En la reciente sesión especial sobre drogas celebrada en la ONU, algunos esperaban un cambio radical en el plan de acción de la organización. Hay una sensación de cansancio ante una guerra interminable, que consume recursos y en algunos países va rodeada de situaciones de violencia. Como suele suceder en estos casos, nos fijamos más en las víctimas de la violencia del narcotráfico en países como México que en los que han evitado caer en la drogadicción gracias a la prohibición.
Vista la dificultad de esta política, algunos proclaman el fracaso de la “guerra contra la droga”, y piden por lo menos un armisticio tolerante. “El eslogan ‘Un mundo sin drogas’ no es ni realista ni útil”, aseguran. Es verdad que el documento final de la conferencia se marca un objetivo más modesto al propugnar “una sociedad exenta de todo abuso de drogas”, más que “sin drogas”. Pero, se diga como se diga, esto no convence a los que esperaban un cambio más radical.
“No es realista”
Pero si “un mundo sin drogas no es realista”, mucho menos realista parecen otros objetivos de la ONU. ¿Es realista la definición de salud de la OMS entendida como “un estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades”? Y, sin embargo, no nos cansamos de luchar para erradicar las enfermedades. Los Objetivos de Desarrollo Sostenible de la ONU se plantean para 2030 acabar con el sida, la tuberculosis, la malaria y las enfermedades tropicales descuidadas. Nada menos.
La ayuda al desarrollo tiene también efectos perversos en forma de fraude y corrupción de los gobernantes
Si la persistencia de un problema es señal de que resulta poco realista intentar luchar contra él, el realismo obligaría a abandonar otras muchas batallas de la ONU. ¿Es realista un mundo sin prostitución? ¿O un mundo sin tráfico de personas? ¿O un mundo sin pobreza? Todas estas plagas y tantas otras han acompañado a la humanidad desde el origen de los tiempos. ¿Por qué nos creemos capaces de vencerlas ahora?
En la lucha contra las drogas se dice que el enfoque represivo no funciona, por lo cual más valdría legalizar el consumo. Algunos lo propugnan solo para el cannabis, pero si el criterio es la imposibilidad de atajar la difusión de una droga, lo mismo podría aplicarse a la cocaína o al éxtasis, cada vez más utilizadas.
En cambio, en otras batallas, la vía punitiva se refuerza. Así, en algunos países –el último, Francia– la lucha contra la prostitución ha llevado a penalizar al cliente. En este caso parece que la amenaza de sanción va a ser una ayuda para erradicar o al menos limitar el fenómeno. Aún es pronto para ver si esta política tendrá éxito, pero lo que sí está claro es que los países, como Alemania, que han legalizado el sexo de pago han experimentado una formidable extensión del negocio y de la trata de personas para ese fin.
Políticas costosas
La lucha contra las drogas es costosa, ciertamente, y no es fácil unificar criterios entre países. Pero en otros aspectos la ONU no ha dudado en poner presión para llegar a acuerdos. Cuando en 1997 se firmó el Protocolo de Kioto para disminuir los gases de efecto invernadero hubiera parecido imposible que dos decenios después, en diciembre de 2015, se aprobara el Acuerdo de París, cuyo objetivo es reducir aún más las emisiones para contener el calentamiento global por debajo de dos grados centígrados con respecto a la época preindustrial. En 1997 parecía irreal creer que países como China e India, que daban prioridad a su derecho al desarrollo industrial sobre la protección del medio ambiente, se unieran al consenso. Sin embargo, el Acuerdo de París ha sido firmado por 175 Estados (aunque aún falta que lo ratifiquen), todo un récord histórico.
De nada sirve arrebatar el negocio al cartel de Sinaloa para dárselo a Philip Morris
Llevar a la práctica el acuerdo de París va a costar también algún dinero. Según “Bloomberg New Energy Finance”, el coste de combatir el cambio climático será de 12,1 billones de dólares en los próximos 25 años. Concienciar a la gente sobre la necesidad de luchar contra el calentamiento global supone una labor sostenida de sensibilización. Pero tampoco en este campo se ha renunciado a la vía sancionadora, de modo que los delitos medioambientales están cada vez más perseguidos.
Efectos perversos
La crítica de la “guerra contra las drogas” subraya que tiene también efectos perversos, daños colaterales en forma de violencia, corrupción y falta de tratamiento de los drogadictos. Ciertamente, la lucha contra la droga puede hacerse de modo más inteligente, aunando las medidas sanitarias y las políticas sociales, combinando la prevención y la represión, con sanciones proporcionadas, sin meter en la cárcel a un tipo por fumarse un porro.
Pero tampoco otras políticas recomendadas por la ONU están exentas de efectos perversos. Es bien sabido que la ayuda al desarrollo ha beneficiado de modo especial a los bolsillos de muchos gobernantes corruptos del Tercer Mundo, que han sido incapaces de promover el desarrollo de sus pueblos. Hasta el punto de que algunos economistas concluyen que sería más eficaz cortarla. Sin embargo, la ONU sigue recomendado que los países ricos destinen un 0,7% de su PIB a la ayuda al desarrollo, tratando de mejorar los mecanismos para que estos fondos se utilicen mejor.
El Acuerdo de París contra el cambio climático habría parecido utópico hace veinte años
Si mantener las drogas en la ilegalidad tiene costes sociales, no menos los tendría la legalización: extensión del consumo con unos precios más bajos, más adicción, aumento de los costes sanitarios por tratamiento de drogadictos, conductas antisociales bajo efectos de las drogas, y no por eso desaparecería el tráfico clandestino de las drogas que continuaran fuera de la legalidad.
Erradicación imposible
En cualquier política, ya se trate de la lucha contra las drogas, contra la pobreza o contra el cambio climático, ya se sabe que no es posible “erradicar” el problema. De lo que se trata es de afrontar ese mal, de tenerlo bajo control, de poner los medios para ir ganando terreno en lugar de bajar los brazos. Con la experiencia, se podrá hacerlo mejor, ver lo que funciona y lo que es contraproducente.
Algunos parecen creer que lo importante para un cambio de política es arrebatar el negocio a los narcotraficantes. Pero este objetivo no debe hacer olvidar el fin último de la política antidroga, que es evitar que las drogas proliferen en una sociedad. Si creemos que eso es malo, de nada sirve arrebatar el negocio al cartel de Sinaloa para dárselo a Philip Morris, que sin duda vería ahí una oportunidad de negocio en caso de legalización.
La lucha contra las drogas no es más irreal que el objetivo de salud perfecta de la OMS
Mantener a las drogas en la ilegalidad envía también a la sociedad el mensaje de que son dañinas. En cambio, la legalización de las drogas trivializaría su consumo y las pondría al alcance de personas que se habrían mantenido al margen de un sector ilegal. Si antes había que ir a buscar la droga, ahora la droga podría ir a buscar al posible cliente, como ocurre con cualquier otro producto legal. Así ha ocurrido también con la legalización de la prostitución, que ha transmitido el mensaje de que el sexo de pago es un servicio más que cabe esperar de las “trabajadoras del sexo”.
Si nos asusta el lenguaje belicista, no hay por qué empeñarse en proclamar la “guerra contra las drogas”. Pero siempre se puede buscar un modo más inteligente de evitar las consecuencias nefastas del abuso de drogas, sin disfrazar la rendición con la tolerancia.