El acuerdo nuclear de las grandes potencias con Irán ha despertado mayores expectativas que los propios contenidos del texto firmado en Viena. Pese a los recelos de los sectores más conservadores del régimen islamista, Irán puede felicitarse por los resultados obtenidos.
El efecto menos deseado del acuerdo con Irán ha sido el deterioro alarmante de las relaciones entre Israel y EE.UU.
Para empezar, su principal enemigo, EE.UU., al que los ayatolás califican de “Gran Satán”, ha abandonado su viejo propósito de cambiar por la fuerza el régimen iraní y ha buscado no solo la coexistencia con Teherán sino incluso forjar intereses comunes en el convulso Oriente Medio de nuestros días, sobre todo por la amenaza desatada por la expansión territorial del Estado Islámico (EI).
En cualquier caso, el acuerdo con Irán no puede ser comparado, al menos de momento, con la distensión con la China de Mao a partir del histórico viaje de Nixon y Kissinger en 1972. Es cierto que Pekín y Washington tenían en la URSS un enemigo común y que la China de entonces practicaba el radicalismo de la revolución cultural y tampoco renunciaba a seguir ayudando a Vietnam del Norte en la guerra contra EE.UU. ¿Es comparable con la situación de hoy? ¿Se pueden aunar fuerzas contra el EI.
El EI como contrapeso de Irán
El problema es que en la región hay muchos más actores, en su mayoría aliados de Washington y que desconfían del régimen iraní. La tarea urgente de la Administración Obama es tranquilizarles y darles garantías de seguridad. La cumbre de Camp David con los países de la Organización de Cooperación del Golfo, del pasado 14 de mayo, iba en ese sentido, si bien el presidente norteamericano no dio muestras de querer establecer con las monarquías petroleras del Golfo un acuerdo de seguridad de características similares al de la OTAN, aunque formalmente les siga considerando aliados estratégicos. Los norteamericanos pretenden vender a sus socios que el acuerdo contribuirá a la estabilidad de la región. No obstante, Arabia Saudí sigue viendo en Irán a su gran enemigo político y religioso, en unos momentos en que los conflictos en Oriente Medio son percibidos como un enfrentamiento entre los ortodoxos suníes y los herejes chiíes.
Los saudíes saben que el EI es su enemigo, pero ven con más inquietud la influencia de Irán en el territorio que se extiende desde el Mediterráneo al Golfo Pérsico. El Irán chií apoya a Hamás en la franja de Gaza, a Hezbolá en el Líbano, a Assad en Siria, al gobierno de Bagdad en Irak y a los hutíes en Yemen. De ahí que a Arabia Saudí le resulte preocupante el levantamiento de las sanciones internacionales contra Irán. Esto supone un balón de oxígeno para la economía iraní que se beneficiará de inversiones internacionales y pondrá más barriles de petróleo en el mercado con la consiguiente acentuación del descenso de los precios del crudo. Según los saudíes, aumentará la financiación a los grupos armados chiíes en los países antes citados con el consiguiente retroceso de los suníes, a los que un régimen como el de Arabia Saudí pretende representar. Ante esta posibilidad, el EI se convierte en un asunto secundario. Por el contrario, y aunque nadie lo confiese abiertamente, casi es un factor de estabilización frente a la hegemonía iraní.
Arabia Saudí sigue viendo en Irán a su gran enemigo, ahora que los conflictos en Oriente Medio son percibidos como un enfrentamiento entre suníes y chiíes
Nuevo reparto de influencias
El acuerdo nuclear, por tanto, no disipa recelos ni sospechas. Hay quien asegura incluso que de aquí saldrá un nuevo reparto de influencias en Oriente Medio. Las especulaciones más atrevidas lo comparan incluso con el acuerdo franco-británico de 1916 que trazó el actual mapa de la zona. A cambio de que Irán garantice la seguridad de Israel y los aliados árabes de EE.UU. en la región, Washington le permitiría “estabilizar” Siria e Irak, y esto contribuiría a la derrota del EI.
Ni que decir tiene que los saudíes nunca aceptarían la formación de un “eje chií” del Mediterráneo al Golfo Pérsico. Tampoco la Turquía islamista de Erdoğan ve con entusiasmo el acuerdo y no solo por motivos religiosos. A Ankara le puede preocupar la expansión de la fe chií, pero le preocupa más todavía que los turcos puedan quedar reducidos a un papel secundario en la región. Quedan atrás los tiempos en que Erdoğan aplaudía las revueltas de la Primavera Árabe como instrumento para expandir su influencia islamista. Por el contrario, el régimen sirio de Assad, su principal enemigo, se consolidará tras el acuerdo, aunque no pueda ejercer la soberanía sobre la totalidad de su país.
El enemigo común de Israel y Arabia Saudí
Otra consecuencia del acuerdo será un mayor acercamiento diplomático entre Israel y Arabia Saudí Les separa, sin duda, la cuestión palestina, pero les une el temor a Irán. Ambos consideran que el acuerdo solo representa una tregua que aplazará durante quince años la obtención por los iraníes del arma nuclear. Además, los desacuerdos entre Obama y el primer ministro israelí Netanyahu han sido patentes. De ahí que fuera llamativo el encuentro público, a principios de junio, en la sede de un think tank de Washington, entre un diplomático israelí, Dore Gold, y un general saudí retirado y antiguo embajador en EE.UU., Anwar Eshki. Es un modo con que los gobiernos de los dos países manifiestan una vez más su desacuerdo con Obama. Recordemos que el príncipe saudí Walid bin Talal decía recientemente que el presidente estadounidense se ha convertido en “un juguete en manos de Irán”.
Quizás el efecto menos deseado del acuerdo con Irán ha sido el deterioro alarmante de las relaciones entre Israel y EE.UU. Tanto es así que los candidatos favoritos en la carrera a la Casa Blanca, la demócrata Hillary Clinton y el republicano Jeb Bush, tienen entre sus propósitos electorales recuperar la confianza entre dos aliados indispensables en Oriente Medio.