Londres. En estos tiempos en que la ecología nos ha hecho más sensibles hacia la naturaleza, algunos llegan a afirmar que los animales tienen derechos. Las consecuencias últimas de esta postura no serían admitidas por casi nadie; pero algo nos dice que no podemos replicar con la tesis de que los animales son simples bienes materiales disponibles para todo uso. El británico Roger Scruton, profesor de filosofía, ofrece un lúcido examen de esta cuestión en su obra Animal Rights and Wrongs (1). Su respuesta es que nuestro trato con los animales ha de estar regido por la piedad, que nos recuerda la diferencia esencial que separa a los animales de los seres humanos, pero también que no somos dueños absolutos de la naturaleza (2).
Roger Scruton aborda un problema que de cuando en cuando obsesiona a los británicos: si la ley debe o no obligar a tratar a los animales de manera adecuada a su naturaleza, teniendo presente su capacidad de sentir y su bienestar. Los británicos se distinguen por tener hacia los animales una sensibilidad muy desarrollada, que a veces adquiere aires de cruzada y llega más allá de sus propias fronteras. Podemos ironizar sobre el caso de aquella inglesa que marchó a España a hacer campaña contra las corridas de toros, y que acabó gravemente herida bajo los cuernos del toro que pretendía salvar; pero explicar de forma desapasionada dónde está el error de actitudes semejantes es una empresa en la que pocos han tenido éxito.
La piedad natural, no sólo el «propio interés refinado», nos indica que debemos tratar a los animales con benevolencia; pero cuando grupos de presión afirman que los animales tienen derechos y emprenden campañas para que las leyes los reconozcan, aun el más benevolente empieza a sospechar que hay algún sofisma. Scruton «agarra el toro por los cuernos», con un estudio filosófico de lo que caracteriza a los animales y a los seres humanos, para que así podamos comprender la diferencia la próxima vez que los animalistas aseguren que «los animales tienen el mismo derecho a la vida que nosotros».
Razones para la conducta
Scruton parte de la moral clásica y los sentimientos naturales. Basa su argumentación en un completo examen de la vida moral, en el que tienen sitio tanto la razón como la virtud y la piedad. Luego muestra por qué ciertas actitudes no son más que propio interés disfrazado o sentimentalismo egoísta. Así logra demostrar la falsedad de los argumentos utilitaristas y darnos razones para nuestra conducta más sólidas que el álgebra de placeres y dolores.
El libro considera la cuestión desde diversos puntos de vista, de la metafísica a la jurisprudencia. Lejos de resultar árido o académico, es muy legible y ameno. La gracia de un profesor de filosofía está en escoger ejemplos para que las distinciones resulten evidentes. A este don, Scruton añade una elegante ironía, que mueve a la sonrisa cuando muestra los fundamentos metafísicos de opiniones que siempre habíamos dado por supuestas. Aun el animalista más radical ha de admitir las implicaciones de un aserto como «las emociones que puede sentir un animal están limitadas por los pensamientos que puede tener. Un toro puede sentir furia, pero no indignación ni desprecio. Un león puede sentir impulsos sexuales, pero no amor erótico».
Subrayar la diferencia
Al hablar de los animales, Scruton revela, por contraste, los maravillosos atributos que tenemos por ser humanos. Pues el libro trata de ética. «Las cuestiones que voy a discutir -explica- surgen porque somos animales, pero animales de una clase muy particular: animales que tienen conciencia de sí como individuos, con derechos, responsabilidades y deberes, y que son capaces de extender su compasión a otras especies».
Uno de los fines de las criaturas inferiores es hacernos captar la grandeza de nuestra condición humana y nuestro deber de tratar a nuestros congéneres mejor que a los animales: noblesse oblige. «La misma reverencia que nos lleva a proteger la vida animal nos lleva a proteger aún más la vida humana». El propio argumento a favor de sacrificar un animal que sufre refuerza el argumento a favor de no hacer lo mismo con un hombre que sufre. «La muerte de una persona es un mal de orden distinto al del dolor y no se puede comparar con éste».
El autor examina nuestros deberes con los diversos tipos de animales, según su capacidad para la vida social y emotiva. Lo que sólo puede hacerse si conocemos la diferencia entre ellos y nosotros. Todos coincidimos en que sería absurdo dispensar a un insecto un trato similar al que damos a un perro o a un caballo. Otros autores han escrito sobre las semejanzas entre nosotros y los animales; la intención de Roger Scruton es examinar las diferencias entre nosotros, en cuanto seres con vida moral, y el resto de la naturaleza, porque la moral tradicional se basa en esta distinción.
Miembros honorarios de la sociedad
Los activistas en pro de los derechos de los animales pretenden prescindir de la moral tradicional, en la creencia de que ello contribuirá a que los animales sean tratados del mismo modo que los seres humanos. Esperan que así se logrará que la gente trate bien a los animales. Paradójicamente, esto a veces lleva a distraer recursos que estarían mejor empleados en el bienestar humano. Los refugios para burros están muy bien; pero cuando no hay suficientes albergues para los pobres, habría que emplear el dinero de otra forma.
Pero si los animales tienen derechos, entonces han de tener también deberes, cosa que evidentemente no ocurre. Supongamos que se promulga una ley para garantizar los derechos de los pollos: ¿cómo lograríamos que el zorro cumpliese su deber de abstenerse de comérselos? Si se pudiera hacer cumplir tan absurda ley, la consecuencia sería que los zorros, depredadores por naturaleza, morirían de hambre. Llevado el argumento a sus últimas consecuencias, su falsedad resulta patente.
Los animales domésticos son miembros «honorarios» de la comunidad humana. En casi todos los casos, el hombre los ha modificado, mediante la crianza, para sus propios fines, lo que es especialmente cierto en los casos de perros y caballos. En cambio, «hay algo profundamente estremecedor en la idea misma de criar a un ser humano con vistas a algún fin, o en la de aplicar la ingeniería genética al feto humano para lograr algún resultado socialmente deseable. El panorama que pintó Aldous Huxley en Un mundo feliz siempre ha perseguido a los lectores desde entonces con la pesadilla de una sociedad humana perfectamente organizada para dar la felicidad y que, sin embargo, repugna hondamente todos nuestros ideales».
Hermana naturaleza
Los animales domésticos reciben afecto, compañía y hasta ciertos privilegios. Con los animales domésticos, los niños aprenden a dar cariño y a cumplir sus responsabilidades. Pero la diferencia salta a la vista cuando los animales entran en conflicto con intereses humanos: nadie duda en sacrificar el mismo animal que ha hecho objeto de atenciones si enferma o se convierte en un peligro para los niños.
Es convicción común que se puede usar animales para fines distintos de la alimentación humana. Muy pocos se oponen a las carreras de caballos, porque los caballos son animales atléticos que claramente realizan sus cualidades en el deporte. La mayoría de los animalistas no muestran escrúpulos en tener animales domésticos, pues aunque éstos se encuentran fuera de su ambiente natural, reciben el afecto, la seguridad y el confort que sólo pueden proporcionar los cuidados humanos. Pero mientras que en Gran Bretaña la pesca es el deporte más popular, muchos británicos se indignan ante las corridas de toros en España. ¿Dónde está la diferencia? Roger Scruton dice que algo tiene que ver la mentalidad británica, pero que sobre todo ocurre que aplicamos a los animales nuestras propias ideas de calidad de vida y realización personal, a veces de modo muy inadecuado.
El utilitarismo no carece de razones, como cuando un camionero descubre que los frenos no responden y tiene que elegir entre estrellarse a la izquierda, donde hay un grupo de cinco personas, o a la derecha, donde sólo hay una. Pero en los normales asuntos humanos, la moral exige que intervengan la voluntad y la razón, no la mera economía del placer y el sufrimiento. El utilitarismo también puede servir en el trato con esas criaturas que no tienen voluntad ni razón, que no son personas humanas.
La compasión tampoco basta: «Quien basa su conducta en la compasión puede perjudicar el orden moral tanto como quien lleva una vida de crímenes». La piedad es un sentimiento superior, porque nos hace «respetar el carácter sagrado que las cosas tienen en cuanto dones». El trato con los animales pertenece al ámbito de la piedad: un hombre que maltrata a los animales no es malo por su modo de tratarlos, sino más bien por el daño que inflige a su propia naturaleza al carecer de piedad o al disminuirla en él. Aunque no es necesariamente una virtud religiosa, la piedad apunta inevitablemente a la gratitud a… ¿qué sino un ser que está por encima del orden natural y que lo ha creado? La piedad es lo que llevaba a Chesterton a rechazar ese paganismo con aires de solemnidad que supone llamar «madre» a la Tierra, en vez del gozoso descubrimiento de que es una «hermana», co-criatura del mismo hacedor.
Pretensión de dominio
En El mundo perdido del Kalahari, Laurens van der Post escribió que, al degradar la naturaleza salvaje, la civilización moderna ha dañado una parte de la propia alma humana. Scruton alude a la misma paradoja cuando dice que la pretensión de dominio absoluto sobre el mundo natural ha supuesto tal menoscabo de la piedad, que nos resulta difícil evitar las catastróficas consecuencias de esa actitud. En un apéndice pone como ejemplo el mal de las «vacas locas»: la práctica de alimentar a las vacas de modo antinatural revierte en nuestro propio daño.
Después de que Roger Scruton escriba con tanta altura de las cualidades que hacen de los hombres seres libres y éticos, distintos de los animales, extraña que a veces insinúe que la eutanasia es admisible, siempre que se tenga el consentimiento del paciente. Esto quizá se deba a que argumenta sólo a partir de la moral clásica, reconociendo que muchas dificultades morales han surgido precisamente de la secularización de la sociedad. Para dirigirse a una sociedad descristianizada, opta por el método de no entrar en consideraciones teológicas, mostrando así lo lejos que se puede llegar por ese camino. Tal vez, pues, sea inevitable que se detenga sin aludir a que sólo Dios tiene dominio absoluto sobre la vida del hombre. Pero si el animal existe en relación con el hombre, la existencia humana sólo se comprende por entero en relación con Dios. Esperemos que una futura continuación de Animal Rights and Wrongs complete el panorama.
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(1) Roger Scruton. Animal Rights and Wrongs. Demos. Londres (1996). 114 págs. 7,95 libras.
(2) Sobre este tema, ver también los servicios 58/92 («La nueva mirada del hombre a los animales») y 93/90 («¿Tienen derechos los animales?»).
Nuestros deberes con los animales
Seleccionamos algunos pasajes del libro donde Roger Scruton expone sus tesis principales.
Los animales no son como nosotros. Si los animales poseyeran la conciencia de sí mismos y la autonomía propia de un ser con vida moral, entonces también tendrían derechos y deberes. Pero los animales no llegan a tener una individualidad de ese tipo. Y el común amante de los animales no piensa de otra manera. Pues un ser dotado de conciencia moral no puede ser tratado como una mascota, no puede ser amaestrado, domesticado o acariciado sin su consentimiento. No podemos tenerlo como tenemos un perro o un gato, para nuestros fines, ni siquiera para que nos haga compañía, a menos que acceda libre y conscientemente a dárnosla. Aunque nos encariñamos fácilmente con nuestros animales domésticos, en realidad no les damos voz ni voto en el asunto y nos deshacemos de ellos sin contemplaciones si nos pagan nuestros mimos con mordiscos, arañazos o gruñidos. Un animal doméstico es un miembro honorario de la comunidad moral, aunque dispensado de la carga de obligaciones que ese estatuto normalmente comporta. Nuestros deberes con esas criaturas en quienes, como dijo Rilke, hemos «criado un alma», son similares a las obligaciones generales de atención a los demás en que se basa el hogar. Un hombre que sacrificara a su hijo o su padre por su animal doméstico obraría mal; pero también obraría mal quien sacrificara a su animal doméstico por un animal salvaje hacia el que no tiene responsabilidad personal (por ejemplo, dándolo a comer a un león).
Volver a la piedad. Los relatos que hablan de vicios y virtudes constituyen una parte importante de la formación moral. El fin principal de esta formación no es enseñar la ley moral -que en general se enseña por sí misma-, sino inculcar un tipo concreto de carácter: el del que obedece la ley aunque sus intereses y deseos vayan por otro lado.
Desde la Ilustración, el pensamiento moral se ha apartado de la piedad y ha dedicado sus mejores energías a las ideas legales abstractas relativas al respeto a las personas. Esto se debe a muchas razones, cuyo análisis cae fuera del objeto de este libro. Pero vale la pena señalar que las cuestiones morales en torno a los animales, que comienzan a plantearse con viveza en coincidencia con nuestra pérdida de confianza en la religión, y en ese sentido deben parte de su fuerza a la decadencia de la piedad tradicional, al mismo tiempo representan para muchos una vuelta a la piedad.
A juicio de esas personas, debemos recobrar la actitud hacia el mundo natural que antaño prevalecía, cuando las especies eran consideradas como algo sagrado, y la humanidad aún no había afirmado sus pretensiones de soberanía absoluta sobre las obras de la naturaleza, sino que se tenía por humilde administradora de la creación. No es descabellado creer que la civilización moderna ha destruido una preciosa parte del alma humana en su orgulloso arrogarse el derecho a dominar y explotar los recursos de la Tierra.
Debemos tener presente que el modo de tratar a los animales domésticos refuerza las virtudes y los vicios de sus amos. El misántropo que observa extasiado un animal cautivo puede prescindir más fácilmente de los actos y sentimientos caritativos que la moral exige. El sentimentalismo y la actitud kitsch con los animales puede parecer a muchos el vivo ejemplo de la benevolencia. En realidad, es frecuente lo contrario: una forma de disfrutar del lujo de sentimientos afectuosos sin los normales inconvenientes de tenerlos, una forma de dedicar amor fingido a una víctima inocente que carece del juicio necesario para rechazarlo o criticarlo; una forma, por tanto, de reforzar un hábito de frialdad.