Una campaña abolicionista de hace 200 años como guía práctica para la acción social
¿Es posible que un puñado de hombres movilice a la opinión pública para acabar con una lacra social ampliamente aceptada en su época? Hace ahora 200 años lo que empezó como una iniciativa de un grupo de cuáqueros concluyó con la abolición de la trata de esclavos en Gran Bretaña, el mayor imperio de entonces. El libro de Adam Hochschild «Enterrad las cadenas» (1) cuenta la primera campaña de movilización ciudadana organizada de la que tenemos constancia escrita, como precedente y modelo de los actuales movimientos sociales.
«Enterrad las cadenas» nos descubre un movimiento social casi olvidado, el de los abolicionistas británicos de finales del siglo XVIII, y nos describe de manera pormenorizada la campaña que supuso el comienzo del fin de la esclavitud en todo el mundo.
Desde el comienzo, ante la sorprendente aceptación social que entonces tenía la esclavitud, el lector se pregunta: ¿hasta dónde puede llegar la ofuscación de los hombres, capaces de convivir durante siglos con el tráfico de esclavos? Resulta sorprendente el escaso número de personas que veían una contradicción entre la libertad de los blancos y la servidumbre de los negros. Locke, Voltaire o la Iglesia anglicana participaron de una forma u otra en la esclavitud. A continuación surge un temor: ¿no estaremos conviviendo en la actualidad con atrocidades similares?
Poner fin a la esclavitud no parecía entonces más que un sueño ridículo. En realizar ese sueño se empeñaron personajes históricos como William Wilberforce, Thomas Clarkson o Granville Sharp, que ocupan injustamente un papel secundario en los libros de historia. Con ellos nació el movimiento abolicionista, que comenzará a diseñar estrategias y a aplicar herramientas de presión social que se siguen utilizando hoy en día.
Pocos pero muy organizados
El 22 de mayo de 1787 se reunía en la librería de James Phillips la primera comisión abolicionista formada por 9 cuáqueros y 3 anglicanos. Es interesante ver cómo, en un momento en que se cuestiona el papel de la religión en las sociedades democráticas, la fe actuó como principal impulso inspirador para la mayoría de los hombres que llevaron a cabo esta gesta. De ahí que resulte sorprendente el afán del autor por separar su comportamiento de sus convicciones, incluso ridiculizando estas, como si no estuvieran intrínsecamente unidas.
Aunque sólo una persona, Thomas Clarkson, estaba dedicada a tiempo completo, desde el comienzo de las reuniones las actas nos muestran una organización concienzuda en los aspectos metodológicos. Cuando se asigna una tarea a alguien, la persona y su tarea reaparecen semanalmente en las listas hasta que el trabajo ha concluido. Para mantener cohesión en el grupo imprimían periódicamente de quinientos a mil ejemplares de una «Carta a nuestros amigos del país para informarles sobre el estado de los asuntos».
El grupo se financiaba de manera privada. Unas 2.000 personas aportaban algún dinero, y existían contactos -la mayoría cuáqueros, aunque no todos- en treinta y nueve países.
Lo primero fue definir el objetivo. Debían elegir entre tratar de conseguir la abolición de la trata de esclavos o la emancipación de todos ellos. Liberar de inmediato a todas las personas esclavizadas se interpretaría como una intromisión en los derechos de propiedad de los plantadores.
Así que decidieron centrarse en la abolición de la trata, decisión que se demostró muy acertada. La abolición de la trata constituiría un hachazo en la propia raíz de la esclavitud. Al interrumpirse la trata, la población esclava se extinguiría con la muerte o los plantadores se verían forzados a tratar a sus esclavos mucho mejor.
La batalla de la opinión pública
Aquel grupo bien organizado fue pionero en la utilización de herramientas empleadas desde entonces por las organizaciones de defensa de los derechos civiles.
La sociedad en la que nace este movimiento es digna de presentación: «La mayoría de los británicos no tenía derecho de sufragio. La Cámara de los Lores, no elegida, incluía a varios cientos de nobles y veintiséis obispos de la Iglesia de Inglaterra. Además, las personas con voto para la Cámara de los Comunes eran menos del 5 por 100 de la población, y exclusivamente hombres. (…) Las campañas electorales, con sus abigarradas avalanchas de discursos, desfiles de bandas, canciones y hojas votantes repletas de denuncias anónimas y carteles insultantes eran un espectáculo presenciado por todos, tanto votantes como personas sin derecho a voto. Millones de ciudadanos podían aplaudir o abuchear a los candidatos. Aunque la mayoría no pudiese votar, los británicos vivían, no obstante, en una cultura democrática».
La comisión era consciente de la importancia de cambiar el sentir popular sobre la esclavitud y empezó su labor de opinión pública dando ejemplo: sus miembros fueron obligados a liberar e indemnizar a los esclavos. Para realizar una labor eficaz en la opinión pública recurrieron a testimonios de primera mano sobre el trato inhumano al que eran sometidos los esclavos. Con este fin al principio de la campaña se preparó un viaje dirigido a encontrar testigos, organizar simpatizantes y recabar más información de la fuente originaria, los grandes puertos esclavistas de Bristol y Liverpool.
Junto a la relación personal y las reuniones en las casas, la campaña comenzó a utilizar los medios de comunicación para multiplicar su alcance. «A mediados de la década de 1780 se publicaba en Londres una docena de periódicos, casi todos diarios.
En otros lugares de Gran Bretaña había cuarenta y nueve periódicos, además de docenas de revistas. La prensa fue fundamental para la difusión del sentimiento antiesclavista: reimprimía artículos, publicaba llamamientos para recaudar fondos y sus informes sobre mítines y peticiones abolicionistas en las ciudades de provincias estimulaban la realización de acciones similares en otras partes».
Junto a los artículos en los periódicos, algunos de los antiesclavistas más conocidos utilizaron la imprenta con acierto. John Newton publicó un enérgico folleto de quince páginas «Pensamientos sobre el comercio de esclavos africanos», del que se editaron 20.000 ejemplares que distribuyeron a la familia real y otras personalidades. Un antiguo esclavo, Equiano (Gustavus Vassa), publicó su autobiografía que rápidamente se convirtió en un auténtico «best seller», traducido a otros idiomas.
En esta labor de difusión ayudaron mucho las numerosas asociaciones de debate que florecían en Gran Bretaña en esos años y en los que se organizaron debates públicos sobre la abolición del tráfico de esclavos. Incluso lograron que en 1785 en la Universidad de Cambridge el certamen más prestigioso de ensayos en latín del país versara sobre la pregunta: «Anne liceat invitos in servitutem dare?»
El boicot al azúcar esclavista
Las instituciones educativas de élite demostraron ser un buen lugar para transmitir el mensaje. Con este fin se crearía una subcomisión de la sociedad y se contrató a un equipo de media docena de conferenciantes que trabajaban a jornada completa y a quienes se pagó un salario anual de 200 libras.
Grupos femeninos hicieron campaña «puerta a puerta», «visitando, por ejemplo, en cuatro años más del 80 por 100 de los hogares de Birmingham».
Uno de los mayores éxitos de la campaña fue involucrar a una gran parte de la población en el boicot a la azúcar producida en plantaciones esclavistas. «Cientos de miles de personas dejaron de consumir azúcar. El boicot estalló como respuesta al rechazo del proyecto de ley para la abolición de la esclavitud por el Parlamento en 1791 (…) Algunos simplemente optaron por consumir azúcar importada de la India. (…) las ventas de azúcar descendieron entre una tercera parte y la mitad. La venta de azúcar de la India se multiplicó por más de diez en un periodo de dos años e incluso los anuncios incluían en su etiquetado leyendas como ‘producido por personas libres'».
El «lobby» en el Parlamento
Junto a la labor de sensibilización social, toda campaña de presión necesita actuar ante los poderes públicos. De ahí que una de las primeras acciones desarrolladas por la organización fuera buscar a un parlamentario dispuesto a defender la causa en la Cámara de los Comunes, William Wilberforce.
Era necesario introducir el tema en la agenda política, y así lo hicieron al presentarlo ante el Consejo Privado del Parlamento que comenzó a estudiarlo y llamó a testificar. En ese momento, y en ocasiones posteriores, los activistas recorrerían el país en busca de testigos oculares dispuestos a declarar ante el Parlamento.
En mayo de 1789 se presenta la primera propuesta contra la esclavitud, en una sesión en la que, según Edmund Burke, se escuchó uno de los mejores discursos de la historia. Nadie podía esperar que ni siquiera el parlamentario mejor dispuesto dominara la montaña de materiales generada por la investigación. De ahí que, días antes del debate, un grupo de abolicionistas emprendiera «un febril maratón colectivo de preparación de textos a fin de condensar unos tres años de testimonios en un relato lo bastante breve como para darlo a leer a cada uno de los diputados. Luego, la comisión se lo envió a todos ellos».
Las propuestas abolicionistas fueron rechazadas en la Cámara en reiteradas ocasiones y el debate sobre la esclavitud terminó convirtiéndose en un clásico. En las elecciones fue un tema importante en algunos distritos. «Los candidatos al Parlamento eran clasificados por la Comisión de Actividades que publicaba sus listas en los periódicos y en carteles mostrando la postura de cada uno de ellos respecto a la emancipación: Contrario, Dudoso o Recomendado con absoluta confianza. Pronto los parlamentarios empezaron a enviar cartas a la sede central mencionando cualquier hecho que pudiera confirmar sus buenas intenciones».
Otra forma de involucrar a la gente en la presión al Parlamento fue a través del ejercicio del derecho de petición, recogido en la Declaración de Derechos de 1689.
El derecho de petición
Así comenzó a aparecer algo nuevo y subversivo en la vida política inglesa: la movilización sistemática de la opinión pública en todo el espectro de las clases sociales. «Nuestra idea de la opinión pública abarca incluso a quienes no tienen voto -declaraba uno de los folletos de la comisión por la abolición-. (…) Son muchas las cosas que pueden depender de su juicio, su voz (aunque no su voto) y su ejemplo» .
Otra herramienta fue el envío de cartas al alcalde o a algún otro magistrado importante de cada una de las ciudades principales de Gran Bretaña, instándoles a presentar peticiones antiesclavistas similares o la celebración de alguna manifestación como la que marchó hasta las oficinas del Primer Ministro en Downing Street.
Tras los repetidos fracasos en sede parlamentaria, los defensores de los esclavos optaron por modificar la estrategia de la mano de James Stephen. «Stephen propuso un proyecto de ley que prohibía a los súbditos, astilleros, armadores y aseguradores británicos participar en el comercio de negros con las colonias de Francia y sus aliados. (…) Era difícil argumentar contra el proyecto de ley, pues ¿quién podía oponerse a impedir comerciar con el país con el que Gran Bretaña había estado luchando durante más de una década? Sin embargo aquella ley tenía un alcance mucho mayor de lo que parecía. Un secreto bien guardado era que muchos, quizá la mayoría, de los barcos negreros norteamericanos supuestamente neutrales eran en realidad de propiedad británica, tenían tripulaciones británicas y habían sido armados en Liverpool. Lo único americano que llevaban encima era la bandera. En nombre de la campaña de guerra, el nuevo proyecto de ley, la denominada Ley para el Comercio Extranjero de Esclavos reduciría aproximadamente en dos tercios la trata de esclavos británica».
Cuando un parlamentario de Liverpool recurrió al conocido argumento de que otras naciones se aprovecharían del negocio de la trata de esclavos perdido por Gran Bretaña, «Doyle replicó con acritud que su razonamiento era como el de un salteador que dijera ‘Si no hubiese cometido el atraco, lo habría hecho Hill Bagshot, que estaba apostado más adelante. Además, he tenido muchos gastos , he comprado cuatro o cinco caballos que solo sirven para detener a caballeros en la carretera'».
Campaña internacional
Otra de las estrategias de campaña que demostró su eficacia fue la de internacionalizar el problema, que se planteó como algo universal. Se empezó con la traducción de algunos de los libros y folletos a los idiomas de otras potencias que comerciaban con esclavos: al francés, al portugués, al danés, al holandés y al español. Se trató de involucrar, a través del envío de cartas, a los reyes de Suecia y España. Especialmente fluida fue la relación con los revolucionarios franceses en los orígenes de la revolución y con los activistas norteamericanos.
Los activistas contrarios a la esclavitud consiguieron presionar a otros monarcas cuando el zar Alejandro I de Rusia y el rey Federico Guillermo III de Prusia acudieron a consultar con sus aliados británicos.
En resumen, una colección de recursos como la elaboración de informes técnicos, la movilización de voluntarios, la presentación de testimonios directos, la recogida de firmas, las peticiones ante distintas instituciones, el uso de panfletos, de caras conocidas, el recurso al humor, la publicidad en medios de comunicación o incluso la internacionalización de la campaña… dieron lugar el 25 de marzo de 1807 a la abolición de la trata de esclavos.
El arte al servicio de la abolición
En la labor de difusión el «marketing» y el arte se convirtieron en eficaces aliados. Un empresario de éxito, Josiah Wedgwood, «pidió a uno de sus artesanos que diseñara un sello para estampar la cera utilizada para sellar sus paquetes. Mostraba a un africano encadenado y de rodillas que alzaba las manos en actitud de súplica, rodeado por las palabras: ‘¿no soy hombre y hermano?'» La imagen reproducida por todas partes, desde libros y hojas volantes hasta cajas de rapé y gemelos, constituyó un éxito instantáneo. El africano arrodillado de Wedgwood, un equivalente de las chapas que nos ponemos hoy para las campañas electorales, fue probablemente el primer logotipo de amplia utilización ideado para una causa política. Clarkson entregó quinientos medallones con aquella figura a las personas que fue conociendo. «Algunas señoras la llevaban en brazaletes, y otras la engarzaron de forma ornamental en alfileres para el pelo».
Otro colaborador del movimiento elaboró una lámina con un diagrama de un barco negrero completamente cargado, el «Brookes», que transportaba esclavos de la Costa de Oro a Jamaica. «El esquema daba medidas en pies y pulgadas mostrando al mismo tiempo a los esclavos alineados muy juntos en hileras, tumbados y con sus cuerpos en contacto o contra el casco del barco. La comisión se esmeró en no exagerar: el diagrama mostraba a 482 esclavos, aunque en viajes anteriores el «Brookes» había trasportado incluso entre 609 y 740. El diagrama comenzó a aparecer en periódicos, revistas, libros y folletos. Al constatar la fuerza de aquella nueva arma, la comisión imprimió también sin tardanza más de siete mil ejemplares a modo de carteles, que fueron colgados por todo el país en las paredes de casas y pubs».
Nuevas armas como las composiciones poéticas se fueron añadiendo al arsenal abolicionista. John Newton pidió a su amigo el conocido poeta William Cowper que escribiese algún poema, y Cowper respondió con «La queja del negro», que -según el comentario de Clarkson- «se difundió por casi toda la isla. Se le puso música y, seguidamente, se abrió camino hasta las calles donde se cantaba como una balada».
Los abolicionistas no solo tuvieron que movilizar a la opinión pública, sino también contrarrestar la propaganda de los que se beneficiaban del negocio de la trata de esclavos.
El enemigo también se moviliza
La Comisión para las Indias Occidentales reunía a comerciantes y armadores y a los propietarios de plantaciones. Su campaña de propaganda se financió mediante un canon impuesto a sus miembros por cada barril de azúcar o ron o bala de algodón importados.
Lo primero que pensaron fue introducir eufemismos: «En vez de denominarles esclavos, llamemos a los negros ‘plantadores auxiliares’: así no tendremos que oír luego esas violentas protestas contra la trata de esclavos por parte de teólogos piadosos, poetisas de corazón tierno y políticos miopes». Además, los plantadores comenzaron a llevar a visitantes ingenuos a realizar giras en las que les presentaban una realidad engañosa, paseándoles por hogares de capataces y no por las casas mucho más abarrotadas de los trabajadores corrientes del campo.
Rafael RubioACEPRENSA____________________(1) Adam Hochschild. «Enterrad las cadenas». Península. Barcelona (2006). 432 págs. 23 €. T.o.: «Bury the Chains. Prophets and Rebels in the Fight to Free an Empire’s Slaves». Traducción: José Luis Gil Aristu.