La participación de los políticos en los programas televisivos es vista como un signo de cercanía, en la línea de la nueva política para la gente que reivindican Ciudadanos y Podemos. Pero el entretenimiento político no siempre favorece la reflexión serena sobre las medidas que habrán de concretar las promesas electorales.
Los líderes de los nuevos partidos emergentes en España, Albert Rivera (Ciudadanos) y Pablo Iglesias (Podemos), han sabido aprovechar la impresión dejada por el bronco cara a cara entre el presidente del gobierno, Mariano Rajoy, y el líder del PSOE, Pedro Sánchez, que fue seguido por 9,7 millones de espectadores (48,6% del share).
“España no puede vivir una nueva etapa política con viejos partidos que no saben ponerse de acuerdo”, dijo Rivera al día siguiente. “Los españoles están un poco cansados del ‘y tú más’”, apostilló Iglesias. E hizo notar que él y Rivera debatieron “en otro tono” cuando los juntó en un bar el programa Salvados de La Sexta.
Frente a la vieja política, los llamados “candidatos del cambio” se han esforzado por presentarse bajo la marca de la ilusión. Y la han sabido vender desde los platós televisivos, en busca de una audiencia masiva inalcanzable por otros medios.
La idea de librar la batalla electoral en estos escenarios tiene que ver con la nueva forma de hacer política, pero también con el empeño de buscar votos allí donde está la gente. Según un estudio de la consultora Kantar citado por Fernando Garea en El País, la televisión se ha convertido en el medio preferido por el 53,8% de los electores en España para seguir la campaña. Le siguen Internet y las redes sociales (21,9%); la radio (11,4%); los periódicos y publicaciones en papel (9,6%) y, en último lugar, la asistencia a mítines y otros actos de los partidos (0,8%).
Los partidos tradicionales han tomado nota y, durante los últimos meses, sus líderes se han dejado ver en programas de máxima audiencia como El Hormiguero de Antena 3; En la tuya o en la mía, presentado por Bertín Osborne (RTVE); ¡Qué tiempo tan feliz!, de María Teresa Campos, o El programa de Ana Rosa, ambos de Telecinco.
La cara del líder
Estos programas de entretenimiento logran mostrar el lado humano de los candidatos. Desde el sofá de Bertín Osborne, Rajoy habló de sus padres, de su accidente en coche, de su relación con otros políticos… Sánchez hizo lo propio y habló con el cantante sobre sus estudios, sus ligues de juventud, su familia…
Pero los contenidos de los programas electorales importan menos, como advirtió el politólogo italiano Giovanni Sartori en su libro Homo videns: “La televisión personaliza las elecciones. En la pantalla vemos personas y no programas de partido”.
Un efecto posible es que en la elección del candidato puede acabar pesando más su imagen que sus ideas: “Cuando hablamos de personalización de las elecciones queremos decir que lo más importante son los ‘rostros’ (si son telegénicos, si llenan la pantalla o no) y que la personalización llega a generalizarse, desde el momento en que la política ‘en imágenes’ se fundamenta en la exhibición de personas”.
De este modo, dice Sartori, resulta muy difícil convertir la información en conocimiento: “La preponderancia de lo visible sobre lo inteligible, nos lleva a un ver sin entender”.
Somos como vosotros
En Estados Unidos, los candidatos republicanos y demócratas en la carrera a la nominación presidencial también se han apuntado con entusiasmo a la política espectáculo. Allí el formato preferido son los populares talk shows nocturnos, en los que han participado Bernie Sanders y Hillary Clinton por el lado demócrata, o Donald Trump, Jeb Bush y Chris Christie, por el republicano.
El fenómeno no es nuevo, explica Erik Sherman en Fortune. Desde que John Kennedy se lanzó al plató en 1960, los candidatos han aprovechado esos programas para mostrarse cercanos y combatir la idea de que pertenecen a una clase aparte. Un ejemplo paradigmático fue la aparición de Bill Clinton en un show tocando el saxofón con gafas de sol, un año antes de ser elegido presidente de EE.UU.
Fernando Vallespín, catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid, advierte que la alianza entre política y espectáculo es un fenómeno natural. “El político siempre fue, y sigue siendo, un traficante de emociones, y estas encuentran su medio idóneo en esos programas tan cercanos al hombre-masa. Al hacerse presente en ellos deja de parecer ‘élite’ y puede acercarse a las preocupaciones del hombre común. (…) En todo caso, no puede criticarse al político showman sin hacerlo también al tipo de cultura que les lleva a convertirse en tales”.
Agitar emociones
La política espectáculo, sin embargo, se vuelve problemática cuando consigue confundir respecto a las promesas y los programas electorales. Agitar “una emoción positiva como es la esperanza (…) no es malo en sí, porque sin ella no hay posibilidad de cambio”, escribe Vallespín. “Pero se echa en falta un mayor fact-check [comprobación de datos], un riguroso análisis de lo que es factible de verdad o solo humo electoral”.
La vídeo-política va de la mano del auge de la cultura emocional: “La televisión favorece –voluntaria o involuntariamente– la emotivización de la política, es decir, una política dirigida y reducida a episodios emocionales”, en palabras de Sartori.
A la cultura de la imagen le interesa explotar los “mensajes ‘candentes’ que agitan nuestras emociones, encienden nuestros sentimientos, excitan nuestros sentidos y, en definitiva, nos apasionan”. ¿Qué hay de malo en apasionarse? Nada, “cuando se hace en su momento y en su lugar”, responde Sartori. Pero “para administrar la ciudad política es necesario el logos”, que es saber y no pathos.
Para recuperar el equilibrio entre ambos son interesantes los artículos periodísticos publicados tras el cara a cara entre Rajoy y Sánchez (aquí uno de El Español y otro de El Confidencial), que comprueban los datos sobre empleo, pensiones, impuestos y otros citados en el debate.
La televisión favorece un modo de hacer política dirigido a agitar emociones
El camino hasta el cerebro del votante
Charles Lane, columnista del Washington Post, también cree que la política siempre ha tenido que ver con el entretenimiento. Al menos en EE.UU. donde, a diferencia de lo que ocurre en los sistemas de elección basados en listas de partido, los candidatos tienen que hacerse valer a través de una multimillonaria maquinaria.
Y lo cierto es que la política como entretenimiento cumple una función: captar la atención de los electores, que es la única forma de que escuchen tus ideas. “Dicho en términos sencillos: el camino hasta el cerebro del votante pasa por las tripas y el corazón. Si quieres que la gente piense, primero tienes que hacerles sentir”.
E insiste: “Las ideas más profundas de Shakespeare se hubieran ido a la papelera si sus obras no hubieran sido emocionantes, divertidas, conmovedoras. De modo similar, muchas buenas ideas –los derechos civiles, el sufragio femenino, la victoria de la Guerra Fría– podrían haber quedado fuera de la democracia si sus defensores hubieran aburrido al público”.
Trump en el Coliseo
Pero el espectáculo de luz y sonido que es la política estadounidense también tiene su parte tediosa: “convertir las promesas electorales en realidad política”. Los políticos sensatos “entienden esta distinción y se ajustan a ella”, añade Lane. Todo lo contrario de la idea de política que parece tener Donald Trump, favorito en las encuestas de las primarias republicanas.
Lane cita un pasaje del libro El arte de la negociación, en el que Trump explica cómo su profesión le ha enseñado a “jugar con las fantasías de la gente”. “Puede que las personas no siempre piensen a lo grande por sí mismas, pero todavía pueden emocionarse con quienes lo hacen. Por eso, una pequeña hipérbole nunca hace daño. La gente quiere creer que algo es lo más grande, lo más importante, lo más espectacular”.
La cita de Trump recuerda al consejo que recibe Máximo (Russell Crowe), el general convertido en gladiador, en la película de Ridley Scott: “Gánate al público”. Pero mientras Máximo llegaría a destacar por su compasión, el magnate estadounidense ha convertido su particular Coliseo –más de 5 millones de seguidores en Twitter y 650.000 en Instagram– en un escenario para atacar e insultar.
La campaña de Trump no tiene nada de caótica. Un análisis de sus discursos y mensajes de los últimos seis meses, realizado por The Washington Post, sugiere que el magnate estudia casi en tiempo real el eco que tienen en las redes sociales sus diatribas. Si detecta que una línea de ataque gusta a sus seguidores, la prolonga en el tiempo con más carnaza. Pero si no tiene éxito, prueba con otro tema.
Otras veces, los bandazos –más metódicos de lo que parecen– se explican por el ascenso en los sondeos de alguno de sus rivales republicanos. Entre julio y octubre, cuando Jeb Bush aún era un candidato sólido, Trump cargó contra él en más de 50 tuits y retuits. A principios de noviembre la tomó con Ben Carson, que estaba despuntando en Iowa. Y lo mismo ha hecho últimamente con Marco Rubio, otro candidato en alza.
En un país muy polarizado por las convicciones ideológicas, el fenómeno Trump no se puede imputar solamente a la política espectáculo. Pero está claro que el empresario conoce sus reglas y sabe cómo sacarle partido.