Las dos intervenciones de Juan Pablo II en la Asamblea General de la ONU se producen en contextos muy diferentes: la primera, del 2 de octubre de 1979, se inserta al comienzo de su pontificado, cuando todavía está reciente su primera visita a Polonia en junio del mismo año y se ha oído la voz del pontífice en defensa de los derechos y libertades de sus compatriotras.
En cambio, la segunda, correspondiente al 5 de octubre de 1995, participa de las esperanzas de la posguerra fría, con el recuerdo de los movimientos pacíficos a favor de la libertad que dieron al traste con el comunismo. Pero también se advierte la preocupación por los nacionalismos extremistas que mostraron su rostro más cruel en las guerras de la antigua Yugoslavia.
En su primer discurso de 1979, Juan Pablo II recuerda a los representantes de los Estados que son mucho más que eso: son representantes de los hombres, prácticamente de casi todos los hombres del globo. La consecuencia de esta realidad sólo puede ser una concepción humanista de la política: “toda la actividad política… procede ‘del hombre’, se ejerce ‘mediante el hombre’ y es ‘para el hombre’”.
El Papa Wojtyla, que ha conocido en propia carne los regímenes totalitarios, advierte que si la política no es un servicio al hombre, “se convierte, en cierto modo, en fin de sí misma y pierde gran parte de su razón de ser”. Esta tentación no es privativa de ningún régimen político. Quizás no sucedería esto si la verdadera fuente de inspiración de la política fuera la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
La sinrazón del interés político
Juan Pablo II advierte contra el olvido o descuido de las verdades y principios contenidos en la Declaración y en todos los pactos internacionales derivados de ella. Según el Papa, sería consecuencia de que prevaleciera el interés político: “el interés, que se define injustamente ‘político’, pero que a menudo significa solamente ganancia y aprovechamiento unilateral con perjuicio de los demás, o bien voluntad de poder que no tiene en cuenta las exigencias de los demás; es decir, todo aquello que, por su naturaleza, es contrario al espíritu de la Declaración”.
Recuerda también Juan Pablo II que las raíces de las guerras son más simples que los mutables intereses de los Estados, que a lo largo de la historia solían construir su seguridad a expensas de otros. En el fondo, es reafirmar la enseñanza bíblica (Isaías 32, 17) de que la paz es obra de la justicia. Mas la justicia, por mucho que se proclame a voz en grito, brillará por su ausencia si no se relaciona con la dignidad del ser humano. Ir contra esa dignidad es fuente de conflicto, tal y como recuerda el Papa: “El espíritu de guerra, en su significado primitivo y fundamental, brota y madura allí donde son violados los derechos inalienables del hombre”.
Estos derechos no son únicamente los materiales, que dan lugar a tensiones económicas y sociales, sino también los del espíritu. De ahí que el Papa polaco ponga especial énfasis en la defensa de la libertad religiosa, frente a una opresión que él mismo ha padecido: “Existe a veces una estructuración de la vida social donde el ejercicio de estas libertades condena al hombre, si no en el sentido formal, al menos de hecho, a ser un ciudadano de segunda o de tercera categoría, a ver comprometidas sus posibilidades de promoción social, de carrera profesional o de acceso a ciertas responsabilidades, y a perder incluso la posibilidad de educar libremente a sus hijos”.
Estas palabras parecen pensadas para hoy mismo, pues no han quedado desfasadas en la Europa poscomunista, donde también pueden no estar plenamente garantizados “los derechos objetivos del espíritu, de la conciencia humana, de la creatividad humana, incluida la relación del hombre con Dios”.
Tras la caída del comunismo
El discurso de 1995 expresa optimismo por el reciente triunfo de las revoluciones no violentas en pro de la libertad, exigencia ineludible de la dignidad humana. Juan Pablo II ve una clara coincidencia entre los valores de los movimientos de liberación y muchas de las obligaciones derivadas de la Carta de las Naciones Unidas, comparación que podría haber hecho extensiva a la Declaración Universal de los Derechos Humanos y al Acta Final de Helsinki.
No obstante, el Papa habla también de la necesidad de un acuerdo internacional para afrontar de modo adecuado los derechos de las naciones. Tiene, sin duda, en mente el ejemplo de su patria polaca, condenada a no existir en nombre del arbitrario principio de equilibrio de las potencias europeas, pero que pudo sobrevivir más de un siglo gracias a haber sabido preservar su cultura.
Sin embargo, Juan Pablo II sabe distinguir entre patriotismo y nacionalismo, entendiendo por tal un desprecio por otras naciones y culturas. Ejemplos de este tipo se multiplicaban entonces por el mundo poscomunista y más allá. Señalaba el Papa: “Un verdadero patriotismo nunca trata de promover el bien de la propia nación en perjuicio de otras (…) El nacionalismo, especialmente en sus expresiones más radicales, se opone por tanto al verdadero patriotismo, y hoy debemos empeñarnos en hacer que el nacionalismo exacerbado no continúe proponiendo con formas nuevas las aberraciones del totalitarismo”.
Libertad y verdad
Tampoco obvió el pontífice algunos de los riesgos que amenazaban a un mundo que quería creer que en los noventa había empezado una nueva era de paz y libertad, pues una libertad desvinculada de la verdad traería nuevos efectos trágicos. El ejemplo más grave de esta desvinculación es, sin duda, el utilitarismo, que el Papa contempla como una amenaza a la libertad: “El utilitarismo tiene consecuencias políticas a menudo negativas, porque inspira un nacionalismo agresivo, en base al cual el someter una nación más pequeña o más débil es considerado como un bien simplemente porque responde a los intereses nacionales”.
Estas palabras tienen un eco profético en el tiempo actual, cuando en el sistema de relaciones internacionales se va configurando un marco de grandes potencias, con aspiraciones a convertirse algún día en directorio mundial a semejanza del europeo del siglo XIX.