Hoy me toca criticar a los críticos

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Las columnas de opinión son algo así como la oportunidad que dan los directores de un medio para que los periodistas, o en realidad cualquier hijo de vecino al que le prestes un espacio, exorcice en público sus demonios interiores. O al menos así lo entiendo yo.

Acabo de regresar de cubrir la Seminci, que así se llama la Semana Internacional de Cine de Valladolid, un festival de cine, que se suma a otros dos anteriores que he cubierto en menos de dos meses: el veterano Festival de Cine de San Sebastián y el recién creado South International Series Festival en Cádiz. Muchos días consumiendo cine y series. No he contado los títulos, pero superan los 50.

Pero como se trata de exorcizar demonios, no voy a hablar de películas (que además de esas hablaremos y escribiremos ampliamente cuando se vayan estrenando), sino del trabajo de los críticos de cine y de ese preocupante divorcio entre la crítica profesional y el público.

Reconozco que durante años me enfadaba cada vez que alguien comentaba que uno no se podía fiar de los críticos. Me parecía un comentario facilón y carente de base real. Un insulto, una boutade que solo escondía la pereza de ver en el cine algo más que un estallido de efectos especiales.

Reconozco también que, con el tiempo, la experiencia y la lectura de muchos análisis de películas he entendido más la crítica a los críticos. Y confieso que hace unos días, precisamente en la Seminci, terminé cayendo del caballo.

La ventaja de los Festivales es que muchos de los pases son para la crítica y el público. Un público, el de los festivales, que no deja de sorprenderme. Compartir una ópera prima ucraniana con tres venerables señoras vascas en el Kursaal a las once de la noche o un documental indonesio en blanco y negro con un matrimonio de Pucela a las diez de la mañana tiene mucho de experimento sociológico. Y de acercamiento a un público cinéfilo. Nadie paga 4 euros por ver una película kazaka a las ocho de la mañana si solo le gustan los efectos especiales.

Pues bien, ahí estábamos todos una tarde de lunes presenciando una película metafórica, discursiva, errática, narrada en una persistente voz en off. Como campeones, aguantamos los 120 minutos, aunque la impaciencia se percibía en muchas butacas y más de uno aprovechó para echarse la siesta de la que había prescindido. Cuando aparecieron los créditos, el público educadamente salió. No se escuchó ningún aplauso. A la salida, ya sin la presión de la sala de cine y la presencia del equipo, comentaban la jugada en términos no muy positivos.

Hasta aquí todo normal. El cine de festival, a veces, es así. Es frecuente que algunas películas se pasen de frenada: o en la metáfora, o en la trasgresión, o en el ritmo, o en el metraje… o en todo a la vez. No pasa nada. A los festivales se viene a disfrutar del buen cine y a padecer el malo. Y a distinguir uno de otro.

La sorpresa es que, solo media hora después, la película empezaba a acumular adjetivos de la crítica: obra maestra, magnífica, sorprendente, admirable, redonda… Y, mientras leía los elogios, yo me acordaba de ese sufrido público, masacrado por la metáfora y la martilleante voz en off. Y me imaginaba a todos esos futuros espectadores que acudirían a las salas empujados por los grandilocuentes adjetivos de la crítica. Y hasta me acordé de cuando hace años –transida de admiración por Kaurismäki- escribí que tendrían que darle un Oscar al perro de Luces al atardecer (con el consiguiente recochineo de amigos y familiares cuando vieron la película).

Y, ojo, que no querría yo arremeter contra un colectivo que es el mío. Y que soy la primera en entonar el mea culpa. Y que defiendo la independencia de la crítica. Pero una cosa es la independencia y otra muy diferente el snobismo, el postureo y, no digamos nada, el clientelismo cuando se trata de juzgar a los nuestros.

La función del crítico cultural –y aquí da igual hablar de libros o películas– es guiar al espectador o lector entre una cantidad ingente de títulos, proporcionar las armas necesarias para elegir una obra u otra y ser capaz de explicar lo que, al final, es un juicio personal. Como todo género de opinión, la crítica es subjetiva… pero siempre hay que escribir para el lector y no para uno mismo ni, mucho menos, para la industria cultural.

En el fondo se trata de ser consciente de que la crítica es, o debería ser, un servicio. En mi labor de crítica, muchas veces pienso que los cientos de horas que paso consumiendo subproductos culturales –que paso muchas– solo tienen sentido por el servicio que puedo prestar a mis lectores (a los que puedo evitar perder tiempo y dinero). Y, por supuesto, en positivo, cada vez que descubro una joya me alegro pensando en esos futuros espectadores que podrán disfrutarla tanto como yo.

Por eso, el divorcio entre la crítica profesional y los espectadores me parece una mala noticia. Igual que me entristece ver los palmarés de los festivales plagados de títulos que nunca recomendaría ni a mi peor enemigo. Y por eso también llevo muchos años fijándome en los premios que otorga el público en los festivales. Porque pienso que, en el fondo, esas señoras de Donosti y ese matrimonio de Pucela que paga su entrada para ver cine ruso tiene mucho que enseñarnos a los críticos de cine.

Ana Sánchez de la Nieta
@AnaSanchezNieta

 

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