El prestigio del sociólogo francés Alain Touraine y su brillante carrera académica —Harvard, Chicago, Columbia, París-Nanterre— se debe, principalmente, a la originalidad de sus técnicas metodológicas, que le han permitido abrir nuevos horizontes en la investigación social. A todo ello se añade el hecho de haber analizado con detalle los principales acontecimientos del siglo XX -desde los movimientos culturales juveniles hasta la fuerza del nuevo activismo obrero y del poder político de la violencia terrorista-.
Desde hace algún tiempo, Touraine nos viene anunciando un cambio de paradigma en la ciencia social. Si la revolución industrial supuso la liberación del capitalismo respecto del poder político, introduciendo mayor claridad en conceptos y realidades como las desigualdades y la necesidad de redistribución, el nuevo siglo nos ha sorprendido a todos con otro fenómeno: la inmersión en el lenguaje cultural. Esto, por sí solo, ha creado una nueva realidad en la que los instrumentos de análisis de los científicos sociales tienen que ser, también, puramente culturales. Traducido a formas más sencillas de expresión, podemos decir que la sociedad está dejando de ser el principio que justifica nuestras conductas; ahora es el actor -el sujeto, en la terminología de Touraine-, es decir, cada uno de nosotros, quienes tenemos que decidir la legitimidad de nuestros propios actos.
El fenómeno de la globalización ha despertado una pasión por los derechos individuales. Estos se entienden como la única manera de conciliar la diversidad cultural y la universalidad en la que estamos inmersos. La creación arbitraria de derechos, entendida erróneamente como una capacidad humana ilimitada, es el resultado. A ello se ha referido recientemente Janne Haaland Matlary (cfr. Aceprensa nº13/09), explicando los riesgos que se derivan de la creciente influencia de grupos de intereses cercanos al poder, que están condicionando la producción legislativa más allá de lo razonable. Por ello, éste es el punto más débil de las tesis de Touraine.
Por otra parte, la condición de mero sujeto en que queda convertido el hombre debilita su condición de persona. Eso sí, Touraine logra por este procedimiento justificar al sujeto como único agente relevante de la cultura. En ocasiones se ha querido ir más lejos y se ha afirmado, ingenuamente, que de esta forma, y por medio de la recuperación del yo, se hará más fácil el reconocimiento del otro.
Sin despreciar las buenas intenciones de este nuevo pensamiento social, que pretende acortar las distancias entre teoría y aplicación política y convertirse en una alternativa a otros planteamientos reduccionistas, no se puede pasar por alto el carácter puramente auto-creacionista con que Touraine aconseja adaptarse a los nuevos contextos sociales. El desprecio hacia la naturaleza humana, que es lo que esconde esta creencia ciega en el progreso cultural ilimitado, pero sobre todo la desconsideración —ya ni siquiera malintencionada— del carácter espiritual del hombre, termina por socavar drásticamente la riqueza de la vida humana. Se elimina, asimismo, la posibilidad de una realidad trascendente y cualquier criterio objetivo de verdad.