La literatura infantil, bajo terapia de lo políticamente correcto

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Recientemente se ha publicado Astérix tras la huella del Grifo, un cómic que sus actuales autores, Jean-Yves Ferri y Didier Conrad, intentan que sea “un reflejo justo de la sociedad actual” y que, tal vez por eso, porque los galos del poblado ya no son tan irreductibles como eran y sus descendientes han sucumbido a la corrección política, atrae más bien poco a los admiradores de los ingeniosos guiones antiguos de René Goscinny.

Hace poco, el escritor Alberto Olmos hablaba de que, al tomar prestados cuentos infantiles de la red de bibliotecas públicas para leer a sus hijos antes de dormir, se dio cuenta de que “la mayoría de las historias que la industria del libro infantil trata de incorporar hoy al imaginario de nuestros hijos pequeños son obras sobre reciclaje de basuras, mares contaminados, racismo, niños diferentes, familias diferentes, apocalipsis de los que ellos son prácticamente culpables y leves manuales para ser feliz y manejar los propios sentimientos como si realmente pudieras manejar los propios sentimientos”.

Su artículo continuaba diciendo: “Eso no es cultura, es catequesis. ¿Qué padre es tan cruel de leerle a su hijo de cinco años ¿Qué es un refugiado?, de Elise Gravel, y no Historias de ratones, de Arnold Lobel? Pues casi cualquier padre al que nadie le diga que ¿Qué es un refugiado? es basura bienintencionada e Historias de ratones, una obra maestra; que con el primero tú te sentirás buen padre, pero con el segundo harás felices a tus hijos. Qué pena de infancia si todas las historias que te cuentan no son de brujas, hadas, ratones, dragones y magos, sino de refugiados, homofobia y racismo. Nada bueno puede salir de ahí”.

A esto asentiría Michael Ende, un autor “convencido de que un libro infantil, debido justamente a la porquería, al desamor, a la fealdad que se vierte sobre los niños por dondequiera que se mire, ha de ofrecer a sus lectores algo que ellos consideren hermoso y que puedan amar”. Él consideraba un crimen mostrar a los niños antes de tiempo algunos aspectos de la realidad: es como si “a un niño que tiene frío se le quita también la chaqueta para que se haga consciente del frío y se distancie críticamente de él”. Sus palabras más duras se dirigían contra esos “inculcadores de una actitud crítica” que “solo traspasan a los niños su propio relativismo intelectual, su propia impotencia para encontrar valores vitales”.

De lo mismo hablaba también Robert Spaemann cuando describía la “escuela de la falta de alegría”: una escuela, decía, en la que, antes de leer Guillermo Tell, se entera uno de que su autor, Schiller, no se llevaba bien con las autoridades; que “antes de que saber qué es algo, uno se entera de que debería ser de otra manera”. Pero la “función formativa en estética y moral (…) surge cuando los niños derraman lágrimas por la muerte de Winnetou, o cuando los adultos participan de la ira o la compasión del comisario Maigret en sus pesquisas para dar con el criminal”. En cambio, el resultado de promover lo políticamente correcto en las ficciones infantiles y juveniles es espantar lectores y estrechar sus mentes.

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