Ediciones Nobel. Oviedo (2000). 267 págs. 2.350 ptas.
Estamos ante la segunda entrega de una trilogía sobre la democracia, firmada por Gurutz Jáuregui, catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad del País Vasco. En este volumen, Jáuregui estudia las relaciones entre proceso de globalización y democracia. ¿Cómo ha influido la globalización en nuestras concepciones políticas? ¿Cómo afecta al concepto tradicional de Estado el hecho de que doscientas compañías multinacionales produzcan un cuarto del total de la riqueza mundial, y que la toma de decisiones sobre el destino de ese dinero se realice en unos pocos países de Occidente? ¿Y qué va a pasar con las instituciones mundiales como la ONU, el FMI o el Tribunal Penal Internacional? Estas son algunas de las cuestiones que Gurutz Jáuregui trata de responder en su ensayo.
Jáuregui dice que hoy estamos ante una «economía global regionalizada» en el sentido de que la economía es global e igualitaria en cuanto a su estructura, pero regional y elitista en cuanto a sus consecuencias. Por eso recoge la distinción que ya hiciera Beck (ver servicio 96/99) entre «globalismo» (mundialización de la economía) y «globalidad» (necesidad de una única, aunque policéntrica, sociedad política mundial). El globalismo camina a pasos agigantados. La globalidad política, en cambio, está inmovilizada. Y eso es grave, porque la globalidad debería ser la encarnación de la utópica «paz perpetua» kantiana.
Jáuregui es jurista, y no sociólogo; por eso su libro no se centra tanto sobre la cuestión de la cultura universal como sobre la posibilidad de un derecho internacional que limite la soberanía de los Estados. No propugna que ésta desaparezca sino que sea compartida con otras instituciones. Si queremos un mundo más seguro para todos, habría que crear una doctrina de la «justa intervención» que, lógicamente, implicaría una limitación de soberanía; si queremos garantizar los derechos humanos, el poder estatal debería estar asimismo limitado por una normativa y unas instituciones cosmopolitas. En estos momentos hay muy pocos conflictos que se puedan calificar como «internos» de un Estado, porque las conexiones económicas son de tal densidad que todo repercute en todos. Pero ha de quedar bien claro que no se trata de sustituir los Estados nacionales por un Superestado global, sino de compartir la soberanía en distintos niveles.
Dada la diferencia que existe entre continentes, culturas y visiones religiosas, es difícil pensar que hoy se puede llegar a una doctrina común de la soberanía compartida en la ONU o en cualquier institución global. Pero Jáuregui es más optimista con respecto a las posibilidades de alcanzar un modelo político en niveles regionales como la Unión Europea.
La Unión Europea ha roto ya con la rígida territorialidad de los Estados tradicionales europeos, y al mismo tiempo está lejos de haberse configurado como un Estado único: carece de un vértice de poder político centralizado (Parlamento, Comisión y Consejo de Ministros), dicho poder también está geográficamente disperso y no se ordena jerárquica sino funcionalmente, además de no disponer de una única institución capacitada para el uso de la violencia legítima (Mr. Pesc, OTAN, policías y ejércitos nacionales), etc. Todo lo cual está más en consonancia con las recientes propuestas del presidente Chirac que con las ideas del ministro alemán de Asuntos Exteriores, Fischer.
El catedrático vasco completa su ensayo con el estudio de la influencia de la tecnología y de los medios de comunicación en la democracia. El libro, bien documentado, está escrito con un estilo fluido, y tiene una estructura clara. Las ideas no son novedosas, pues ya se encuentran en publicaciones en castellano como las de Castells, Held y Beck. Pero es una buena síntesis didáctica de conjunto.
Gabriel Vilallonga