Contrapunto
Gran Bretaña es el país de Europa occidental con mayor tasa de embarazos de adolescentes: más de 40 por mil menores de 18 años. Entre las jóvenes que quedan embarazadas, los abortos han subido del 36% al 39% en la última década (al 46% en Inglaterra y Gales). En el mismo periodo se han duplicado los casos de enfermedades de transmisión sexual, hasta 1,3 millones en 2001 (cfr. servicio 53/04).
No será por falta de anticonceptivos. La píldora del día siguiente y la versión para uso habitual se dispensan libremente a las chicas en las clínicas de planificación familiar. Para evitar injerencias familiares, desde 1985 los médicos no están obligados a informar a los padres. Pero como las adolescentes son olvidadizas, hace tres años el gobierno autorizó que se les administraran implantes o inyecciones anticonceptivas de efecto prolongado, unos tres meses, también sin necesidad de preguntar a los padres.
A principios de mayo se ha sabido que, desde que comenzó el programa, 400 jóvenes menores de 16 años han recibido implantes, y a otras 2.500 menores de 15 años les han puesto inyecciones. La difusión de estos datos ha suscitado la polémica sobre los efectos secundarios de estos anticonceptivos en chicas.
El escaso éxito de la estrategia anticonceptiva se podría haber previsto. Un libro publicado en 1989 advertía: «Los datos muestran que el masivo incremento de la promiscuidad juvenil protegida con la contracepción no se ha acompañado de la anunciada disminución del número de embarazos o abortos». Quien así escribió es Victoria Gillick en A Mothers Tale (Hodder & Stoughton; versión española: Relato de una madre, Rialp, 1990). Para mayor claridad, la autora reproduce unas elocuentes palabras del Dr. Malcom Potts, director de la Planned Parenthood Federation en 1973, en una conferencia en el Sydney Sussex College. «No podemos frenar la fecundidad humana mediante la simple contracepción, comenta. Tiene que haber un servicio complementario, fundado en la esterilización y el aborto. A medida que la gente se adhiere a la contracepción, se produce un aumento, no una disminución del número de abortos. Por ello, los médicos, cuando falla la contracepción, como a veces lo hace, deberían ser capaces y estar dispuestos a proporcionar, como si fuera un servicio post-venta, el apoyo al aborto, lo mismo que deberían practicar la esterilización a quien la pidiera».
Pero los avisos de Gillick cayeron en saco roto, y eso que ella hizo mucho más que escribir un libro. Su batalla comenzó en 1981, cuando una circular del Ministerio de Sanidad autorizó a los médicos de la Seguridad Social a recetar anticonceptivos a chicas menores de edad sin consentimiento paterno previo. Victoria Gillick, católica conversa, pintora de profesión, casada y madre de diez hijos, exigió de las autoridades sanitarias de su región el compromiso formal de que en ningún caso darían anticonceptivos a sus hijas sin su permiso. Como no accedieron, llevó el asunto a los tribunales. Perdió la demanda en primera instancia y luego la ganó en apelación. Al final, la Cámara de los Lores sentenció definitivamente en contra de Gillick en 1985 (la historia completa se puede leer en el servicio 173/90).
Veinte años después se comprueba que los problemas que ahora se lamentan no se resuelven con la química, sino con la educación de los jóvenes en la responsabilidad sexual. Al fin y al cabo, Victoria Gillick solo exigía que respetasen su derecho a educar a sus hijos. Pese a los esfuerzos de esta mujer tenaz, todos los padres británicos perdieron ese derecho, y a despecho de los resultados, los burócratas siguen creyendo que ellos saben hacerlo mejor.
Javier Táuler