Klyona
La muerte de Yevgueni Prigozhin, jefe de la compañía de mercenarios Wagner, y de otras nueve personas al estrellarse el avión en que viajaban desde Moscú a San Petersburgo, ha hecho recaer una vez más las sospechas sobre Putin, y –como era de esperar– han aflorado las listas de opositores, principalmente políticos y periodistas, muertos violentamente o en extrañas circunstancias. En algunos de estos casos el Kremlin no se pronunció y en otros se llevaron a cabo investigaciones con detenciones de supuestos implicados, pero la sombra de la sospecha se ha ido manteniendo a pesar de los años.
En lo referente a Prigozhin, no ha habido silencio por parte de las autoridades rusas y se ha anunciado una investigación. Además Putin ha dado el pésame a la familia y al mismo tiempo ha elogiado “su talento, aunque también cometió graves errores”.
El simbolismo de las fechas
Con independencia de que esta muerte fuera provocada, la consecuencia es que ha servido para reafirmar el poder de Putin, cuestionado por primera vez durante la rebelión de los mercenarios el pasado 23 de junio. Por lo demás, a nadie se le escapa el detalle de que el avión de Prigozhin se estrelló exactamente dos meses después de aquellos hechos. A esto se añade que en ese mismo 23 de agosto Putin pronunció dos discursos de relevancia con los que, sin duda, pretendió demostrar quién tiene las riendas del poder y dirige la política de Rusia, también por el hecho de tener asegurada la reelección presidencial hasta 2036.
Putin no solo rinde culto a la historia desde una dimensión nacionalista, sino que además está convencido de que él mismo está haciendo historia y que esa historia es la continuidad de un glorioso pasado. De ahí que el presidente se complazca en las efemérides e incluso elija las fechas antes de tomar algunas de sus decisiones. Un ejemplo podría ser la elección del 22 de febrero de 2022 para la puesta en marcha de “la operación militar especial” contra Ucrania, en el octavo aniversario de la rebelión del Euromaidán en Kiev, que derrocó al presidente prorruso Víktor Yanukóvich.
Las fechas de la muerte de Prigozhin o del comienzo de la operación contra Ucrania refuerzan el mensaje nacionalista
Este 23 de agosto se ha conmemorado el 80º aniversario de la batalla de Kursk, uno de los hitos de la “gran guerra patriótica” y que marcó la derrota definitiva del nazismo, al tiempo que servía para deshacer el mito de que los rusos solo saben ganar las guerras en invierno. Putin alabó en un discurso a “nuestros héroes, que participan en la operación militar especial, que son dignos de la gloria de los héroes de la batalla de Kursk, aquellos que lucharon contra los nazis en el verano de 1943”. En la ceremonia conmemorativa se entregaron medallas a militares que han combatido en primera línea en Ucrania, con lo que una vez más se asimila el conflicto a los hechos bélicos de la Segunda Guerra Mundial, tal y como demuestran las palabras del presidente: “Todo nuestro ejército está luchando con valentía y determinación. Todos los que participan en la operación militar especial están unidos por la lealtad a la patria y el compromiso con su juramento militar”.
Se diría que la puesta en escena del aniversario de la batalla de Kursk no solo es una reafirmación del poder de Putin –cuestionado dos meses antes por los mercenarios Wagner, a los que el propio presidente llamó entonces “traidores” y acusó de dar a su país “una puñalada por la espalda”–, sino que también expresa la unidad y fidelidad del ejército al presidente de Rusia.
Esa unidad no es compatible con aquellos que cuestionan la autoridad militar y que, en nombre de la eficacia, han querido dirigir por su cuenta las operaciones bélicas. El poder puede reconocer, de un modo u otro, los servicios prestados por un grupo de mercenarios, pero nunca permitirá que su autoridad sea puesta en entredicho, aunque ese grupo no pretenda hacerse con el control del Estado. No es admisible “una marcha por la justicia”, como la que realizaron los mercenarios Wagner en el pasado junio. La historia está llena de ejemplos, tanto en la Edad Media como en la Moderna, de rebeliones populares que no cuestionaban directamente la autoridad de los reyes, pero esgrimían sus particulares reivindicaciones. Hay casos en los que la realeza accedió a ellas, aunque en contrapartida condenó a muerte a los cabecillas de la rebelión.
Putin habla en el foro de los BRICS
En la tarde del 23 de agosto, Vladímir Putin se dirigió por videoconferencia al Foro de los BRICS, reunido en Johannesburgo, y esa alocución era importante sobre todo por el hecho de que en 2024 Rusia ejercerá la presidencia del Foro. Putin culpó a los países occidentales de la situación económica mundial por “el recurso ilegítimo a las sanciones y la congelación ilegal de fondos de Estados soberanos”. Estados Unidos y Europa, por tanto, serían los principales responsables de las penurias económicas, entre ellas la de la falta de abastecimiento de cereales a países africanos.
El discurso antes los BRICS enlaza con la retórica anticolonialista típicamente soviética
El discurso de Putin enlazaba directamente con la retórica del anticolonialismo y no alineamiento cultivado en su día por los líderes soviéticos. De ahí la presentación de Rusia como un país de grandes posibilidades económicas, por su especial vínculo con las potencias emergentes de los BRICS, y en condiciones de prestar una ayuda a los países subdesarrollados perjudicados por los antiguos colonialistas.
Este discurso puede interpretarse como la reafirmación de la política exterior de Rusia, cuyas líneas han sido marcadas por un Putin que se fue alejando progresivamente de Occidente en los primeros años de su presidencia. Una vez más, el día de la muerte de Prighozin se puso de manifiesto quién ejerce el poder en Rusia.
La desgracia rusa no se ha terminado
En 1988, la historiadora francesa Hélène Carrère d’Encausse, recientemente fallecida, publicó el libro Le malheur russe. Essai sur le meurtre politique. La obra, aparecida en plena perestroika de Gorbachov, era un repaso de la historia de Rusia desde sus orígenes en el siglo IX, con la Rus de Kiev, hasta la muerte de Stalin en 1953. Carrère resaltaba una terrible característica de esta historia, toda una desgracia para aquel país: la “normalización” del asesinato político. Ciertamente, también hubo casos en otros lugares de Europa, pero no son comparables a la lista de zares que mandaron asesinar a sus hijos o sus cónyuges, aunque los historiadores oficiales presentaron los hechos como un doloroso tributo que pagar por la consolidación del poder zarista, con ejemplos como los de Iván el Terrible, Pedro el Grande o Catalina la Grande.
A esto habría que añadir la ola de terrorismo que a lo largo del siglo XIX y principios del siglo XX golpeó a zares como Alejandro II y a ministros de los gobiernos. Después llegarían la revolución bolchevique de 1917, con el asesinato de la familia imperial, y los gobiernos de Lenin y Stalin, en los que no solo se eliminó a los enemigos políticos sino también a los propios miembros del Partido. Carrère subrayó que, tras la muerte de Stalin, los asesinatos políticos parecían haber terminado con el de Lavrenti Beria, pues, por ejemplo, Jrushchov no fue asesinado sino destituido y enviado a un exilio interior en 1964.
Cabía suponer que la perestroika de Gorbachov acabaría con esa práctica, pues Rusia se encaminaría, con más o menos altibajos, hacia la democracia. Sin embargo, los hechos desmintieron las esperanzas de la historiadora, y a partir de la presidencia de Yeltsin, los clanes mafiosos, siempre vinculados a los asesinatos, adquirieron poder e influencia. Finalmente, la presidencia de Putin ha estado marcada por una sucesión de asesinatos políticos, aunque no se haya demostrado oficialmente la complicidad del poder con estas muertes. En este sentido, la muerte de Prigozhin, con independencia de sus causas, es una demostración de que la desgracia rusa de la eliminación de los adversarios políticos está lejos de haber terminado.