El 5 de noviembre, a las 14 horas GMT, se estrenó simultáneamente en todo el mundo la última entrega de los hermanos Wachowski, Matrix Revolutions. Se daba fin a una saga irregular que ha originado torrentes de tinta y el nacimiento de una nueva mitomanía. La tercera parte ha superado con creces la calidad de la segunda, pero no ha llegado al nivel de la primera, al menos en ciertos aspectos.
La inauguración de la saga de Matrix trajo consigo una interpretación filosófica, probablemente motivada por la ambigüedad de muchos planteamientos y por la oscuridad metafórica de ciertos diálogos, que recordaban al enigmático oráculo de Delfos. También los nombres de los personajes hundían su etimología en la antigüedad más clásica. Pero en definitiva el planteamiento filosófico era plausible y funcionaba, lo cual no significa que fuera novedoso. En realidad, la rebelión de las máquinas contra el hombre es un argumento novelístico muy reiterado desde las revoluciones científica e industrial.
En este caso se trataba de máquinas inteligentes, cibernéticas, capaces de generar unos programas informáticos inimaginablemente perfectos, como el llamado Matrix, una realidad absolutamente virtual. De hecho, los hombres eran esclavos desde hacía mucho tiempo, pero al estar conectados al programa Matrix tenían la sensación de una vida libre y convencional. Incluso las ciudades habían desaparecido, pero los seres humanos las habitaban de forma virtual. Nadie sabía de la mentira en que estaban, excepto unos pocos que constituían la única resistencia a la tiranía de las máquinas. Hasta aquí, un argumento capaz de sugerir numerosas lecturas filosóficas.
Pero a pesar de su «filosofía», la saga ya anunciaba una dimensión teológica: los hombres rebeldes esperaban la llegada de un Elegido, Neo, llamado a menudo «el Mesías», que con su sacrificio salvaría a los hombres de la esclavitud.
El segundo capítulo, Matrix Reloaded, demostró que la vena filosófica de los Wachowski estaba agotada, y abusaron del puro espectáculo, de las artes marciales y de un cóctel gnóstico-pagano, incluso erótico, para sacar la película adelante.
Es en Matrix Revolutions cuando se desentraña el fruto definitivo de la saga, que ya recurre casi en exclusiva y de forma discutible al modelo y a los símbolos de la redención cristiana. Neo es Cristo, que entrega su vida en forma de cruz, y que ha sacrificado el amor de su chica para presentarse «célibe» a la entrega de sí mismo que salvará a la humanidad. Además, muy en línea con cierta teología pseudoheterodoxa moderna, Neo va teniendo conciencia de su misión paulatina y confusamente. Él consigue para el hombre una paz duradera y la victoria del libre albedrío sobre la esclavitud. Morfeo mira al cielo para agradecer el don de la salvación.
Todo muy bonito. Pero tramposo. Si se quiere hacer una historia cristiana, hágase como Tolkien, que en ningún momento recurre a una burda copia de los misterios de la salvación. Si lo que se busca es una épica genérica sobre el bien, el mal y el destino del hombre, hágase como la primera trilogía de La guerra de las galaxias. Pero usar la simbología cristiana para salir de un complejo atolladero que en su origen y desarrollo nada tiene que ver con una concepción cristiana de la existencia, cabe considerarlo como un recurso «tramposo»; un recurso quizá perdonable por la calidad del espectáculo y porque, a fin de cuentas, muestra cómo la salvación cristiana es difícilmente superable en genialidad.
Matrix Revolutions rebaja notablemente el número de escenitas marciales y recurre a secuencias bélicas de las de toda la vida, con la ayuda sin par de las imágenes generadas por ordenador. Y creo que es ahí donde está el valor de la película, pues la apariencia judeocristiana esconde no pocas dosis de planteamientos new age que tienen muy poquito interés. Pero al menos, como dicen en Italia, se non è vero, è ben trovato.
Juan Orellana