Rodrigo Abd, premio Pulitzer de fotoperiodismo: “Trato de ver la vida en medio del conflicto”

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Rodrigo Abd, premio Pulitzer de fotoperiodismo

Rodrigo Abd

Buenos Aires.— Rodrigo Abd (Buenos Aires, 1976) es fotógrafo de la agencia norteamericana Associated Press y parte del equipo ganador del premio Pulitzer de fotoperiodismo por la cobertura de la guerra en Ucrania. En 2013 recibió el mismo galardón por su trabajo en la guerra civil de Siria. Acaba de inaugurar en Buenos Aires “La cámara afgana”, una muestra que expone las fotografías que tomó con una cámara de cajón en sus dos viajes a Afganistán: el primero para cubrir el conflicto bélico en 2006, y el segundo, 16 años después, cuando decidió volver para documentar, con la técnica que aprendió de los afganos, la cotidianidad de un país olvidado por la prensa.

Cientos de miradas retratadas y premiadas hablan de este hombre de 46 años que bien podría considerarse el Messi de la fotografía, por su argentinidad, por su talento, pero sobre todo por su humildad. Esos ojos entrenados para descubrir destellos de vida entre el horror de la guerra están en constante movimiento, suben y bajan, miran a derecha e izquierda. Cada tanto enfoca y dispara.

Le fascina esa fuerza del ser humano que es capaz de sobreponerse a las situaciones más dramáticas, especialmente a las provocadas por el hombre contra el hombre. Le atrae el devenir de la cotidianidad, imparable, aunque la capa negra del conflicto la cubra una y otra vez. Se ríe, se ríe mucho; se ríe de sí mismo. Coincide en que ese temperamento lo salva y le da la energía necesaria para hacer este trabajo sin derrumbarse.

Abd nació en Adrogué, un barrio ubicado en la zona sur de Buenos Aires, y habla con la profundidad y la simplicidad de su fotografía: “Arranquemos ya. En cualquier momento pasa algo y me vienen a buscar”. Está en Guayaquil, se fue de un día para otro a reportear la transformación de Ecuador, un país que, según cuenta, pasó de ser medianamente calmo a estar dominado por la violencia. Se frustró la entrevista que iba a ser presencial y hablamos por zoom. Es de noche. “¿Algo como qué?”, le pregunto. “Un muerto, un ejecutado, una bomba en una casa, un atentado, una balacera…” Arrancamos.

— ¿Qué te mueve a hacer un trabajo tan sacrificado?

— A veces pienso que es un sacrificio, pero cuando veo a personas trabajando en condiciones tan malas, por ejemplo, a los que juntan cartones en Buenos Aires, arrastrando carros, pienso que soy un privilegiado. Es cierto que es un trabajo que te desconfigura todo, que te quita la cotidianidad, pero creo que el hecho de que una fotografía o un proyecto pueda llamar la atención de una persona o un grupo de personas, y las lleve dedicar un tiempo a reflexionar, vale la pena.

“Sin quitar el foco al conflicto bélico, busco encontrar algo que sorprenda al lector, mostrar eso que pasa dentro de lo que pasa”

— ¿Te llama el conflicto?

— Sí… Lo atribuyo al hecho de que nací en Argentina, viví la dramática crisis económica del 2001. De alguna manera la crisis fue mi Universidad. En 2003 me fui a trabajar a Guatemala y había un genocida que quería ser presidente… Luego las víctimas del conflicto guatemalteco llevaban los cajones con los huesos de sus muertos a reprochárselo al dictador, y yo estaba ahí en medio. Como funcioné bien en ese contexto me introduje en la problemática de las maras; después alguien valoró ese trabajo y me propusieron ir a Haití. Fue como una cadena, no sé si busqué el conflicto de entrada. Siempre me gustó la política, entender los procesos sociales y contarlo artesanalmente en imágenes.

Ver la vida en medio del conflicto

— En varias oportunidades dijiste que te interesa humanizar a través de tu trabajo…

— Busco contar dentro del conflicto esa lucha del hombre por la supervivencia, por defender su cotidianidad. No me interesa la noticia que repite formatos, sino mostrar la humanidad de forma cercana. Sin quitar el foco al conflicto bélico que se está sucediendo, busco encontrar algo que sorprenda al lector, mostrar eso que pasa dentro de lo que pasa.

Recuerdo imágenes de Guatemala, de personas conviviendo con la muerte. Lo registré en fotos, como las de una persona que hace gimnasia y se refleja en el vidrio un cadáver, o la de una señora que vende fruta fresca al lado de un cuerpo. También la de una persona en Ucrania que hace footing rodeada de autos destrozados por los bombardeos.

Sé que a otros fotógrafos no les interesa ese registro. Por ejemplo, el día que llegamos a Kiev, cuando Rusia declaró la guerra, no se sabía si los rusos iban a cruzar el río e invadir. La ciudad estaba entre vacía y militarizada. Observé a una pareja con una niña jugando en un parque completamente vacío. Quise parar y el resto del equipo no entendía mi interés. Como no me considero un fotógrafo de guerra, me permito parar en esos lugares y se generan diálogos como los que tuve en esa ocasión, en la que conversé entrecortado en inglés con el padre de la niña, que me preguntó si era argentino y me habló de un amigo suyo que es el presidente de la Asociación de Mate de Ucrania. Así me vengo a enterar de que existe una Asociación de Mate en Ucrania…

“El periodismo no es sólo contar el drama: es también contar la fortaleza”

— ¿Cómo llamarías a “eso diferente” que buscás?

— Trato de ver la vida en medio del conflicto, me llama la atención la fuerza que saca el ser humano en medio de tanto dolor. Por ejemplo, ahora estoy en un distrito de Guayaquil en el que la gente está aterrada, y sin embargo sigue su vida. Me llama la atención cómo sobrevivimos a pesar de todo lo que nos pasa. Eso me da esperanza, porque permanentemente veo situaciones dramáticas, pero también veo mucha fortaleza.

Busco la cotidianidad, la inocencia, el juego, las expresiones que hablan de personas que dicen: “Estamos acá, en medio del conflicto, y a pesar de todo jugamos, nos casamos, tenemos familia, creamos nuestro lugar”. Eso también tiene que ver con el periodismo. El periodismo no es sólo contar el drama: es también contar la fortaleza. Eso me permite seguir explorando. Siempre hay para explorar distintos tipos de resistencias. Hay tantas cosas que nos parece que no van a ocurrir nunca más, y sin embargo, siguen sucediendo. Quien hubiera pensado que en este tiempo un ejército ruso iba a invadir Ucrania…

Otra cosa que me impulsa es el aprendizaje. Siempre hay mucho para aprender de los lugares en los que estás.

Mejor “un buen ser humano”

— De un Pulitzer al otro pasaron diez años, ¿qué aprendiste en esa década?

— Mi hija Victoria nació en esta etapa, entre los dos premios; así que aprendí a ser padre. Aprendí a hacer convivir mi trabajo, que es muy complicado, con ser padre y a la vez cuidar a mi padre. Lorena, mi mujer, me acompañó en toda mi locura, pero también me enseñó a bajar a la realidad… Si no fuera por ella tal vez estaría vendiendo helados en Bajmut (risas).

También aprendí que el premio no es mucho. Yo no soy una persona inteligente para aprovechar estos premios. Continué haciendo lo mismo, tal vez con alguna libertad más. La gente tal vez piensa que yo soy mucho mejor. Para mí, es lo contrario, a veces me pesa negativamente ganar estos premios. Me siento el mismo que corría entre los caballos de la infantería durante las manifestaciones de 2001 en Buenos Aires. Lo que cambió es que tengo menos pelo y me duele más la espalda (risas).

Creo que hay una idea, un sueño, que en parte tiene que ver con una crisis editorial muy grande, que instala la idea de que un premio puede ayudar a que alguien pueda desarrollarse en lo que hace. Creo que eso no debería depender de un premio, sino de que haya condiciones auspiciosas para los profesionales. El sistema de medios está cada vez más complicado para hacer un periodismo serio, independiente, y se piensa que los premios pueden funcionar como un trampolín.

En realidad, ganar un premio es consecuencia de una decisión de unas pocas personas. Hay muchísimos trabajos buenos que nunca se premian; no somos mejores o peores por ganarlo. A mí me interesa hacer bien lo que hago, y con entusiasmo.

— ¿Y qué es para vos hacer bien tu trabajo?

— No bajar los brazos, no deprimirme por las dificultades que cada vez son más grandes, hacer un esfuerzo por tener las energías para explorar temas interesantes. Casi siempre los temas interesantes requieren mucho esfuerzo. Nuestro trabajo es muy solitario; muchas veces no la vemos por ningún lado. Si bien hay una gran cantidad de gente que colabora, ese primer impulso es muy solitario. Yo personalmente tengo muchas caídas, momentos en los que no encuentro nada interesante que contar. No hay premio que te salve de ese agujero. Los cinco minutos de fama se diluyen rápidamente.

— ¿Cuál es el verdadero premio para vos?

— Que entre la gente que yo fotografío; entre la gente que me da una mano para que yo pueda hacer esas fotografías; entre la gente que ve mis historias, quede la idea de que fui un buen ser humano en el medio de toda esa carrera, porque este trabajo nos puede deshumanizar. Conservar amigos en muchas partes del mundo; ese creo que es el verdadero premio. Que no termine siendo el tipo al que le fue bien, sino el tipo que supo compartir, que entabló una amistad, que hizo su trabajo de una manera amistosa y que además pudo compartir con los otros horizontalmente. Al final lo único que me da energía para apostar por este trabajo es poder compartir lo que uno hace y hacer amigos, aprender y escuchar lo que otros te cuentan.

— Estos cambios en tu vida personal, ¿intervinieron en la calidad de tu trabajo? ¿Notás una sensibilidad nueva?

— Creo que ser padre me hizo ver toda la complejidad de la vida de una forma distinta, y me hizo tomar el trabajo de otra manera. Ya no quiero hacer todo a la vez, ni abarcarlo todo. Este trabajo ya no es todo para mí. Creo que la paternidad no me hizo mejor fotógrafo; me hizo un fotógrafo menos dedicado (risas). Creo que la novedad positiva es querer hacer menos cosas, pero mejor. Quiero enfocarme en pocas cosas.

“Me gusta ir a esos lugares que dejan de ser noticia, que fueron noticia y luego desaparecen de los medios”

— ¿En qué te interesa enfocarte?

— En proyectos como el de “La cámara afgana”, por ejemplo.

 

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— ¿Cómo nació ese proyecto?

— Mi locura por la cámara afgana nació en 2006, cuando viajé a ese país y aprendí la técnica con los fotógrafos afganos. Desde entonces no paré de usarla. Nunca había vuelto a Afganistán y cuando fue la toma de poder de los talibanes, hace dos años, sentí que era momento de volver para registrar un país completamente nuevo con esa cámara. Como en el primer viaje me tuve que ir a las corridas por una cuestión burocrática interna de la agencia; me había quedado con las ganas de fotografiar en profundidad con esa cámara.

Fue una buena oportunidad para retratar un país que en dos años cambió mucho con los talibanes. Me pareció que era una buena combinación, sobre todo porque se estaba cayendo la noticia, y a mí me gusta ir a esos lugares que dejan de ser noticia; que fueron noticia y luego desaparecen de los medios. Lo que va a ser Ucrania cuando se acabe la guerra.

Recolocar en el mapa a los olvidados

— ¿Qué te interesa de ese fenómeno de los países olvidados por la prensa?

— Pienso que los efectos de la guerra perduran por mucho tiempo, y los periodistas cometemos el error de pensar que la guerra es sólo el momento en el que caen las bombas y muere la gente. Cometemos el error de pensar que esa es la noticia. Conozco los efectos de la guerra por haber vivido en Guatemala, en Perú, países que han tenido conflictos internos largos, sangrientos, y los efectos se sienten por décadas.

Ir a Kabul hoy es ver una ciudad completamente amurallada, con bloques de cemento, y eso es reflejo de décadas de conflictos que producen una inmigración actual, economías quebradas… Esos efectos perduran, y me interesa contar cómo perduran, y llamar la atención del lector que alguna vez leyó sobre Afganistán todos los días en los titulares y de pronto desapareció. Me interesa traerlo de nuevo al mapa.

 

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— Como una manera de recordar que allí todavía hay gente que sufre…

— Todavía hay gente que la sigue padeciendo y la sigue peleando. Sigue habiendo un retroceso enorme para las mujeres… Si tanto nos interesaba Afganistán hace unos años, ¿qué pasa que ya no nos interesa? ¿Por qué no seguimos contando cosas ahora que se fue la OTAN? Está bueno que la gente vea que los periodistas siguen estando, aunque no estén los ejércitos.

— Es una manera de reivindicar a un periodismo en crisis

— Yo estoy todo el tiempo reflexionando sobre lo que hacemos los periodistas, sobre cómo podemos mejorar lo que hacemos.

— Hay dos mujeres protagonistas de tus premios Pulitzer. Una es Aida, de Siria, y otra es Nadiya, de Ucrania. Sobre Aida, contaste que tus orígenes sirios te llevaron a conectar especialmente con ella. ¿Qué te llevó a Nadiya?

— Nadiya puede ser cualquier abuela. Las fotos de ella son del funeral de su hijo. Recuerdo perfectamente ese día. Yo me volvía a Argentina al día siguiente y cuando acabó el entierro nos dimos un abrazo interminable. Ella se había sentido acompañada en el proceso de búsqueda de su hijo, de reconocimiento del cadáver. Estuvimos con ella en la morgue cuando pedía que le dieran el cuerpo porque quería enterrarlo.

 

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Estuvimos en su casa más de una vez. Nadiya se sintió acompañada en un proceso muy doloroso. El primer día no quería ninguna foto, pero después estuvimos permanentemente con ella sacándole fotos con total naturalidad. Ese abrazo de despedida fue el abrazo de una abuela. Recuerdo que hacía mucho frío y estábamos solo nosotros (el equipo de AP) y ella en ese cementerio. Fuimos allí porque la acompañamos toda la semana. En general los fotógrafos van a entierros que son eventos públicos, porque se entierra a varias personas. Si fueron militares se hacen disparos…

“El desafío no es hacer una buena foto –hoy casi no hace falta saber hacer fotos– sino tener la humanidad para acompañar a las personas”

Este funeral fue distinto, fue completamente íntimo, en el cementerio del pueblo; ni siquiera en Bucha, donde fue la masacre, sino a media hora de esa ciudad. Era el pueblito desde el que Nadiya se trasladaba diariamente, como fuera, para llegar a Bucha a buscar a su hijo. Ella tenía un desgaste emocional después de tantos días de invasión rusa, de que mataran a su hijo, de encontrar el cuerpo… Creo que para ella ese abrazo fue de agradecimiento, como un decir: “Gracias, porque en medio de todo este dolor ustedes me acompañaron; hicieron su trabajo, pero me acompañaron”.

Yo creo que al final eso también es el periodismo. El periodismo es acompañar, es estar, es crear intimidad, porque para que esas fotos ocurran, o los testimonios tengan profundidad, o para que un clip de video sea conmovedor, hay que acompañar mucho. Por eso me gustó el fotoperiodismo. El fotoperiodismo es entregarse y poner el cuerpo. El desafío no es hacer una buena foto –hoy casi no hace falta saber hacer fotos–, sino tener la humanidad de acompañar a las personas en situaciones dramáticas, tener la humanidad para estar una semana con una anciana que busca a su hijo. El asunto es tener o no esa humanidad, entender que hay que acompañar a las personas para que te permitan después estar en un funeral tan íntimo y que termines haciendo una foto que conmueva, y que eventualmente pueda ganar un premio…

Me da temor, y muchas veces me cuestiono, hasta cuándo voy a tener la energía para darle parte de mi vida a todas estas historias, porque al final es entregar parte de tu vida. Es estar todo el tiempo acompañando procesos muy dolorosos, muy desiguales; también muy humanos, donde también existe la alegría, pero uno tiene que entregarse y acompañar. Eso es lo único que hace que finalmente hagas un buen trabajo fotográfico.

— ¿Cuál es concretamente tu temor?

— Que deje de tener esa calidez, esa empatía, esa humanidad para acompañar a la gente que más sufre. Que me vuelva un tipo frío, calculador. Que sea un periodista pendiente de lo que se publica, de si la historia “funciona” o “no funciona”, pendiente de los likes. A mí nunca me interesó eso: me interesó acompañar. Nunca calculé nada, por eso nunca me sirvieron los premios (risas), nunca calculé los premios. Yo quería hacer muchas cosas y ponerle muchas ganas. No quiero perder las ganas de hacer esto. No quiero perder ese entusiasmo.

Los ojos verdes de los árabes

— ¿Cómo fue tu experiencia de 2012 en Siria y tu conexión con Aida?

— Siria me conmovió porque permanentemente veía a mis abuelos, a mis tíos, a mis primos… Los ojos de Aida, esa mujer ensangrentada en una clínica improvisada en los días más dramáticos del conflicto, son los ojos de una mujer que está en shock porque le acaban de bombardear la casa. La vi, saqué el lente más largo, enfoqué y vi los ojos verdes de mi primo Dani, que murió en la guerra de Malvinas, el hijo de mi tía Dalar. Son los ojos verdes que tienen muchos árabes, los ojos de mi abuelo Yamil. La vi a ella y los vi a ellos.

Fue una cobertura especial por todo el peso familiar que sentía. Yo era el primero que volvía a la tierra adonde ninguno volvió. Mis abuelos fueron inmigrantes sirios que nunca quisieron volver, tuvieron oportunidades materiales de hacerlo y no quisieron. Yo era el primero que estaba volviendo en un momento dramático del país.

Me encontré con la hospitalidad árabe que aprendí en mi infancia. Recuerdo estar en medio de un bombardeo, registrando cómo los rebeldes tomaban los fusiles, y se me acerca un hombre, que para mí era estar viendo a mi tío Jorge, y me mira y me dice: “Vení”, y me lleva a su negocio para regalarme una camisa. Yo andaba andrajoso. También me pasó que al estar en medio de una marcha, un anciano que caminaba a mi lado, disimuladamente me metió unos dulces en los bolsillos del pantalón, ¡típico gesto árabe que hacía mi abuelo!

— ¿Pensás volver a Ucrania?

— Estuve por volver en febrero, en el primer aniversario de la guerra, pero se desató la protesta grande en Perú y decidí ir allá pensando que podría ir a Ucrania en otro momento, pero no sucedió. La verdad es que no calculé. Nunca fui una persona inteligente para programar mi carrera (risas).

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