La Iglesia, de la reacción a la salvaguarda del proyecto moderno

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Modernidad e Iglesia católica han librado un prolongado enfrentamiento. Sin embargo, tras estudiar la historia de los tres últimos siglos, George Weigel muestra cómo se ha transformado paulatinamente la postura de la Iglesia hacia las ideas modernas, que al principio rechazó. El catolicismo es compatible con la modernidad, afirma el intelectual americano, y puede servir de ayuda al orden democrático.

Si Weigel encuadra en el género del drama la relación entre catolicismo y modernidad no es porque atisbe un turbulento final –al contrario, se muestra esperanzado–, sino porque, como era habitual en el teatro isabelino, asistimos a una tragicomedia en cinco actos, en la que una hostilidad casi insuperable al principio va dejando paso a una actitud más saludable. Al final, la Iglesia se muestra no solo dispuesta a aceptar algunos de los logros modernos, sino también a reconocer que, de algún modo, la modernidad nace en un suelo abonado por la fe.

El reciente ensayo de Weigel, The Irony of Modern Catholic History (1), comienza con la Revolución Francesa y llega hasta nuestros días, para concluir que modernidad e Iglesia han de estrechar sus lazos en una apertura crítica, superando la hostilidad recíproca. Su análisis histórico ofrece una perspectiva adecuada para analizar con menos frivolidad dos debates interminables en los que parece sumida la Iglesia: primero, el de quienes explotan la supuesta veta rupturista abierta por el Vaticano II con los que se mantienen fieles a la hermenéutica de la continuidad; y, segundo, el que mantienen estos últimos con los tradicionalistas, que siguen demonizando el Concilio y poniendo en entredicho las ofertas modernas, sin concesiones de ningún tipo.

Trono y altar

El proyecto moderno cristaliza, según Weigel, en el reconocimiento de las libertades más básicas, como la igualdad, la tolerancia, el Estado de derecho, la separación de poderes, etc. Es decir, la modernidad, para él, equivale a democracia liberal y derechos humanos. Hoy resulta evidente que nada de ello está en contradicción con la fe. Es más, ¿no aporta la mirada cristiana más profundidad a estos valores, lejos de los dogmas individualistas? Incluso podría cuestionarse que sean elementos exclusivos del patrimonio del periodo moderno, como parecer dar por sentado Weigel.

Pero, más que analizar las ideas –de hecho, pasa por alto que, junto a sus postulados políticos, la modernidad incluía otros más cuestionables–, estudia el recelo que la Iglesia mostró en un primer momento ante los nuevos tiempos. Si Gregorio VI o Pío IX desconfiaban de esa mezcolanza de ideas que hoy pasan por modernas, no era por su aparente carácter subversivo, sino, sobre todo, porque la revolución ilustrada cuestionaba el statu quo y los bastiones institucionales levantados durante la contrarreforma. De ahí que se cerraran a cal y canto las troneras a los nuevos vientos.

Es algo en lo que insiste también en un excelente ensayo M. Rhonheimer: la dura reacción de la Iglesia a finales del XVIII no se sustentaba sobre una reivindicación de la Edad Media, sino que se enfrentaba al proceso de disolución de la alianza entre trono y altar del Ancien Régime absolutista (Cristianismo y laicidad).

La creatividad del pueblo de Dios

Pero lo irónico es que, a medida que el papado perdía relevancia jurídico-política, se convertía en una referencia global indiscutible. Poco a poco, la Iglesia se fue percatando de queasí iba a ser más determinante en el ámbito de la cultura que reclamando protagonismo en foros gubernativos. A esa importante evolución ha hecho referencia, antes que Weigel, el propio Benedicto XVI, consciente de la transformación del papado, que ha dejado de ser un poder de naturaleza política para asumir el liderazgo espiritual en el mundo de hoy.

También el nuevo elenco de ideas se fue abriendo paso y superando las resistencias de la institución gracias a la labor filial, incluso santa, de numerosos intelectuales. Se trataba de personas que se esforzaron con creatividad por aprovechar lo positivo del mundo moderno, sin poner en riesgo la fe. The Irony of Modern Catholic History muestra precisamente el pluralismo intelectual en el seno de la Iglesia y la influencia de los fieles en su desarrollo.

La historia del cristianismo, también en la modernidad, alumbra, de hecho, la capacidad de la fe por fecundar la cultura y la de dejarse fecundar por ella, sin perder su esencia. Es esta, a fin de cuentas, la lección que cabe extraer del libro de Weigel: la ironía a la que se refiere en el título, ha explicado, es que “el encuentro con la modernidad no solo no ha liquidado el catolicismo, sino que ha ayudado a la Iglesia católica a redescubrir algunas verdades fundamentales sobre sí misma”.

El encuentro con la modernidad ha ayudado a la Iglesia católica a redescubrir algunas verdades fundamentales sobre sí misma

Durante el siglo XIX, aparecen personajes como Johann Adam Moh-ler, que renovó la teología ecuménica; Matthias Joseph Scheeben, que profundizó en la Iglesia como cuerpo místico, al tiempo que ponía al descubierto el reduccionismo de la antropología moderna; Wilhelm Emmanuel von Ketteler, que exploró el mensaje social del catolicismo, y John Henry Newman, que no solo reivindicó la libertad de conciencia, sino que detectó los peligros del relativismo liberal. Todos, cristianos que cribaron el legado moderno, haciendo frente a la vez a la violencia secularista, porque sabían, como Justino, que todo lo que es verdad tiene cabida en el cristianismo.

La revolución leonina

Weigel no reprocha la actitud de quienes, en un primer momento, se rebelaron frente a la modernidad, alistándose en el lado de la reacción, porque ante los cambios hay que ser prudente. La Iglesia se sintió acosada por unos regímenes políticos especialmente hostiles. Puede que esa cautela sea a la postre un problema, pero como sugirió Y. Congar al profundizar sobre la reforma en el catolicismo, es una cualidad que ha permitido a la Iglesia mantenerse fiel a la misión que le fue encomendada.

Por su parte, Weigel reconoce que el auténtico iniciador del diálogo entre catolicismo y mundo moderno fue León XIII, “un auténtico innovador”. Eso no significa que asumiera los dogmas del laicismo ilustrado: solo que ayudó a profundizar sobre el sentido de la libertad política, el poder del Estado y las consecuencias del proyecto moderno. No se le ocultaba a este Papa la pérdida de relevancia de la metafísica –no olvidemos que fue el pontífice que impulsó el estudio del tomismo en la Iglesia–, pero dio la bienvenida a la democracia y advirtió de su auténtica base: la persona humana.

León XIII fue un revolucionario, ciertamente, y no solo por la doctrina social de la Iglesia. Bajo su pontificado, el catolicismo dejó de estar a la defensiva y se convirtió en un interlocutor legítimo, es decir, “en una autoridad moral global con peso intelectual e importantes cosas que aportar al proyecto moderno”, dice Weigel.

Modernidad y modernismo

El diálogo entre modernidad y fe católica sufrió algunos retrocesos en la primera parte del siglo XX. Weigel explica con detalle el problema del modernismo y señala que las propuestas inspiradas en Alfred Loisy tendían a rebajar el misterio sobrenatural y malversaban la singularidad de la fe católica. Weigel precisa cuáles eran las diferencias entre la heterodoxia modernista y el impresionante renacimiento teológico de la primera parte del siglo XX, que sirve de preparación para el Concilio Vaticano II.

La renovación de la exégesis, que situaba de nuevo en el centro a la Escritura; el Movimiento Litúrgico, que incidía en la participación sacramental de los fieles, la relevancia de la vivencia y la naturaleza testimonial de la fe, frente a su comprensión meramente intelectual; o la reflexión sobre Cristo en las obras, por ejemplo, de Romano Guardini, Marie-Dominique Chenu, Karl Adam, Henri de Lubac, Maurice Blondel o Jacques Maritain, todos hombres de Dios y hombres de la Iglesia, constituyen síntomas de una vitalidad que estaba convencida de que la “modernización de la Iglesia” la haría más fiel a su misión y que no la adulteraría.

Las ideas modernas se fueron abriendo paso y superando las resistencias de la Iglesia gracias a la labor filial, incluso santa, de numerosos intelectuales

Una idea que compartía Juan XXIII cuando, ante la sorpresa de todos, se decidió a convocar un nuevo concilio ecuménico. No se trataba tanto de definir nuevos dogmas o lanzar anatemas, cuanto de “proponer y presentar” de un modo más adecuado el depósito de la fe, a la luz de los nuevos tiempos. Es más, explicaba en su apertura, el Concilio debería ofrecer la verdad al hombre para satisfacer “la búsqueda moderna de libertad, solidaridad y prosperidad”.

El Concilio Vaticano II marca el «abrazo entre catolicismo y modernidad», dice George Weigel (Foto: Una sesión del Concilio / CC Lothar Wolleh)

 

Ese fue el tan esperado encuentro con la modernidad. Fue entonces cuando, ya de forma oficial, la Iglesia dejó de representar el papel de bastión para adoptar una actitud más propositiva. Entre otras cosas, el Concilio Vaticano II reivindicó la figura del laico, superando una mentalidad clerical. Todo ello, junto con la llamada universal a la santidad, sirvió para recordar a la sociedad contemporánea, comprometida con los valores de su tiempo, que la fe no era un conjunto abstracto de dogmas, sino un encuentro personal con Cristo.

El abrazo con el mundo moderno

Para Weigel, el Vaticano II marca el “abrazo entre catolicismo y modernidad”, especialmente en términos políticos. Se reivindica la libertad religiosa como uno de los principales derechos humanos, un reconocimiento al que contribuye no solo la reflexión sobre la naturaleza humana, sino también las duras experiencias de los católicos bajo los regímenes totalitarios. Desde entonces, el catolicismo no ha parado de defender el Estado de derecho y el principio de subsidiariedad, oponiéndose a todos los sistemas políticos que ponen en riesgo la libertad de la sociedad civil.

Frente a quienes sostienen que el Concilio supuso una rendición ante el embate moderno, Weigel muestra que no se propuso ninguna alteración doctrinal. Juan Pablo II y Benedicto XVI, en línea con las declaraciones conciliares, han sido los encargados de realizar una crítica interna a la modernidad y de afrontar los desafíos que la posmodernidad representa, desafíos que el Concilio no pudo prever, como el individualismo, la pérdida de relevancia de la verdad, el consumismo, la ideología de género…

Con estos dos papas, Weigel termina su recorrido por la historia reciente de la Iglesia. Al comentar la situación actual, se muestra muy crítico con Francisco y sugiere que su pontificado supone un impasse en la enriquecedora conversación entre modernidad y catolicismo. Resulta paradójica esta valoración, después de que a lo largo de las más de trescientas páginas de su libro se muestra tan comprensivo con la deriva moderna e indulgente con el impasse a comienzos del siglo XX. En cualquier caso, su juicio carece de la distancia temporal que –como refleja su estudio– se requiere para hacer un análisis ponderado de la historia de la Iglesia.

Catolicismo evangélico y conversión

Hoy, para Weigel, se abre un nuevo escenario para la Iglesia: se atisba un catolicismo que no reacciona ante el mundo, ni se enfrenta con él, sino que se propone con valentía convertirlo. De nuevo aparece aquí, y como conclusión, otra ironía: si en un primer momento, el catolicismo impugnó en su totalidad los valores modernos, hoy la cultura católica se convierte en una garantía para la supervivencia de la igualdad, la libertad, la tolerancia y la democracia.

En su anterior ensayo, Weigel habló del catolicismo evangélico para incidir en la oportunidad de una “nueva evangelización”, exhortando a todo católico a abrirse críticamente a los tiempos, proponiendo el encuentro con Cristo de un modo atractivo para el hombre de hoy. El escándalo de los abusos sexuales ha debilitado la propuesta porque afecta justamente al valor del testimonio, que tanto aprecia la mirada moderna. La Iglesia debe asumir su responsabilidad y purificarse. Es esencial, a este respecto, una reforma profunda del sacerdocio y del episcopado, sostiene.

Sea como fuere, la Iglesia que sale en misión para anunciar la aventura del Evangelio al mundo moderno, no para rendirse ante él, es una “Iglesia pública”, es decir, implicada en los debates contemporáneos. No se trata de una “Iglesia establecida” ni “oficial”, que cuente con poderes terrenales para hacer valer su verdad. No es un partido político; tampoco una Iglesia privada, que ha perdido su relevancia social, sino una Iglesia que se presenta como madre, acogiendo y depurando las ideas modernas e inyectando la savia de su sabiduría en la cultura de hoy.


(1) The Irony of Modern Catholic History. How the Church Rediscovered Itself and Challenged the Modern World to Reform. Basic Books, Nueva York (2019). 336 págs. 26,46 € (papel) / 14,99 € (digital).

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