La inmortalidad transhumanista, de momento (muy) congelada

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Transhumanismo inmortalidad

Tanques de criopreservación de cuerpos en EE.UU. (CC: Hawaiian Sea)

 

El “no moriréis” que anunció engañosamente la serpiente del Génesis está, en la agenda del transhumanismo, entre los puntos prioritarios por resolver. Pero no hay problema: según los más entusiastas seguidores del movimiento, la solución ya estaría a la vuelta de la esquina, y algunos ponen la mano en el fuego por la “certeza” de que en 2045 asistiremos a la “muerte de la muerte”.

Para los transhumanistas, que conciben como un deber moral el uso de los avances tecnológicos para potenciar sin límites las capacidades físicas y cognitivas del ser humano, además de para eliminar lo que este tiene de “defectuoso” –como el envejecimiento y, al final, la muerte–, la trascendencia es la meta por definición. Pero no la trascendencia en el recuerdo de los demás por el bien que se ha hecho, ni la que pervive en el álbum familiar o en el libro que se ha escrito. No: el objetivo es vivir para siempre. No morir.

Para ello, lo ideal sería trasplantar la mente a un soporte tecnológico, a una suerte de ordenador donde el individuo –más exactamente su mente; olvidémonos del cuerpo, de lo biológico– estaría a salvo de la enfermedad, el cansancio, la muerte, etc., dotado de un conocimiento infinito y, en lo moral, bueno hasta el último tornillo (algo quizás más parecido a RoboCop que a Terminator). Se hablaría no ya del transhumano, sino del posthumano.

Todo esto, sin embargo, tiene visos de demorar, por lo que la cuestión es “ir tirando”, bien intentando retardar el envejecimiento, bien pagando para que, a la hora en punto del fallecimiento, nos congelen, a la espera de ser reanimados en el futuro. Ya se ha hecho con gusanos –congelados vivos–, por lo cual, para los más optimistas, es solo cuestión de décadas que lo de “¡a vivir, que son dos días!” sea simplemente una simpática exhortación de tiempos antiguos.

Alargar los telómeros, alargar la vida…

“Hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad”, recuerda el personaje de una zarzuela, y habrá que añadir que, si es para mejorar la salud, bienvenidas sean. Elon Musk, fundador de Tesla, ha anunciado que en 2023 su compañía Neuralink ya podrá implantar un chip en cerebros humanos. Serviría, dice, para detectar muy tempranamente cualquier afectación a la salud, o para, por ejemplo, dar la vista a personas que nacieron ciegas –“creemos que todavía podemos restaurarles la visión, porque el córtex visual sigue allí”, asegura–. En este momento, ya se gestionan los permisos para la implantación con la Agencia de Fármacos y Alimentos (FDA) de EE.UU.

Si el mencionado chip logra una radical mejoría de la calidad de vida de la persona y contribuye a aumentar sus años de existencia, pues perfecto: es lo que ha hecho el hombre desde que se bebió una pócima analgésica tras la trompada que le atizó un mamut. Cuestión diferente sería el empeño en utilizar la tecnología para violentar los límites de la biología humana.

Para el credo transhumanista, no hay riesgos inasumibles si existen las posibilidades tecnológicas de acabar con los límites del ser humano y potenciar sus capacidades

Ejemplo de esto es el intento por modificar la longitud de los telómeros, aquellas partes de los cromosomas que garantizan el buen estado del ADN y que se van acortando con el tiempo, lo que causa el envejecimiento de las células. Para “vivir para siempre” habría que evitar esa reducción, y es lo que se propuso en 2019 una empresa norteamericana, Libella Gene Therapeutics, con el desarrollo de una terapia génica para repararlos: al añadirles 1.000 nucleótidos (los telómeros de un joven tienen entre 8.000 y 10.000 de estas moléculas), hipotéticamente se alargaría la vida de la persona un par de décadas.

El tratamiento consistiría en inyectarle al interesado uno o varios virus con información genética que les “ordenaría” a sus células fabricar telomerasa, la encargada de alargar los telómeros. Al momento del anuncio de que se buscaban voluntarios, la dosis costaba un millón de dólares, y había que ir a inoculársela a Colombia, pues la FDA no había dado su permiso para la terapia en EE.UU.

Consultado tempranamente sobre el ensayo de Libella en el país sudamericano, fuera del foco de la FDA, Jerry Shay, experto mundial en cáncer y envejecimiento en el Centro Médico de la Universidad de Texas, advirtió que el peligro de esta terapia era enorme, pues podría activar células precancerosas “especialmente en personas mayores de 65 años”.

Solo que, para el credo transhumanista, el riesgo es lo de menos: si existen las posibilidades tecnológicas de hacerlo, es imperativo hacerlo. Hacerlo ya. Michael Fossel, presidente de Telocyte, empresa dedicada a la investigación sobre el alzhéimer y que ha invertido tiempo y recursos al asunto del alargamiento de los telómeros para “revertir” el envejecimiento, lo resume en esta pregunta: “¿Corremos rápido y nos arriesgamos a tener poca credibilidad, o avanzamos despacio y ganamos más credibilidad y aceptación mundial, pero mientras tanto la gente ha muerto?”.

Los transhumanistas tienen una respuesta clara: “Adelante”.

Congelamiento a la orden

Otra posibilidad para llegar al instante futurista en que pueda escanearse y trasplantarse la mente a un ordenador o a un cerebro artificial y así “vivir” por siempre jamás, es criopreservándose, congelándose una vez muerto para, cuando en unos años o siglos sea tecnológicamente posible, ser reanimado/resucitado.

La idea tiene seguidores. El argumento es que si se puede reanimar un embrión congelado, nada impide que se haga con una persona nacida que falleciera años después. Solo en sus instalaciones de Scottsdale, Arizona, la empresa Alcor Life Extension Foundation tiene a más de 200 pacientes “criopreservados” (uno de ellos, el fundador: Fred Chamberlain), y en lista de espera hay más de 1.400. Nótese, antes de seguir, que la compañía habla de pacientes, en el entendido –coherente con su hipótesis de que la muerte será tecnológicamente derrotada– de que no se puede hablar propiamente de muerte, de adiós definitivo.

Afiliarse a Alcor tiene sus “ventajas”. Según su web: “Con unas cuotas mensuales bajas y una póliza de seguro, lo tienes todo listo. Cuando llegue el momento, llevaremos a cabo tu criopreservación en nuestras modernas instalaciones, donde los pacientes se conservan en cápsulas criogénicas seguras y de larga duración hasta su reanimación. Bienvenido a tu futuro”.

La empresa describe así el proceso: inmediatamente que fallece la persona, se le mantiene artificialmente la circulación sanguínea y la respiración, se baña el cuerpo en agua helada y se sustituye la sangre por una sustancia que conserva los órganos y garantiza –hipotéticamente– su futura funcionalidad. Seguidamente, se le inoculan sustancias protectoras contra el frío extremo, para que este no rompa los tejidos. Así, el fallecido queda listo para el enfriamiento profundo (a -196 °C) y se le introduce en una cápsula que se rellena periódicamente de nitrógeno líquido.

Ya acomodado, “el paciente permanecerá en cuidados de larga duración hasta que sea posible su reanimación”. ¿Cuándo? No hay fechas, solo optimismo: “En la actualidad, ninguna organización criónica puede revivir a un paciente criopreservado, pero en Alcor confiamos en que sea posible. Se espera que la nanotecnología y otras tecnologías médicas futuras tengan capacidades muy amplias”.

¿Que el interesado es europeo y Arizona le pilla lejos? No hay que agobiarse: en Alemania, Suiza y Rusia ya hay instalaciones de criopreservación, y en el continente hay cuatro ambulancias equipadas con la tecnología necesaria para el procedimiento. En un reciente evento en Madrid –Transvisión 2022–, en el que abogados, ingenieros, doctores, biólogos, etc., debatieron sobre criopreservación, se ofreció a un grupo de médicos una demostración del proceso con un maniquí. Y salió “bien”, por supuesto.

En el caso de un ser humano no sucedería diferente. Solo tiene que pagar, morirse, ser sofisticadamente congelado y esperar, esperar…

La inevitable senescencia

En lo que los pacientes de Alcor esperan, la hipótesis de que es factible alcanzar la inmortalidad se enfrenta a realidades tozudas. Una de ellas es la imposibilidad de detener el envejecimiento sin, al mismo tiempo, potenciar cánceres que a la postre causan la muerte.

En su investigación La competencia intercelular y la inevitabilidad del envejecimiento multicelular, los doctores Paul Nelson y Joanna Masel, de la Universidad de Arizona, explican el fenómeno a nivel celular y multicelular: con el paso del tiempo, las células pierden sus funciones y dejan de dividirse, “envejecen”. Llega entonces la apoptosis, la muerte celular programada, un mecanismo mediante el cual las células “cooperan” por el bien del organismo en su conjunto y mueren.

“La competencia intercelular, o la falta de ella, puede eliminar el cáncer o la senescencia, pero no ambos”

Las que, sin embargo, ignoran la señal programada, “disfrutan de un beneficio de aptitud física sobre las células más cooperativas”. Mutan, y adquieren nuevamente la capacidad de dividirse y propagarse sin control, con lo que se vuelven cancerosas.

“Mecanismos como la función inmunitaria, la redundancia de genes supresores del cáncer y la estructura del tejido afectan la velocidad a la que se degrada la cooperación celular”, señalan los autores, que añaden que esos mecanismos “podrían retrasar significativamente el envejecimiento”, pero que el declive, en todo caso, es inevitable. Interrogados sobre el tema para Singularity Hub, Nelson y Masel son taxativos: “La competencia intercelular, o la falta de ella, puede eliminar el cáncer o la senescencia, pero no ambos. Mientras mantienes un problema bajo control, el otro empeora”.

Lío malsonante en Yo menor

Visto que la variante de, una vez descongelados, vivir para siempre con el mismo organismo no parece halagüeña –el declive biológico continuaría su curso sí o sí–, se impone el traslado de la mente al soporte tecnológico, al cerebro artificial. Pero esto comportaría otros problemas, algunos de ellos planteados por el Dr. Michael Graziano, neurocientífico de Princeton, en el Wall Street Journal: escaneado el cerebro e insertado en un dispositivo, ¿quién soy yo: el organismo biológico, mente y cuerpo, que avanza hacia su final natural, o la copia mental exacta que “vive” entre metal, chips y cables? ¿Dos “yoes” acaso, cada uno acumulando experiencias por su parte? ¿Cómo sería la relación del yo-persona con el yo-máquina: de supeditación de uno al otro o de armonía?

Podría añadírsele al cuestionamiento de Graziano –quien al final, no ve otra “solución” que ese trasplante mental si se desea poder viajar muy lejos del planeta–, cómo podrá entender una mente instalada en una máquina, sin sensaciones corpóreas directas, el hambre, el frío, el dolor… ¿Podrá saber, sin haberlas experimentado, que es la compasión y cómo ejercerla con quienes no hayan hecho el “tránsito” a ese estado “perfecto”?

Conviene parar. En rigor, es fantasía disfrazada de ciencia, demasiadas suposiciones incontrastables –precisamente lo contrario al método científico–, y vendidas con argumentos como que, si Verne pronosticó el submarino y es hoy una realidad, no hay límites que la tecnología no pueda vencer.

En todo caso, a quien disponga de una confianza imbatible, y de tiempo, mucho tiempo, ya Fred Chamberlain y los pacientes de Alcor le contarán.

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