el edificio Rana Plaza, en Dacca, la capital bangladesí. En la mañana del 24 de abril de 2013, el inmueble de ocho pisos en el que trabajaban unas 5.000 personas –la mayoría de ellas, mujeres– se desplomó hasta sus cimientos. Más de 2.000 personas resultaron heridas, y 1.135 no volvieron a abrir los ojos nunca más.
El incidente atrajo la atención mundial hacia las condiciones en que se producía buena parte de la ropa en los países asiáticos. A las malas estructuras materiales –el Rana Plaza, por ejemplo, estaba en pésimo estado, y sus instalaciones hidráulicas y eléctricas eran calamitosas–, se sumaban los bajísimos estándares de bienestar de los trabajadores, con jornadas excesivas, salarios mensuales de 50 dólares –lo que puede costar cualquier prenda en una tienda occidental–, e incluso amenazas de retención de la paga.
Para evitar nuevas catástrofes y de paso garantizarle al consumidor que su ropa se producía bajo unos mínimos principios de respeto al trabajador, el gobierno de EE.UU., la Comisión Europea, la Organización Internacional del Trabajo (OIT), las marcas de ropa y otros actores respaldaron al gobierno bangladesí en la implementación de políticas que mejoraran las condiciones laborales, facilitaran la supervisión de las medidas de protección y dieran voz al trabajador para, llegado el caso, denunciar el incumplimiento de estas.
Diez años después, sin embargo, quedan muchas injusticias por corregir. Según explica Niaz Alam en el Dhaka Tribune, al conjunto de los miles de sobrevivientes y a los familiares de los fallecidos los han compensado con apenas 40 millones de dólares, pese a que las exportaciones de prendas de vestir, que constituyen el 82% de la exportación nacional, pueden generar unos beneficios anuales superiores a los 30.000 millones de dólares.
Tampoco desde el exterior todos arriman el hombro: una investigación financiada por la Universidad de Aberdeen en 1.000 fábricas bangladesíes, revela que, desde la irrupción del covid, grandes marcas de moda les han cancelado pedidos, o se han negado a pagar por volúmenes de ropa terminada o en proceso de terminación, o les han pagado la producción por debajo del costo, lo que ha puesto a una de cada cinco fábricas en apuros para garantizarles a sus obreros el mínimo legal de 2,80 dólares por día.
Asia nos viste
La incidencia del sector de la ropa, los textiles en general y el calzado es notable en la economía de Bangladesh –constituye el 91% de sus exportaciones–, pero también, en distintos grados, en la de varios de sus vecinos. Es más decisivo, por ejemplo, en Camboya (son el 66% de los bienes vendidos en el exterior), pero va siéndolo menos en otros que han diversificado mucho más sus economías, como Vietnam (12%).
Las precarias condiciones laborales y la vulneración de derechos esenciales seguían afectando a los trabajadores textiles asiáticos a finales de la pasada década
Según un informe de la OIT, de 2022, sobre “trabajo decente” en el área textil, Asia es todavía la principal fábrica de ropa del planeta. Estadísticas de 2019 refieren que el 55% de las exportaciones de estos artículos provienen de esa región, donde hay 60 millones de trabajadores vinculados directamente a la producción, y varios millones más en empleos indirectos. De los primeros, hay 23 millones en China y 15 millones en la India, mientras que en Bangladesh, Pakistán y Vietnam se registran cinco millones en cada uno, seguidos por Indonesia, con cuatro millones, y por otros.
La OIT afirma que, al final de la pasada década, si bien los salarios en el sector se habían incrementado en promedio, las malas condiciones laborales que ya lo lastraban seguían incidiendo negativamente, debido a los horarios de trabajo inacabables y muy intensos, la escasa preocupación por la seguridad laboral y la salud del obrero, y la violación de derechos humanos fundamentales.
Por otra parte, la alta proporción de contratos temporales o la ausencia total de contratos propicia la vulnerabilidad de los trabajadores, muchos de los cuales trabajan desde casa. Se calcula que el segmento de temporales, informales, y, en general, de aquellos sin contrato conocido, es de hasta un 90% en la India y Paquistán y del 50% en Bangladesh, Camboya y Myanmar.
Curiosamente, sin embargo, no tener contrato, o tener uno manifiestamente desventajoso no es lo peor que le puede ocurrir al trabajador textil en esa parte del globo.
“Esclavitud”, con todas sus letras
En una época en que la norma es ensanchar al máximo el rango de los derechos y sancionar con la mayor severidad –o “cancelar”– al que no los respeta, la posibilidad de estar sometido a esclavitud tiene visos de ficción. En las fábricas de ropa asiáticas no esperaría nadie encontrar gente encadenada a las máquinas de coser, pero sí que subsisten algunos modos sutiles de doblegar al trabajador; prácticas específicas que los organismos internacionales equiparan a la esclavitud.
En su “Listado de bienes producidos por trabajo infantil o trabajo forzado”, EE.UU. pone en la mira los textiles producidos en Bangladesh, Birmania, China, India, etc.
La mayor atención que la tragedia del Rana Plaza suscitó sobre la industria no ha evitado situaciones de este tipo. La iniciativa Walk Free, que publica periódicamente informes sobre esclavitud moderna, registraba en su investigación de 2018 varios casos, como el de decenas de obreras birmanas en Malasia que trabajaban 10 horas diarias, sin cobrar horas extra y con sus pasaportes retenidos por sus empleadores, lo que les dificultaba zafarse de estos y regresar. O como, en la India, el de trabajadoras recluidas en hoteles pertenecientes a los dueños de las fábricas de ropa. En estos sitios, las mujeres quedaban forzosamente disponibles para trabajar cuando se les exigiera, impedidas de sindicalizarse, y con una parte de sus salarios retenidos hasta que sus contratos expiraran (quienes se fueran antes por razón de enfermedad, perdían los pagos pactados). O casos como el de personas obligadas a trabajar para saldar deudas con el empleador…
Por su parte, el Departamento de Trabajo de EE.UU., en su “Listado de bienes producidos por trabajo infantil o trabajo forzado”, de 2022, pone en la mira las confecciones textiles procedentes de Bangladesh, Birmania, China, India, Malasia, Paquistán, Tailandia y Vietnam, por la evidencia de que en sus cadenas de producción ocurren violaciones de las normas internacionales sobre el trabajo.
El texto se detiene en el caso específico de Bangladesh, y afirma que, a día de hoy, hay obreros de la industria textil que experimentan condiciones laborales equivalentes al trabajo forzado, como la obligación de hacer horas extras sin la debida compensación. “Además de esto, con frecuencia los capataces someten a los trabajadores a situaciones de violencia y acoso por no cumplir las metas de producción. Las trabajadoras son a menudo víctimas de abuso físico y sexual, como castigo por no alcanzar los objetivos. (…) Se concluye que el sector de las confecciones textiles tiene trabajadores que laboran contra su voluntad, bajo amenaza de castigo”.
La justicia, necesaria en toda la cadena (no solo aquí)
Como no hay que contar automáticamente con que la mayoría de los consumidores se leen los informes de la OIT antes de echar unos vaqueros en la bolsa y pasar por caja, algunos gobiernos, instituciones supranacionales, ONG y gente común con sensibilidad por lo que les pasa a otros promueven iniciativas para evitar que la ropa y el calzado producidos en condiciones como las expuestas lleguen a los percheros o estantes de las tiendas de Occidente.
Con este objetivo se ha formulado la campaña Good Clothes / Fair Pay, una iniciativa ciudadana europea impulsada por más de 60 entidades concienciadas con el tema, que insta a la Comisión Europea (CE) a exigir a las marcas y a las empresas minoristas que se aseguren de que todos los trabajadores a lo largo de la cadena de suministros perciben salarios justos.
La CE, no obstante, ya ha venido avanzando en este asunto y ampliando el área de acción más allá de los textiles (la minería, la extracción de hidrocarburos, la agricultura, la pesca, etc.). En 2022, inició la tramitación de su “Directiva sobre la diligencia debida en materia de sostenibilidad empresarial”, la cual impone a las empresas el deber de identificar, en cualquier tramo de la cadena de valor –y tanto en las propias compañías europeas como en las subsidiarias extracomunitarias–, las violaciones de derechos humanos que estén ocurriendo, y de actuar para ponerles fin y minimizar su impacto.
El documento establece que las compañías deben velar por que los trabajadores, no solo los que venden la camisa en Europa, sino también los que en algún remoto taller de la India enhebran las agujas de coser, disfruten de un entorno laboral seguro y saludable, un salario digno, un sitio adecuado donde quedarse a descansar si fuera el caso, una libertad de movimientos plena, etc. Las empresas deben evitar el empleo de menores en edad escolar y cualquier situación de trabajo forzado. Donde observen que algo de lo anterior no se cumple, están obligadas a intervenir.
Sobre el papel está muy bien. Cuando se trasponga a las legislaciones nacionales y los gobiernos empiecen a pedir cuentas concretas, quizás caigamos en que las etiquetas y el “Made in…” nos contaban algo además de la talla.