El movimiento ecologista se ha basado muchas veces en denuncias extremas y exigencias difícilmente compatibles con el desarrollo. En cambio, el “Manifiesto Ecomodernista”, publicado el pasado 14 de abril, supone un cambio de planteamiento para hallar salidas factibles y está provocando un debate. La base es que consideran al ser humano el aliado, no el enemigo de la naturaleza, y en la tecnología moderna ven no un poder destructor, sino el principal medio para cuidarla.
Los 18 autores del Manifiesto Ecomodernista son científicos, ecologistas o profesores de Estados Unidos, Australia, India y Canadá La mayoría trabajan en universidades, otros están en distintas fundaciones, uno es cineasta (Robert Stone, director del documental Pandora’s Promise, sobre la energía nuclear). Varios pertenecen al Breaktrhough Institute, promotor del manifiesto, entre ellos los fundadores, Ted Norhaus y Michael Shellenberger.
El Breakthrough Institute es un centro de investigación sobre energía y medio ambiente que quiere distinguirse, como su propio nombre indica, por plantear ideas rompedoras. Si pensamos en las largas, agrias y hasta ahora infructuosas negociaciones internacionales sobre el cambio climático, lo más rompedor sería una solución práctica que saque del estancamiento.
El Protocolo de Kioto, de 1997, fijaba metas solo a los países desarrollados, por ser las principales fuentes de los gases de efecto invernadero acumulados hasta la fecha, y dejaba para un acuerdo posterior la reducción por parte de las demás naciones. El protocolo expiró en 2012, y ya no hay manera de contener las emisiones sin el esfuerzo de los países en desarrollo, sobre todo los más grandes (China, India).
Pero estos no están dispuestos a afrontar sin más los sacrificios que no hicieron las naciones ricas, primeras responsables del problema, en sus fases de desarrollo. Reclaman sustanciosas compensaciones, que a su vez los países desarrollados consideran excesivas y fuera de su alcance. Por su parte, los ecologistas no quieren concesiones a una u otra parte que supongan renunciar a estabilizar la concentración de gases, única manera de evitar males irreversibles. Este es el difícil panorama que habrá de afrontar la próxima conferencia mundial sobre el clima de París, en diciembre de este año.
Vista la situación, los “ecopragmáticos” advierten en el Manifiesto: “Todo conflicto entre mitigar el cambio climático y continuar el proceso de desarrollo que está permitiendo a millones de seres humanos alcanzar un nivel de vida moderno, seguirá resolviéndose decididamente a favor de lo segundo”. Sencillamente, porque “el cambio climático y otros problemas ecológicos globales no son las preocupaciones inmediatas más importantes para la mayoría de la población mundial, ni deben serlo”. Por ejemplo, una nueva central eléctrica de carbón contribuye a la contaminación atmosférica y al efecto invernadero, pero también mejora la vida a personas que carecían de electricidad y respiraban un aire malsano en sus propias casas por quemar estiércol para cocinar.
Demasiadas veces, las discusiones sobre el medio ambiente han estado dominadas por las posturas extremas y plagadas de dogmatismo, lo que a su vez fomenta la intolerancia
Dos mitos
La solución factible y realista a los problemas del medio ambiente está, sostiene el Manifiesto, en la tecnología y el desarrollo. A primera vista, parece contraintuitivo. ¿No ha sido el hombre moderno, desde la Revolución Industrial, con su modelo de desarrollo, quien ha iniciado el calentamiento de la Tierra, destruido ecosistemas, provocado la extinción de especies, talado enormes superficies de bosque, causado erosión y desertización, contaminado lagos y ríos con lluvia ácida?
Pero eso no es el panorama completo. La idea de que el hombre moderno es enemigo del medio ambiente se basa en dos mitos y una realidad.
El primer mito es que el hombre antiguo –o los que antes se solían llamar “pueblos primitivos”– vivía en armonía con la naturaleza. En realidad, sus técnicas rudimentarias tenían bajo rendimiento y podían conducir a una sobreexplotación destructiva. El Manifiesto ofrece algunos ejemplos. En Norteamérica, hace alrededor de cien mil años, una población humana de dos millones a lo sumo, cazadores y recolectores nómadas, prácticamente extinguió los grandes mamíferos salvajes, además talando y quemando bosques a su paso. En el conjunto del mundo, las tres cuartas partes de la deforestación se produjo antes de la Revolución Industrial, pues hasta entonces, a falta de carbón mineral o de medios para extraerlo en grandes cantidades, la madera era el principal combustible.
El reverso de este mito es el del agotamiento próximo de los recursos naturales, profecía repetida desde el informe del Club de Roma Los límites del crecimiento (1970). Contra las tesis del neomalthusianismo, el informe señala que “son notablemente escasos los indicios de que la población humana y la expansión económica vayan a sobrepasar la capacidad de producir alimentos o de obtener recursos materiales básicos en el futuro previsible”.
Más allá del desarrollo sostenible
Pero es una realidad, como también reconoce el Manifiesto, que el desarrollo moderno ha degradado el medio ambiente. Por eso hoy día se pretende corregir el rumbo aplicando el principio del “desarrollo sostenible”. Tal como lo definió el informe Brundtland (Nuestro futuro común), encargado por la ONU, es el “desarrollo que satisface las necesidades del presente sin poner en peligro la capacidad de las generaciones futuras para satisfacer las suyas”.
Eso se puede aplicar de muchas maneras, pero los considerados “modos de vida sostenibles”, tal como han sido propuestos y realizados hasta ahora, son proyectos como ecoaldeas, edificación verde, agricultura orgánica… basados en un nivel menor de consumo y en usar solamente recursos renovables. Por ejemplo, en las ecoaldeas modélicas se tratan las aguas residuales con “máquinas vivientes” que imitan la acción de ecosistemas como los humedales. El agua se purifica haciéndola pasar por unos depósitos de tierra con distintas plantas y bacterias.
Son experimentos verdaderamente valiosos e interesantes. Pero sirven solo como opción para minorías. Miles de aldeas en África o Asia del sur consumen menos aún, no por conciencia conservacionista sino porque no tienen más. La agricultura ecológica no basta para alimentar a la humanidad: lo que ha desterrado el hambre de gran parte del mundo es la “revolución verde” de cultivos intensivos y de alto rendimiento. El desarrollo que necesita la mayor parte de los seres humanos tiene que incluir eso, y también centrales eléctricas, infraestructuras de transporte… lo que en los países desarrollados se da por descontado.
Por eso el Manifiesto sugiere otro camino. “Nosotros sostenemos un viejo ideal ecologista: que la humanidad debe reducir sus impactos en el medio ambiente para dejar más espacio a la naturaleza; pero rechazamos otro: que las sociedades humanas deben integrarse en la naturaleza para evitar el hundimiento económico y ecológico. Ya no se puede conciliar esos dos ideales”. Renunciar al segundo sin abandonar el primero exige tecnología.
El cambio climático y otros problemas ecológicos globales no son las preocupaciones inmediatas más importantes para la mayoría de la población mundial
Dejar más espacio a la naturaleza
Según el argumento ecomodernista, en vez de integrarnos en la naturaleza, hemos de “desvincularnos” de ella, en el sentido de reducir nuestra dependencia de la naturaleza para nuestro sustento y bienestar. La forma de conseguirlo es “intensificar” las actividades humanas: hacerlas más intensivas, de modo que requieran menos terreno e interfieran menos con los ecosistemas naturales. Vista desde el otro lado, la desvinculación es también “liberar el medio ambiente de la economía”.
La desvinculación ya está en marcha en distintos ámbitos, pues es una característica de muchos desarrollos técnicos que buscan aumentar el rendimiento de los recursos. De las primitivas sociedades de cazadores y recolectores hasta los actuales cultivos y ganadería intensivos ha disminuido mucho la superficie de espacio natural que los seres humanos necesitan apropiarse y explotar para obtener el sustento. En algunos casos, el uso de recursos naturales ha bajado tanto en términos relativos, que se ha reducido la cantidad total, pese al aumento de la población. En el conjunto del mundo, el terreno dedicado a explotaciones madereras ha disminuido en 50 millones de hectáreas en los últimos veinte años.
“Las técnicas modernas, al usar de modo más eficiente los recursos de los ecosistemas naturales, ofrecen una posibilidad real de reducir el impacto total de los humanos en la biosfera”. Esto requiere, según los ecomodernistas, acelerar la desvinculación. Además de la agricultura intensiva, la piscicultura o la sustitución de combustibles muy contaminantes y de poco poder energético (madera, carbón vegetal) por otros mejores, el Manifiesto propone otras ideas menos evidentes.
Urbanizar para conservar
Una es la urbanización. Las ciudades parecen un antisímbolo de lo ecológico. El Manifiesto reconoce que las ciudades provocan un fuerte impacto medioambiental en otros lugares por sus grandes necesidades de suministro, y por tanto tienen que combinarse con la producción intensiva fuera de ellas. Pero es un hecho que la población urbana ya es mayoritaria en el mundo. Las ciudades, que albergan cerca del 60% de la humanidad en solo el 3% de la superficie terrestre (el Manifiesto no dice si tiene en cuenta solo la superficie habitable), “proveen mucho más eficientemente que las economías rurales a las necesidades materiales, a la vez que reducen el impacto en el medio ambiente”.
Otra propuesta, polémica, es la de recurrir más a la energía nuclear. Para que las naciones pobres se desarrollen sin que sea a costa del medio ambiente, dicen los ecomodernistas, hace falta generalizar el acceso a las fuentes modernas de energía. Así se puede mecanizar la agricultura, tratar residuos, desalinizar agua del mar, reciclar metales en vez de extraer más de las minas..
Ahora bien, usar más energía supone, hoy por hoy, emitir más CO2. Y las necesidades futuras de los países en desarrollo no se podrán satisfacer con energías renovables; de ellas, solo las recientes células fotovoltaicas dan esperanzas, según los autores del manifiesto, de una aportación significativa. Pero “la fisión nuclear es la única tecnología actual sin emisiones de carbono con capacidad probada de satisfacer la mayoría, si no el total, de la demanda energética de una economía moderna”. Los autores del Manifiesto confían también en que relativamente pronto se pueda dominar la fusión nuclear, que sería una fuente de energía prácticamente ilimitada.
Ecologismo espiritual
Muestra de su pragmatismo, los ecomodernistas no creen que sus ideas vayan a ser universalmente adoptadas, aunque esperan que marquen la tendencia general. Por ejemplo, el abandono de la energía nuclear en Alemania y Japón les parece contraproducente, pero comprenden que a fin de cuentas, las opciones tecnológicas dependen de las instituciones y la cultura de cada lugar. Igualmente, admiten, seguirá habiendo lugares donde la gente prefiera integrar los cultivos y el paisaje rural con el espacio natural, aunque eso sea menos rentable, en vez de la separación entre agricultura intensiva y ecosistemas no explotados que ellos proponen.
Pues –y esto muestra que no son puros pragmáticos– aun sus propias soluciones no se sostendrán por razones meramente utilitarias, sino más bien por otras “espirituales o estéticas”. Anotan: “El empeño en preservar paisajes por su valor no utilitario es necesariamente una opción antropogénica. (…) Respetar la naturaleza salvaje no es menos una decisión humana, en servicio de preferencias humanas, que aplanarla con excavadoras”. Lo cual implica, se diría, reconocer, frente a algunas corrientes ecologistas, que el hombre no es simplemente un ser natural más: tiene necesidades y fines superiores a los biológicos y la responsabilidad de administrar la naturaleza.
“Esperamos –dicen los autores al final del Manifiesto– que este documento pueda contribuir a mejorar la calidad y el tenor del diálogo sobre cómo proteger el medio ambiente en el siglo XXI. Demasiadas veces, las discusiones sobre el medio ambiente han estado dominadas por las posturas extremas y plagadas de dogmatismo, lo que a su vez fomenta la intolerancia”.