El gran debate que podría cambiar al conservadurismo

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El gran debate que podría cambiar al conservadurismo

Fida Olga/Shutterstock

Si no es una revolución lo que está pasando dentro del movimiento conservador estadounidense se le parece bastante: tras varias décadas de pacífica alianza entre el conservadurismo y el liberalismo clásico, se abre paso la idea de que el Estado mínimo ya no sirve para proteger una serie de bienes sociales. Los más optimistas confían en que, de este replanteamiento, salga un nuevo consenso. Otros recelan.

Para entender rápidamente las implicaciones de este debate, basta fijarse en el nuevo reproche que la izquierda lanza a los conservadores: os habéis vuelto intervencionistas. La acusación viene a cuento de varias leyes impulsadas por los republicanos de corte conservador (no todos los son); sus críticos ven en ellas una intromisión del Estado en las vidas de las personas.

Jamelle Bouie, columnista del New York Times, pone como ejemplo de ese tipo de leyes las que prohíben o limitan severamente el aborto, las “reasignaciones” de sexo o la participación de atletas trans en deportes femeninos. Una de las más llamativas que cita se aprobó el pasado abril en Idaho, donde el aborto está muy restringido: impone penas de cárcel de dos a cinco años a quienes ayuden a las menores a abortar en otro estado.

¿Por qué escandaliza tanto el “gobierno intrusivo” de los conservadores? ¿No hace lo mismo la izquierda cuando ordena a las empresas familiares (caso Hobby Lobby) o a una congregación religiosa (las Hermanitas de los Pobres) que financien o faciliten métodos anticonceptivos, algunos con posible efecto abortivo, en los seguros médicos de sus empleadas?

Pues, a bote pronto, sí. El problema es que en el imaginario colectivo estadounidense está grabado a fuego que la izquierda es partidaria del intervencionismo estatal; y la derecha, de reducir al mínimo esa intervención. De ahí el titular de Bouie: “Resulta que los republicanos no odian el Estado fuerte”.

En la misma línea van las críticas de The Economist, bastión intelectual del liberalismo clásico, que lleva tiempo lamentando la deriva conservadora. El semanario británico ahora tiene el ojo puesto en el gobernador de Florida, Ron DeSantis, al que acusa de querer “restringir la libertad de expresión en nombre de la libertad de expresión” con sus leyes de educación.

El problema no es el liberalismo, sino su déficit

¿Cómo ven esta polémica los conservadores? Pues depende del lado del debate en que se encuentren. A grandes rasgos, cabe distinguir dos posturas.

En primer lugar, la de los conservadores liberales, que ha sido la corriente dominante en Estados Unidos hasta hace unos años. Consideran que, en un contexto en el que la hegemonía cultural está del lado de una izquierda muy beligerante, los conservadores pueden darse con un canto en los dientes por tener un sistema de gobierno –la democracia liberal– que les ofrece la suficiente libertad para seguir adelante con su estilo de vida. Y aunque el sistema sea imperfecto y a veces haga falta acudir a los tribunales para defenderse de situaciones injustas, como en los casos de Hobby Lobby y las Hermanitas de los Pobres, en general funciona razonablemente bien.

En su opinión, el problema no lo ha creado el liberalismo clásico (que ofrece a todos derechos individuales, libertades políticas y civiles, división de poderes, Estado de derecho, elecciones libres, economía de mercado…), sino la intolerancia –el iliberalismo– de los “progresistas” que no soportan que otros piensen y vivan de forma diferente. Con todos sus defectos, las garantías institucionales que ofrece el orden liberal siguen siendo la última salvaguarda frente a esa intolerancia.

Por otra parte, antes de pedir la luna a la filosofía política que ha dado origen a la democracia liberal, hay que fijarse en lo que ofrecen sus alternativas.

Un Estado administrativo fuerte

Al otro lado del debate están los que simpatizan con los posliberales que publican la newsletter de Substack Postliberal Order: Patrick J. Deneen, Gladden Pappin, Chad Pecknold y Adrian Vermeule. El principal reproche que lanzan al liberalismo clásico (distinto del progresismo cultural, para el que también se usa el término inglés “liberalism”) es que ha sido incapaz de proteger e impulsar los bienes que más aprecian los conservadores, como la tradición, la familia o la religión.

Frente al conservadurismo liberal, defienden un conservadurismo que no tenga miedo a usar el poder del Estado al servicio del bien común. En el plano práctico, supone deshacerse de las cautelas liberales y plantar cara a la izquierda woke en igualdad de condiciones. Quieren un Estado administrativo fuerte que promueva de forma activa un orden político y social donde sea posible no el máximo de autonomía individual, sino el disfrute efectivo de aquellos bienes que, según su visión, conducen a una vida plena: una familia estable, un ambiente moral saludable para los hijos, una comunidad religiosa, unas condiciones materiales de vida dignas, etc.

Al mismo barco se han subido, aunque con otros puntos de vista, los partidarios del conservadurismo nacional, un movimiento muy influyente que articula la Fundación Edmund Burke: Yoram Hazony, Rich Lowry, R. R. Reno… Para ellos, el problema fundamental del liberalismo es que pasa por alto la importancia que tiene para la identidad personal y la vida política la pertenencia a una comunidad nacional, que proporciona una historia, unas tradiciones, unas costumbres, una religión… En los eventos que este movimiento organiza en distintos países (el último acaba de celebrarse en Reino Unido, del 15 al 17 de mayo) participan destacados políticos e intelectuales conservadores o afines a ellos.

Más o menos próximas a esas corrientes orbitan algunas de las nuevas estrellas conservadoras, como Mary Harrington, Rod Dreher o Sohrab Ahmari, quien protagonizó uno de los debates públicos que mejor resume las diferencias de los conservadores en el modo de afrontar la batalla cultural.

Reproches mutuos

Los posliberales acusan a los conservadores liberales de ser demasiado blandos y condescendientes con el progresismo cultural. Su actitud de “niños buenos” –parecen ser los únicos a los que les importa que el Estado sea neutral– es precisamente lo que ha propiciado que la izquierda difunda sin complejos su visión del mundo.

Los conservadores liberales, por su parte, temen que el giro estatista traiga un integrismo encubierto, que se escude en la propia concepción del bien común para limitar derechos individuales, o que dé lugar a un peligroso juego de suma cero, donde progresistas y conservadores se vean legitimados para usar el Estado administrativo a favor de su propia agenda. Son dos críticas que formula Kim R. Holmes, ex vicepresidente ejecutivo de The Heritage Foundation, en un artículo que abrió un debate con réplicas y contrarreplicas en The New Criterion.

No se trata de dar la espalda al libre mercado –aclara Ramesh Ponnuru–, sino de preguntarse si los conservadores lo han idolatrado

Goodbye, Reagan

No está claro hacia qué lado se va a decantar el debate, pero es seguro que tiene la entidad suficiente para provocar cambios profundos en las prioridades y la manera de hacer política de los conservadores. Se nota en la manera en que afrontan ciertos temas, como vimos en el primer artículo de esta serie: ya no temen recurrir al poder público para regular de forma más estricta las Big Tech o impedir la enseñanza de la teoría crítica de la raza o la ideología de género.

Quizá lo más novedoso del estado actual del debate es que lo que comenzó en los márgenes del pensamiento conservador parece estar llevando a algunas voces destacadas del conservadurismo liberal a pedir un reequilibrio de prioridades. Y aunque mantienen la cautela frente al posliberalismo, se muestran partidarios de rebajar el laissez faire.

Un ejemplo es National Review. Fundada en 1955 por William F. Buckley Jr., esta revista fue el bastión intelectual de lo que se conoce como “fusionismo”: la coalición de derechas que, durante la Guerra Fría y, sobre todo, en la presidencia de Ronald Reagan, unió contra el comunismo a conservadores, liberales en lo económico e intervencionistas en política exterior (neocons).

Como explica su director actual, Ramesh Ponnuru, esa es la forma histórica que adoptó el conservadurismo en ese país, pero, en su opinión, no hay por qué perpetuarla. Donald Trump –dice– dio el primer paso para poner patas arriba ese consenso, pero no supo construir una alternativa. Ahora, en lo que espera que sea una época post-Trump, es el momento de tener ese debate y de “llegar a una nueva síntesis que pueda ser capaz de obtener un amplio consenso entre los conservadores estadounidenses”.

Porque consenso, lo que se dice consenso, no hay. De hecho, dice Ponnuru, es posible que se esté subestimando la influencia que todavía sigue teniendo el conservadurismo liberal: ese para el que la defensa del libre mercado, la responsabilidad fiscal y el gobierno limitado son innegociables. Y cita como ejemplo la poderosa voz del Wall Street Journal.

El director de National Review cree que la “nueva síntesis” podría concretarse en un conservadurismo de corte más popular o “populista”, en el sentido de que apele a las necesidades de millones de estadounidenses, pero arraigado en principios conservadores como “la tradición, la subsidiariedad, la ética del trabajo…”. No se trata de dar la espalda al libre mercado –aclara–, sino de preguntarse si los conservadores lo han idolatrado.

Derechos y bienes

Otra institución representativa del conservadurismo liberal que parece estar replanteándose sus prioridades es el Ethic and Public Policy Center, presidido desde 2021 por Ryan T. Anderson. Este especialista en filosofía política, fundador de la revista Public Discourse, ha ido dando visibilidad a investigadores favorables a elevar el nivel de protección social en Estados Unidos, a la vez que mantiene entre sus filas a reaganistas convencidos.

En su réplica a Holmes para The New Criterion, Anderson celebra que los conservadores estén discutiendo de nuevo sobre el bien común. El conservadurismo, dice, nunca ha sido simplemente liberal ni libertario; es decir, nunca se ha interesado solamente por los derechos y las libertades individuales, sino que los ha concebido moldeados por los bienes a los que esos sirven y protegen.

Claro que la libertad es un pilar básico del pensamiento conservador, pero no es el único. Por eso el conservadurismo entiende que si bien el Estado debe tener un poder limitado, que deje holgura para prosperar a los ciudadanos y a las sociedades que forman (familias, escuelas, iglesias, empresas…), también debe tener un papel activo tanto en la defensa de los derechos y las libertades como en la promoción de las condiciones que favorecen el respeto la dignidad humana y el desarrollo humano integral.

Recientemente, Anderson ha vuelto a insistir en la insuficiencia de un movimiento conservador que prioriza la libertad por encima de todo, y aventura que, en unos diez años –nada menos–, podría darse un reequilibrio de prioridades. Su apuesta personal es que, de las discusiones actuales entre conservadores liberales y posliberales, saldrá un conservadurismo más dispuesto a reconocer que “el Estado tiene un papel fundamental en la protección del bien” y, a la vez, que “hay formas de libertad que son esenciales para el bien. Necesitamos ambas cosas”.

Pero no se hace ilusiones: en los dos últimos años, explica, ha participado en numerosas conversaciones sobre este tema, y concluye que ha visto algunos planteamientos prometedores y otros preocupantes. Por eso, cree que en la próxima década será decisivo dar con una fórmula que evite dos extremos: el libertarismo y el autoritarismo.

Una de las publicaciones que más está contribuyendo al debate civilizado entre los conservadores es Public Discourse, editada por The Witherspoon Institute. En un texto de 2021 firmado por sus articulistas habituales, como el propio Anderson, R.J. Snell, Serena Sigilito, Mark Regnerus o Andrew T. Walker, la revista ofreció sus pautas para llevar a cabo una conversación constructiva. Una de ellas invita a identificar cuáles son los bienes básicos que comparten los conservadores.

Aquí la revista se moja y destaca cuatro: matrimonio-vida, religión, educación y justicia. El último punto pretende ampliar el foco del conservadurismo a una serie de preocupaciones que hasta ahora han interesado más a la izquierda, como los derechos de los trabajadores, la desigualdad o las discriminaciones.

2 Comentarios

  1. Y de pronto, después de un lustro muy prolífico, Messeguer dejó de escribir. Quien nos mantenía al tanto de los debates culturales, filosóficos y políticos de los conservadores en EUA (el país más importante del mundo), nos está dejando sin sus análisis. ¿Qué pasa?

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