Michaeleen Doucleff es una periodista norteamericana que se ha especializado en noticias científicas. Sin embargo, su último libro aborda un asunto completamente distinto: ¿qué podemos aprender en Occidente del modo de educar en algunas culturas ancestrales?
A Doucleff la pregunta le interesa no solo desde un punto de vista académico, sino también personal. Como explica en una reciente entrevista en The Atlantic, tiene una hija de cuatro años con tendencia a la pataleta que con frecuencia acababa sacándola de sus casillas. Esto, unido al recuerdo de cómo, en algunas zonas remotas a las que le había llevado su profesión, los niños parecían más calmados y responsables, la llevó a viajar a tres lugares con culturas no occidentales: un pueblo maya en México, una aldea en Tanzania donde vivía una comunidad de cazadores-recolectores y un pequeño enclave inuit en Canadá.
Según cuenta, estas estancias han sido reveladoras. Aplicando lo que allí aprendió, la crianza de su hija ha mejorado mucho, y con ella la vida familiar en general. ¿Cuáles son sus “secretos”? En realidad, explica Doucleff, se trata de modos de crianza que han sido los más comunes durante la mayor parte de la historia y en la mayoría de los países; solo que en los últimos cien años nos hemos olvidado de ellos, y hemos seguido una serie de teorías que no han cumplido sus promesas.
Por ejemplo, Doucleff explica la forma en que las madres en estas comunidades gestionan tanto los momentos de “afirmación” como las rabietas de los niños. Ni elogios excesivos en el primer caso, ni gritos en el segundo. Doucleff reconoce que ella era de las que enfatizaban cada logro de su pequeña (“¡vaya flor más increíble has pintado!”), lo que –ahora lo ve– provocaba que su hija demandara su atención por cualquier cosa. En los pueblos que ha visitado, en cambio, no es que no hubiera respuesta ante algo bien hecho, pero esta era mucho más elegante y sensata: una inclinación de cabeza o una sonrisa bastaban. “Y los niños eran mucho más autosuficientes y respetuosos”. Lo mismo cuando llegaba la pataleta. Ante el arranque agresivo de un niño en el poblado inuit, la abuela, tras aguantar incluso arañazos, le miró a la cara y con tono calmado le dijo: “Nosotros no hacemos esto”. Luego lo cogió en brazos, y en seguida estaban jugando.
Es revelador lo que Doucleff cuenta sobre la reacción de los adultos inuit al contarles la teoría de que, cuando los pequeños se comportan de este modo, es porque están tratando de manipularte o “explorar tus límites”. Los padres y madres presentes se rieron. Los niños no saben hacer esas cosas, le decían; simplemente son seres inmaduros e ilógicos que tiene que aprender a ser racionales.
Otra diferencia que Doucleff observó en estos poblados es que los padres no se sentían en la obligación de “entretener” o “mantener ocupados” a los pequeños. Más que diseñar actividades para ellos, dejaban que las descubrieran por su cuenta o que participaran en las tareas de la comunidad desde bien pequeños, en la medida de sus posibilidades. Recordándolo, la periodista reflexiona sobre la tentación frecuente de acudir a esos lugares de “ocio para niños”, o la de “calmarles” por medio de una pantalla mientras los padres preparan la cena: “Estos comportamientos tienden a desdibujar lo que yo llamo el carné de socio de la familia, el sentimiento de que son parte de ella y de que trabajan juntos como un equipo, y no un VIP al que los padres están sirviendo”.
También menciona Doucleff la sorpresa que sintió al comprobar cómo en la crianza de los pequeños en estas comunidades participaba un buen número de adultos, y también otros niños. En realidad, reflexiona, nosotros también externalizamos la paternidad en niñeras o cuidadores, pero no solemos darles el valor que tienen. Por otro lado, “tendemos a infravalorar lo que otros niños pueden hacer en este campo”.