La ignorancia, las mayorías y la cigüeña

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Foto: Kenneth Cole Schneider

 

Un reportero va haciendo preguntas en una calle española. Habla con jóvenes veinteañeros, chicas y chicos, y se pasma con cada respuesta. ¿Por qué es festivo el 12 de octubre? “Por el festival de la Música. ¿O por ser el día que reinó el Rey?”. ¿Año del descubrimiento de América? “Creo que 1943”. ¿Idioma que se habla en Perú? “Peruano”. ¿Y cuál es la capital de Perú? “Chile, ¡yo qué sé!”.

Escuchado lo escuchado, el primer resorte que se dispara es la risa, pero es solo un chispazo. La preocupación toma rápidamente su lugar. A ver, que son jóvenes de una sociedad desarrollada. Que para identificar países en un mapa, un maestro no tiene que dibujárselo en la tierra con una rama. Que tienen a su disposición cuadernos, libros, proyectores, internet… Que para llegar al colegio no deben remontar el Zambeze en una canoa y lanzarle piedras a un cocodrilo que se acerca con malas intenciones.

No. El insti no queda lejos, y el maestro estará ahí seguramente, al pie del cañón. Bastaría prestarle un poco de atención y poner un mínimo de interés a lo que imparte para vacunarse contra el disparate y la risa tonta –su fiel escudero–, que brotan espontáneos ante una cámara cuando el interrogado está en Babia con empadronamiento incluido. Y le valdría atender no solo para hacerse un favor, sino para no hartar al profesor.

Que sí, que se harta. Si un baladista mexicano advertía filosófico, a mediados de los 80, “porque nada es para siempre, y hasta la belleza cansa”, habrá que decir que a la vocación al magisterio se le caen las alas cuando la pifia, lejos de avergonzar al que la profiere en el aula o en la plaza pública, lo regocija e incluso lo enorgullece.

¿Ejemplo de maestro que está hasta el copete? El riojano Ánjel –sí, con jota– María Fernández. Acaba de publicar un libro con sus experiencias como docente, y sus palabras, transcritas por El Mundo, son fuertes: “Veo estupidez allá donde mire. Ya no comprendo ni soporto nada de lo que hacen. No soporto tanta ignorancia”.

Tras diez años apachurrado entre el desdén de los estudiantes y la falta de exigencia implantada desde arriba, cuelga los guantes. ¿Alguien gana con un maestro agotado, vencido? Nadie. No ya los que contestan sin sonrojarse que América se descubrió en plena Segunda Guerra Mundial. A esos, en algún momento, una señal de stop les dará en las mismas narices, porque vivir en la parranda y el “¡qué sé yo!” puede durar muchos años, pero sin las herramientas que debieron adquirir en el aula para abrirse paso en la vida, el camino se les hace muy limitado. No tiene mayor importancia decir ante un micrófono que en Perú se habla “peruano”, pero en una entrevista de trabajo no es una baza para conseguir el puesto (y si no lo dices ahí, pero la disparatada escena llegó al móvil de tu potencial jefe, y te reconoce, igual estás frito).

Pierden estos carcajeantes jóvenes, sí, pero perdemos todos. Si alguien no tiene idea de qué lengua hablan mayoritariamente millones de habitantes al otro lado del Atlántico, ni de cuándo se descubrió América –una de las encuestadas mencionó, entre las carabelas del Almirante, la “Santa Lucía”–, y encima tiene 18 años o está ya en la veintena, viene a ser un niño al que se le regala un Colt 38. No sabe escribir el verbo disparar, pero lo han autorizado a portar el revólver, y lo usa con alegría, sin saber muy bien a qué tirarle o para qué hacerlo exactamente.

Pero dispara. Su arma es su derecho al voto, y acude a ejercerlo. No se entera muy bien de la arquitectura institucional del país en que vive. No sabe si una proposición de ley del partido en el gobierno se ajusta realmente a derecho o se atornilla exclusivamente al capricho del jefe. Cree que la ética y la coherencia que deberían adornar la vida y la acción pública de quien rige los destinos del país son tonterías que no se pueden comparar con sus jugosas promesas de cheques y distracciones varias, y que el gobernante no se atreverá jamás a tocar sus prerrogativas y su bienestar (entendido este como tener una buena conexión a internet, unos euros para un bocata y una birra, alguna subvención…), y va y le vota. Y así, anestesiado y distraído, como anestesiada va la mayoría que, de un modo u otro, le posibilita al desaprensivo hacerse con el poder, se repite la fábula de las ranas ignorantes que coronaron rey a una cigüeña… que terminó tragándoselas a todas (en el caso del político, además de tragarnos a todos, con seguridad deseca la charca).

A nuestro joven encuestado, sin embargo, le basta con saber que está “con la mayoría”, y eso le vale, pues, a fin de cuentas, esta “no se equivoca”. Ignora que la afirmación no resiste una estocada de la Historia –¡ah, esas jubilosas mayorías de Alemania en 1933, o de Venezuela en 1999…!–, ni tampoco el sopapo verbal –algo maximalista, pero delicioso–, que en el drama de Ibsen le suelta el Dr. Stockmann a una muchedumbre persuadida de que, por ser mayoría, tenía la razón de su lado. “Esa es la mayor mentira social que se ha dicho, y todo ciudadano libre debe protestar contra ella –sentencia el médico–. Espero que ustedes me concedan que los estúpidos están en todas partes, formando una mayoría aplastante. Y creo que eso no es motivo suficiente para que manden los estúpidos sobre los demás”.

Sí, suena elitista. Solo diré, con el apóstol: “Examinadlo todo, retened lo bueno”. Quedémonos, tras escuchar lo dislates del principio y otros que en estos días salen de la boca, no de jóvenes sin ambición, sino de políticos o de letrados con mucha de ella, con la alerta de que sin cultura y sin formación moral, poco bien pueden aportar las mayorías. Como no sea para la zancuda que terminará engulléndolas.

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