Se reabre en Francia el debate sobre el uniforme en la escuela pública

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Uniforme escolar
CC Jonathan Tellier

Los resultados del último informe PISA invitan a ser cautos antes de dogmatizar en materia pedagógica, especialmente si no se cuenta con cierta experiencia previa de las innovaciones. La eficacia y, sobre todo, la calidad educativa dependen de muchos factores, entre los que no es el menos importante la libertad de los protagonistas del quehacer educativo.

En este campo, además, uniformidad es término polisémico, como se acaba de comprobar en Francia. El joven ministro de Educación, Gabriel Attal, no se opone al proyecto de abandonar la escuela uniforme, a fin de conseguir mejores resultados. Se refiere a la creación de grupos por niveles –en lengua y matemáticas–, con la consiguiente reforma de las evaluaciones nacionales (especialmente a los 16 años, al final de la escolaridad obligatoria): intenta producir como un electrochoque del saber, para hacer más eficaz el sistema educativo y reducir los porcentajes de fracaso escolar. La heterogeneidad de los alumnos de una clase acabaría por hacer bajar el nivel de todos.

A la vez, está en marcha la experimentación del uso de uniformes por los alumnos, también en los centros públicos. Según recordaba estos días Le Monde, hace cinco años se hizo una experiencia de este tipo en algunas escuelas primarias, a instancia de autoridades locales, pero los resultados no fueron concluyentes. El 62% de los padres estuvo a favor del proyecto. Además, era voluntario el uso de las prendas elegidas. Pero resultaron demasiado caras y poco prácticas para la mayoría de las familias. Al cabo de un año eran muy pocos los alumnos que seguían llevando uniforme.

Diversas finalidades de un uniforme escolar

Ahora, en una guía enviada a los ayuntamientos, el Ministerio de Educación precisa los detalles sobre el apoyo oficial a la implantación de esa vestimenta común de los estudiantes en las escuelas –colegios y liceos– que la adopten voluntariamente. Los objetivos globales son “reforzar la cohesión entre los alumnos y mejorar el clima escolar”.

Según el Ministerio de Educación, el uniforme puede reforzar el sentimiento de pertenencia a la escuela, hacer menos visibles las diferencias sociales y combatir el dominio de la apariencia

Las características de las prendas se decidirán localmente y serán sufragadas por las respectivas colectividades, con la ayuda financiera estatal. Según el Ministerio, “llevar un uniforme común puede crear una atmósfera de trabajo e igualdad dentro de cada establecimiento”. Además, realzaría “la imagen del centro, creando un sentimiento de pertenencia y unidad entre los alumnos”. En fin, facilitaría la socialización, al reducir las diferencias sociales y ayudaría a combatir el “dominio de la apariencia”, así como tal vez reducir el acoso escolar. Lógicamente, una vez incorporada la decisión a las normas del centro, deberá ser cumplida por familias y alumnos. En todo caso, se deberán respetar los principios de neutralidad y laicidad.

Gabriel Attal cuenta ya con la participación voluntaria de centros escolares de diversas regiones para el próximo curso académico. No está convencido de la bondad de la solución, ni tampoco de la oportunidad de realizar un experimento general, pero no se opone a hacer la prueba ante un debate lanzado políticamente desde el centro y la extrema derecha. De hecho, el uniforme formó parte del programa de Marine Le Pen en 2022, y una proposición de ley en ese sentido, de un diputado del Rassemblement National, fue rechazada por el Parlamento en enero pasado. No obstante, la asociación nacional de ayuntamientos, presidida por un alcalde socialista, no se opone a la experiencia, con las condiciones prometidas.

Cómo se pondría en marcha el experimento

Aunque no existe aún una decisión jurídica definitiva, el Ministerio de Educación ha diseñado los perfiles a lo largo de dos años en una guía breve, con un anexo de preguntas y respuestas, que subrayan los principales fines del test. La iniciativa de la implantación corresponderá a las colectividades territoriales y exigirá el consenso de cada centro escolar. Será indispensable la reforma del reglamento de régimen interior, aprobado por el consejo escolar y el órgano de gobierno del centro, es decir, con la participación de representantes también de los padres y de los alumnos.

Cada centro educativo determinará con libertad el tipo de prendas, su calidad y cantidad, en función de la edad de los alumnos, así como la posible personalización con el nombre o el logo del establecimiento. El uso del uniforme será obligatorio: por tanto, se podrá sancionar el incumplimiento.

Los sindicatos de profesores y las asociaciones de padres de alumnos no se oponen por principio al uniforme, pero temen que sirva para enmascarar problemas de fondo

La experiencia no supondrá ningún esfuerzo económico para las familias. Se calcula que el equipo completo –ordinariamente, unos cinco polos, dos jerséis y dos pantalones– costará unos doscientos euros. Estado y comunidad local se repartirán el gasto. Se considerarán ayudas para la innovación educativa en la escuela.

Se llevará a cabo una evaluación científica que mida los efectos de este enfoque en el bienestar de los alumnos, el clima escolar y los resultados académicos. Porque, a escala internacional, los trabajos de investigación publicados hasta ahora invitan a la prudencia.

En cualquier caso, no será fácil conseguir la adhesión de los sindicatos y las asociaciones de familias. No se oponen por principio, pero temen que sea un modo de enmascarar problemas de fondo y carencia de auténticos proyectos políticos, por ejemplo, para superar las actuales dificultades en materia de número, selección y cualificación de los profesores. Y no faltan quienes querrían que las ayudas financieras se aplicasen, no a uniformes, sino a medios didácticos o actividades extraescolares de nivel.

Al margen de laicidad e ideologías

En Francia y en otros países europeos, además, el debate resulta inseparable de la aplicación de principios de laicidad. Así, en Alemania surgió la polémica en 2016, a raíz de la expulsión de dos alumnas de origen musulmán que iban a la escuela con burka. La ministra de Justicia, socialdemócrata, sugirió la posibilidad de establecer un atuendo común en los centros: reduciría posibles discriminaciones sociales o religiosas y, a la vez, evitaría la obsesión por las marcas.

Esta faceta reapareció un año después en Polonia, con la idea de evitar “desfiles de moda”, ahorrar dinero a los padres y reforzar la disciplina. La iniciativa se había dado ya en Suiza, a partir de alumnas mayores, que deseaban hacer reflexionar a sus compañeras sobre el peso de las apariencias en materia de atuendo. Un director escolar apoyó la campaña: en síntesis, “el uniforme garantiza un ambiente óptimo a la tarea educativa. Ayuda a responder a los deseos de disciplina. Es un recurso para asegurar la tranquilidad en las clases y concentrar la atención de los alumnos sobre sus contenidos”.

Los partidarios consideraban la uniformidad un medio de lucha contra la tiranía de la apariencia, especialmente en sus manifestaciones más o menos violentas, también presentes entre los pacíficos helvéticos. Pero los detractores negaban que sirviera para resolver la agresividad. Incluso, en la Suiza germánica subrayaban el riesgo de totalitarismos –no dejaban de recordar las juventudes hitlerianas–, que podrían esconderse tras un vestuario común.

Lo interesante sería abordar la experiencia con apertura intelectual, dejando de lado los frecuentes y excesivos apriorismos que contaminan las cuestiones educativas. Mejoren o no luego resultados de los informes PISA.

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