Se acaban de cumplir diez años de la Convención sobre los Derechos del Niño, aprobada por la ONU en 1989 y hoy ratificada por casi todos los países. Este documento se inscribe dentro de la tendencia, tan característica de nuestro tiempo, a elaborar catálogos de derechos de las personas. Pero los derechos del niño pueden hacer poco cuando falla la protección que naturalmente aseguran los padres. El jurista Akira Morita, profesor de la Universidad de Tokio, lo ha subrayado en una conferencia pronunciada en el II Congreso Mundial de las Familias celebrado en Ginebra (1), cuyas ideas resumimos.
La Convención sobre los Derechos del Niño (CDN) tardó menos de un año en entrar en vigor. Fue aprobada por la Asamblea General de la ONU el 20 de noviembre de 1989, y en la actualidad está ratificada por 191 naciones, todas menos Estados Unidos, que la firmó en 1995, y Somalia, que no la ha firmado.
El proceso de ratificación de la CDN ha sido de una velocidad inusitada para documentos internacionales de derechos humanos: es difícil resistirse a apoyar un documento en favor de los niños. Y aunque se podría pensar que no compromete a nada, la CDN, a diferencia de la Declaración de los Derechos del Niño (1959), es vinculante.
La mayoría de los artículos de la Convención son positivos (2). Pero también contiene normas que, según cómo se interpreten, podrían limitar los derechos de los padres. La contradicción se debe a que la CDN está inspirada en dos corrientes jurídicas muy distintas.
Dos tipos de derechos del niño
Según Akira Morita, profesor de Derecho de la Universidad de Tokio y autor de The Convention on the Rights of the Child, la CDN es un símbolo del espíritu de nuestra época. Por eso contiene dos tipos de derechos del niño: los derechos a la protección y los derechos a la autonomía.
En los ordenamientos jurídicos, lo tradicional es no reconocer autonomía legal a los niños, por su falta de madurez, y tampoco, por tanto, pedirles responsabilidades por sus decisiones. Esto no es una discriminación contra los niños, sino una forma de protegerlos con arreglo a su edad.
La corriente proteccionista manda en la Declaración de los Derechos del Niño, de 1959. El texto se proponía ser una garantía declarativa de los derechos del niño a la protección. A los redactores de la Declaración no se les había pasado por la cabeza el derecho a la autonomía, del que comenzó a hablarse a finales de los sesenta.
Las deliberaciones sobre la Declaración estuvieron marcadas por la oposición entre los países occidentales, que defendían un papel subsidiario del Estado en la educación del niño, y los países socialistas, que propugnaban que el Estado fuera el primer responsable del bienestar de los niños y pudiera intervenir activamente en las relaciones familiares.
Los países libres defendieron que la protección y educación del niño era responsabilidad de los padres. La ley estatal sólo debería intervenir en los casos excepcionales de incapacidad o inmoralidad de los padres para ejercer su misión. El resultado de la disputa fue que la Declaración no sería vinculante para los países signatarios. Una forma que, indirectamente, confiaba en la autonomía familiar y en la autoridad natural de los padres.
Surge la corriente autonomista
A finales de los sesenta, con el deterioro de la autoridad paterna y de la estabilidad familiar, surgió la idea del derecho del niño a la autonomía.
Este concepto introducía cambios en el significado tradicional de la familia, que dejaba de ser un ente orgánico sustentado por la autoridad de los progenitores. El artículo 5 de la CDN es un ejemplo de esta mentalidad: «Los Estados parte respetarán las responsabilidades, los derechos y los deberes de los padres… de impartir al niño, en consonancia con la evolución de sus facultades, dirección y orientación apropiadas para que el niño ejerza los derechos reconocidos en la presente Convención». Aquí, señala Morita, el niño es el sujeto que ejercita derechos independientemente de sus padres.
El problema es que este concepto divide a la familia en sujetos independientes. «Estos derechos paternos de dirección y guía -comenta Morita- no son del mismo orden que la autoridad paterna que precede al Estado. La idea contractual de la familia, basada en derechos y deberes, difiere de la anterior imagen de la familia, concebida como una entidad orgánica. A los niños se les reconocen derechos a la autonomía y se les priva del escudo de la autoridad paterna, obligándoles a enfrentarse con la ley y el Estado directamente».
Si se observa la Convención desde esta perspectiva, la intervención del Estado para asegurar el derecho del niño a la protección -que estaba tan delicadamente tratado bajo el principio de subsidiariedad en la Declaración de 1959- se ha expandido en todos los niveles. Cuestión que inquieta a muchos, ya que los promotores de la CDN han conseguido que, a diferencia de la Declaración de Derechos del Niño, la Convención sea vinculante.
Morita se adhiere a la opinión del Dr. James Lucier, que aportó la base teórica para frenar la ratificación de la CDN en Estados Unidos: «Lo que se está perdiendo en la Convención es la idea de los derechos para las familias… Al dotar al niño de autonomía legal, es decir, con capacidad de ejercer derechos independientemente de la familia, la nueva doctrina pone a la familia en posición de mera cuidadora, limitada a la observancia de los derechos del niño».
La necesidad de dependencia
La idea del derecho del niño a la autonomía es consecuencia de la desconfianza hacia la estructura esencialmente vertical de la relación entre padres e hijos. Ese derecho está tan de moda en las convenciones internacionales porque todavía hay muchas personas enamoradas del ideal de hombre moderno completamente autónomo, y tratan de trasladar este ideal a los niños.
Lo que no está claro es que la relación padres-hijo sea un sistema de subordinación puro y duro. Morita lo explica citando al psiquiatra japonés Takeo Doi, autor de La anatomía de la dependencia.
Doi habla en su libro de la «necesidad de dependencia» que tienen todos los seres humanos. Donde mejor se observa es en la relación entre el bebé y su madre. El niño instintivamente acude a su madre, y esa interrelación alimenta su crecimiento mental y físico. A medida que el niño crece, esa necesidad psicológica surge en multitud de situaciones. El niño acude a sus padres, de quienes depende, y se va identificando con lo que le enseñan.
Por eso, algunas restricciones impuestas por los padres y profesores son necesarias para el desarrollo de la libertad del niño. Los niños aguantan castigos, obedecen órdenes y estudian porque es el paso previo para sentirse queridos y aceptados.
El niño lanza una llamada que los padres deben responder. Cuanto más efectiva sea la instrucción, tanto mejor satisfará la necesidad de dependencia del niño. Pero si los padres olvidan esta relación vertical y establecen una relación igualitaria, tipo «padre-amigo», o le dejan al arbitrio de su espontaneidad, el niño no sabrá en quién volcar su necesidad de dependencia y perderá un canal para madurar psicológicamente.
Los derechos no dan la felicidad
Los derechos, advierte Morita, emergen en el concepto moderno de la ley como un arma para resolver disputas entre individuos con intereses conflictivos. Pero no son el requisito previo de las relaciones interpersonales y de los intereses compartidos. Como dice la profesora estadounidense Mary Ann Glendon, el hombre moderno está obligado a ser un «portador solitario de derechos». Por eso no se puede, en nombre del Derecho, recortar la necesidad de dependencia de los niños, que es fundamental para su desarrollo.
Con esto Morita no quiere decir que los derechos de los niños carezcan de sentido. En la compleja sociedad actual, los niños pueden requerir protección en el caso de estar sometidos a una autoridad paterna abusiva o que no puede cumplir su misión. Pero incluso en esos casos, no conviene olvidar que los derechos no son como la lámpara de Aladino que puede traer la felicidad.
Como conclusión, Morita afirma que pensar que la CDN es la «carta magna» de los niños, no es más que otro mito de la fantasía legal del siglo XX. En su opinión, los niños necesitan la relación con sus padres, no unos beneficios aislados concedidos en nombre de los derechos.
La consecuencia es que el derecho a la autonomía, disociado de la tarea de los padres, queda empobrecido. En cualquier caso, Morita sugiere que si se encuentra el camino para conjugar protección y autonomía de acuerdo con la realidad psicológica de los niños, se habrá superado el mito legal.
Niños en el banquillo
Una consecuencia de considerar «autónomos» a los niños es exigirles responsabilidades penales de modo semejante a los adultos, tendencia en boga en Gran Bretaña y en Estados Unidos. En estos casos no influye la Convención de los Derechos del Niño, sino más bien el ambiente político y popular con respecto a la delincuencia juvenil, así como algunas peculiaridades de los sistemas jurídicos de ambos países. Pero la dureza que últimamente se emplea allí contra los menores acusados de delitos es una muestra de lo que supone que el Derecho penal para los niños sea más sancionador que protector.
Eso precisamente reprocha a Gran Bretaña la sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos sobre el caso Bulger. En este caso, que tuvo una gran repercusión pública, fueron condenados dos niños de 10 años que en 1993 torturaron y asesinaron en Liverpool a otro niño, Jamie Bulger, de dos años. Los jueces de Estrasburgo censuran dos aspectos del proceso por el que se condenó a los culpables. Primero, que se les aplicara las normas procesales de Derecho común, previstas para los adultos, lo que se hizo porque en Gran Bretaña la mayoría de edad penal se alcanza a los 10 años. Entre otras cosas, el fallo señala que «las formalidades y terminología propias de los tribunales para mayores de edad tuvieron que resultar [a los acusados] abrumadoras e incomprensibles».
En segundo lugar, la sentencia critica que se juzgara a los niños en sesión pública, contra lo que exige el Convenio Europeo de Derechos Humanos de 1950 (art. 6.1). La vista, dicen los jueces de Estrasburgo, debería haber sido a puerta cerrada, a fin de «reducir lo más posible la intimidación y la inhibición de unos niños acusados de una infracción grave de la que se hicieron considerable eco los medios de comunicación y el público».
El Tribunal de Derechos Humanos condena también a Gran Bretaña por otro motivo, no relacionado con la protección de los menores. En este caso, se impuso a los reos, en primera instancia, una pena de ocho años de reclusión; la Corte Suprema la aumentó luego a diez años; y el entonces ministro del Interior, en uso de una prerrogativa prevista por la ley británica, añadió cinco años más. Para el Tribunal de Estrasburgo, es «inadmisible» que un miembro del gobierno, «y no un jurista imparcial», pueda elevar las penas impuestas por un juez.
El Tribunal europeo otorga indemnizaciones económicas a los niños acusados, pero no anula la condena ni obliga a repetir el juicio. Sin embargo, el fallo exige reformar las leyes penales británicas relativas a menores, cosa que en cualquier caso el Reino Unido tenía ya que hacer para adaptar su legislación al Convenio Europeo de Derechos Humanos el año próximo, según el compromiso adquirido por el gobierno (Gran Bretaña se adhirió al Convenio en 1953, pero no lo incorporó a la legislación nacional). El gobierno aún no ha decidido si elevará la mayoría de edad penal o solo establecerá procesos especiales para los menores.
En Estados Unidos, la moda, muy popular, es tratar a los menores como adultos cuando cometen crímenes como los adultos. Desde 1992, 45 de los 50 Estados de la Unión han cambiado sus leyes para permitir juzgar a menores del mismo modo que a los mayores, e imponerles las mismas penas. La medida no es automática, sino que depende de que lo pida el fiscal, que suele hacerlo en casos de delitos especialmente graves o sonados. En cuanto a los castigos, 24 Estados permiten que se aplique la pena de muerte a menores de edad.
El público pide más dureza
La tendencia es fuerte. Este año se ha juzgado en Michigan al reo común más joven de la historia del país: un muchacho de 13 años que tenía 11 años cuando cometió el crimen del que se le acusa, un homicidio. La vista fue retransmitida en directo por Court-TV, cadena de televisión por cable especializada en juicios.
La ironía es que esto sucede cuando la delincuencia juvenil está bajando. El número de homicidios cometidos por menores ha descendido un 44% desde 1993, sobre todo -según diversos analistas- porque ahora las leyes ponen más difícil que los chicos consigan armas de fuego. La tasa general de delincuencia juvenil también ha bajado, si bien no tanto. Pero sucesos de los últimos años, como las matanzas a tiros en escuelas, causan la impresión contraria en el público, que pide más dureza. Los contrarios a la tendencia reinante subrayan además que los menores juzgados por el procedimiento común presentan una tasa de reincidencia mucho mayor, según un estudio del Justice Policy Institute.
Resulta también paradójico, dicen los críticos, que la tendencia a juzgar a los menores como a los adultos coincida con otra que también quiere meter en cintura a los chicos pero aplicando, de hecho, principios contrarios. Por un lado, se considera a los menores plenamente responsables de sus actos, para procesarlos sin trato especial. Por otro, se pide responsabilidades a los padres por los delitos de sus hijos. Por ejemplo, varias ciudades donde rige el toque de queda para los menores imponen sanciones a los padres de los infractores que cometen alguna falta. Los padres de los alumnos muertos en el tiroteo de la Columbine High School se han querellado contra los padres de los autores, que se suicidaron, en demanda de indemnización. Aceprensa.
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(1) Beyond the Myth of Children’s Rights. World Congress of Families II (Ginebra, 14-17 noviembre de 1999).
(2) Cfr. servicio 53/98: Rafael Serrano, ¿Los niños necesitan derechos o protección?