El Partido Demócrata de Estados Unidos fue pionero en la política identitaria, a la que también se ha sumado la izquierda europea. Esta bandera trajo un cambio de prioridades, que se tradujo en el alejamiento de sus causas tradicionales. Ante la crisis interna de los demócratas, agravada tras su derrota en las presidenciales de 2016, surgen diagnósticos que responsabilizan al giro identitario del desconcierto actual.
Para Mark Lilla, profesor de humanidades en la Universidad de Columbia, historiador de las ideas e izquierdista heterodoxo, la política identitaria supuso una ruptura ideológica del Partido Demócrata con el nervio central del New Deal de Franklin D. Roosevelt: la aspiración a construir una nación unida por la solidaridad y la igualdad de oportunidades.
Si en la visión de Roosevelt lo primordial era garantizar “los mismos derechos y la misma protección social para todos”, hoy la izquierda vela sobre todo por los derechos de ciertos colectivos que se definen por rasgos distintivos como la raza, la etnia, el sexo, la nacionalidad o la orientación sexual, explica Lilla en un artículo que resume su nuevo libro The Once and Future Liberal: After Identity Politics.
El punto de inflexión se produjo con el advenimiento de la Nueva Izquierda en los años 70 del siglo XX. La “política de la solidaridad” que, en opinión de Lilla, dejó en herencia el New Deal, dio paso a la “política de la diferencia”. Se produjo un boom de movimientos sociales, cada uno de los cuales andaba preocupado por sus propias causas: feminismo, ecologismo, LGTB…
Estos movimientos se diferenciaban de otros nacidos escasos años antes, como el de los derechos civiles de los negros o el de las sufragistas, en que no hablaban “de una naturaleza humana y una ciudadanía comunes”, sino de lo que caracterizaba a unos grupos frente a otros. De la mano de esta mentalidad iba la consigna “lo personal es político”, que convirtió la actividad a favor de esas causas en expresión de identidad.
Lo mío no se debate
Este es el proyecto de izquierdas que ha llegado a prevalecer en las universidades dominadas por las élites progresistas. Se trata de una izquierda influida por el contexto “de una sociedad burguesa sumamente individualista (…), que mantiene a los estudiantes centrados en sí mismos y que les enseña que la elección personal, los derechos individuales y la autodefinición son sagrados”.
No es extraño que este planteamiento haya conducido a otra vuelta de tuerca. Para estos jóvenes, explica Lilla, lo político ha pasado a ser lo personal: dado que el compromiso político a favor de sus causas les autodefine, “sus posiciones tienden a ser absolutas y no negociables”. Así, disminuye su tolerancia hacia las discrepancias en esos temas, a la vez que pierden “interés por las cuestiones que no afectan a sus identidades ni a las personas que no son como ellas”.
Lilla no reniega de ciertos frutos de la política identitaria, como el avance de la contracultura de los años 70. En algunos pasajes del libro pesa más la estrategia que el diagnóstico: ante la pulsión destructiva de los republicanos, dice, los demócratas deberían centrarse en recuperar la Casa Blanca a través de las urnas, no de los movimientos ciudadanos, y así proteger el legado identitario –desde “la discriminación positiva y la diversidad” al “feminismo” y “la liberación gay”– que, a su juicio, ha hecho más inclusivo al país.
El problema es que este modo de hacer política también “ha cambiado el foco del progresismo de lo común a la diferencia”. Esta es la paradoja que se atreve a reconocer Lilla. Y, por eso, denuncia los excesos de una mentalidad que está dejando atrapado al país “en el divisivo mundo de suma cero de la política identitaria, perdiendo el sentido de lo que nos une como nación”.
Lilla concluye su artículo con un mensaje para el establishment demócrata: “Ha llegado el momento para los progresistas de hacer un giro de 180 grados y de volver a articular sus principios básicos sobre la solidaridad y la igual protección para todos”.
Contra el trato de favor
Que la lógica identitaria termina dividiendo a la sociedad es la consecuencia de entender la dinámica social en clave de opresores y víctimas. Cuando un grupo se siente excluido de la protección especial que logran otros a través de la discriminación positiva, es fácil que aparezca el victimismo o incluso el resentimiento.
La comparación es inevitable: si unos grupos pueden invocar la política identitaria para conseguir ventajas –criterios de admisión en las universidades que favorecen a las minorías raciales, cuotas de representación basadas en la raza o el sexo, medidas para promover la visibilidad de los homosexuales–, ¿por qué no pueden hacer lo mismo los demás?
Este es uno de los motivos más serios que está detrás del fenómeno Trump. La socióloga Arlie Hochschild, que –a diferencia de Lilla– sí cree en la eficacia de los movimientos sociales de la Nueva Izquierda, retrata muy bien el malestar de los votantes de Trump en su libro Strangers in Their Own Land: Anger and Mourning on the American Right (2016). Y aunque no comparte su visión del mundo, hizo el esfuerzo de tratar de entenderla: cambió la progresista Universidad de California en Berkeley por una estancia de cinco años en Luisiana, un estado del Sur de mayoría republicana. Allí entrevistó en profundidad a 60 personas, la mayoría militantes del Tea Party.
Según Hochschild, todos los votantes tienen una “historia profunda” a través de la cual interpretan el mundo; es decir, la percepción de cómo son las cosas. Por lo que ha visto, la de los seguidores de Trump dice algo parecido a esto: “Estás haciendo cola –como en una peregrinación– en la cima de una montaña, que es el sueño americano. Llevas mucho tiempo esperando tu turno. Tus pies están agotados. Tienes la sensación de que te mereces llegar. Has hecho lo que debías: has cumplido las normas y has trabajado bien. Pero la fila no avanza. Y ves que algunos empiezan a colarse…”. Ahí están todas las minorías y grupos sociales beneficiados durante las últimas décadas por las medidas de discriminación positiva.
Una vacuna moral
La conciencia de víctima se agrava cuando, al plantear estas objeciones, uno es privado de legitimidad moral y tratado automáticamente como un intolerante. Pero los contrarios a la política identitaria no cuestionan la igualdad de todos ante la ley, sino el trato de favor que reciben unos colectivos.
Se puede argumentar que este trato especial pretende corregir las discriminaciones que sufrieron esos grupos en el pasado, pero entonces no puede sorprender que quienes se sienten víctimas en el presente reivindiquen lo suyo. Es un círculo vicioso, en el que siempre hay agraviados necesitados de reparación.
Mark Lilla ha detectado la paradoja de la política identitaria: pensada para promover la inclusión, ha terminado erosionando el marco político común
De hecho, la propia política identitaria puede entenderse como un programa colectivo de redención. Así lo sugiere en The Wall Street Journal Shelby Steele, investigador de la Hoover Institution y autor del libro Shame: How America’s Past Sins Have Polarized Our Country (2015). Según Steele, afroamericano criado en la América de la segregación, EE.UU. ha estado viviendo desde los años 60 en lo que llama “la época de la culpa blanca”, que no tiene que ver tanto con los remordimientos por el maltrato histórico a las minorías por parte de la sociedad estadounidense como con “el pánico a ser estigmatizado por las viejas intolerancias de EE.UU.: racismo, machismo, homofobia y xenofobia”.
El progresismo surgido en aquellos años –con su amalgama de “política identitaria, corrección política, ortodoxia ambiental, culto a la diversidad, etc.”– sería la respuesta que la izquierda dio al problema de la “culpa blanca”. Mientras la derecha andaba preocupada por la riqueza y la limitación del Estado, dice Steele, la izquierda optó por erigirse “en el guardián de la legitimidad moral de EE.UU.”.
Mina de oro político
Los más sagaces vieron aquí una mina de oro político. “Barack Obama y Hillary Clinton, progresistas acreditados, persiguieron el poder ofreciendo sus candidaturas como oportunidades para que los estadounidenses certificaran su inocencia respecto del pasado de la nación. ‘Tuve que votar a Obama’, me dijo un republicano duro. ‘No podía decirle a mi nieto que no había votado al primer presidente negro’. Para este hombre, el progresismo era una vacuna moral que lo inmunizaba contra la estigmatización”.
Pero la vacuna identitaria podría estar perdiendo su razón de ser. Steele subraya dos razones. La primera es el fin de la obamanía: “La presidencia de Obama fue quizá el punto álgido de la época de la culpa blanca, por lo que ahora la culpabilidad estaría entrando en declive”; algo así como una muerte por éxito. Y la segunda es la entrada de Trump en la escena política: en “una sociedad avergonzada por su pasado”, el republicano ignora a quienes le llaman racista y devuelve su legitimidad a los mancillados. El precio de haber convertido el progresismo en una identidad terapéutica es que, una vez liberada la gente del miedo a ser estigmatizada, se debilita.
Claro que también podemos preguntarnos hasta qué punto Trump no está siguiendo la misma estrategia, redefiniendo la política identitaria para su propio provecho. De ello avisó el año pasado Brendan O’Neill, editor de Spiked: en realidad, Trump no tiene nada de políticamente incorrecto; más bien, es la otra cara de “la política victimista que está en el centro del discurso políticamente correcto”. Por eso, trata de explotar al máximo la sensación de abandono de los blancos, “que le necesitan para que les haga sentirse mejor”.
Más diversidad ideológica
En esta insana espiral de victimismo, algunas voces críticas piden a la cúpula demócrata revertir el giro identitario. De los primeros en romper el hielo, tan solo dos días después de la derrota de Hillary Clinton, fue Bernie Sanders, quien pidió a los demócratas que fueran “más allá de la política identitaria” y promovieran “candidatos que se pongan del lado de los trabajadores y que entiendan que la renta familiar ha bajado en términos reales”. Una semana antes, en Twitter, había afirmado: “Vengo de la clase obrera blanca y estoy profundamente humillado porque el Partido Demócrata no puede hablar con la gente del lugar que provengo”. Pero, en el fondo, su enfoque centrado en la clase social sigue siendo identitario.
Otros insisten en ampliar el espectro de preocupaciones del partido –incluidas las de Sanders–, para ganar en diversidad ideológica. “Actualmente, la política identitaria y el desdén por la religión están creando una nueva brecha social que los demócratas deben recortar, promoviendo la libertad de expresión en las universidades y el respeto a los católicos y a todos los creyentes que se sienten marginados en el partido”, escriben en The New York Times Mark Penn, consejero político de Bill y Hillary Clinton entre 1995 y 2008, y Andrew Stein, presidente del consejo municipal de Nueva York.
Penn y Stein explican que el Partido Demócrata ya pasó por la fiebre identitaria a principios de los años 90. Pero en 1995, poco después de perder la mayoría en las dos cámaras, algo que no se había visto en 40 años, Bill Clinton decidió llevar a los suyos al centro. El resultado fue la reelección, por amplio margen, en las presidenciales de 1996. Un resultado muy distinto, añaden, al que ha dejado el regreso de “la política identitaria, la lucha de clases y el intervencionismo” durante los últimos años: más de 1.000 escaños perdidos en las asambleas legislativas de todo el país y la pérdida del control de las dos cámaras: la de Representantes en 2010, y el Senado en 2014.
La explicación que dan a estos resultados apunta a las preocupaciones de los votantes: “Algo más de un cuarto de los estadounidenses se declaran progresistas, mientras que casi tres cuartas partes se consideran moderados o conservadores. Sin embargo, los puntos de vista moderados están recibiendo escasa representación en el proceso de nominación presidencial”. De ahí que propongan eliminar los caucus, donde los más activistas del partido tienen “un peso desproporcionado”, y reforzar la elección directa en las primarias.
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