¿Por qué debemos lamentar la falta de mujeres en algunos sectores? (y de hombres en otros)

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Se traduce ahora al español, con el título de Hombres, uno de los ensayos que más comentarios suscitó el año pasado en Estados Unidos: Of Boys and Men. Se trata, como reza el subtítulo, de una reflexión sobre “por qué el hombre moderno –entiéndase, el varón– lo está pasando mal, por qué es un problema a tener en cuenta y qué hacer al respecto”. Lo escribe Richard Reeves, un analista reputado que forma parte de la Brookings Institution, probablemente el think tank que mejor representa los valores de la izquierda no woke en el ámbito anglosajón.

Como comenté en un artículo con motivo de la publicación del libro en inglés, Reeves postula que actualmente el hombre es el “sexo débil” en varios ámbitos de la vida. Quizá el más evidente es el de la educación: ellos repiten más, sacan peores notas o reciben más castigos por mala conducta que sus compañeras.

El ámbito educativo también es significativo de otro de los “males masculinos” descritos por Reeves: aunque los datos objetivos muestran una desventaja de los hombres, sus problemas parecen no importar demasiado a la opinión pública. Poner el foco sobre ellos puede valerle a uno, incluso, la acusación de estar intentando “blanquear” el machismo sistémico de las sociedades patriarcales (a Reeves le ocurrió). Así, a pesar de que los chicos van claramente peor en la escuela, los informes sobre desigualdad educativa por sexos suelen fijarse en las barreras que sufren ellas.

Un ejemplo muy claro es el debate sobre los llamados “estereotipos de género” en la elección de itinerarios académicos y profesionales. Casi siempre que se aborda la cuestión es para lamentar la poca presencia de chicas en disciplinas científicas.

Resulta interesante preguntarse por las razones de esta asimetría. Quienes reivindican la mayor presencia de las chicas en las STEM (acrónimo en inglés para Ciencia, Tecnología, Ingeniería y Matemáticas) suelen hacerlo en términos de justicia social: son ciertos estereotipos machistas los que estarían disuadiendo a las mujeres de perseguir sus sueños. Por tanto, franquearles la entrada a este campo es empoderarlas frente al machismo; también frente a la dependencia económica respecto del varón, pues estas profesiones, por lo general, están bien remuneradas.

Puede que las diferentes preferencias profesionales de cada sexo hablen, más que de injusticias, de la positiva especificidad de lo masculino y lo femenino

Aunque con un objetivo noble, esta teoría choca, no obstante, con la llamada “paradoja de la igualdad de género”. Así se ha bautizado a la constatación de que es precisamente en los países donde, según los estándares actuales, la mujer está más empoderada (en acceso al empleo, salario medio, los llamados “derechos reproductivos” y, en general, en su valoración social) donde existe una mayor estratificación del empleo por sexos, con sectores muy masculinizados y otros muy feminizados. Así ocurre, por ejemplo, en la región nórdica, con fama de igualitaria. Varios estudios y documentales lo atestiguan.

Según los autores, la explicación a esta aparente paradoja es que cuando las mujeres –y los hombres, se supone– no se ven excesivamente influidas por presiones económicas o ideológicas, sus elecciones académicas y profesionales tienden a reflejar sus preferencias reales, y esas preferencias resultan ser distintas según el sexo. En este sentido, algunos han señalado que los “Estados del bienestar” más generosos –como los nórdicos– inclinan a algunas mujeres a quedarse en casa en vez de trabajar, sobre todo si es en sectores con horarios más intensos, como los de las tecnológicas.

En cualquier caso, tan interesante como fijarse en la pregunta negativa –por qué no pueden acceder las mujeres a las STEM– es pensar en la afirmativa: por qué sí deberían hacerlo. Es decir, qué de positivo aportarían en este ámbito. Varios estudios apuntan a que la presencia de mujeres en equipos científicos o en los puestos directivos de empresas STEM está relacionada con un aumento de la innovación y una mejora del clima de trabajo –quizás ambos factores estén ligados–.

Probablemente, el hecho de que este enfoque se escuche menos en la discusión pública que el del empoderamiento femenino se debe a que subrayar el aporte de las mujeres implica reconocer que existe la feminidad como algo distinto –y complementario– de la masculinidad, y que feminidad y sexo biológico están relacionados. Porque lo que se pide es que accedan mujeres al sector STEM, no que los hombres desarrollen las habilidades femeninas. Así pues, parece que los activistas por la “feminización de las ciencias” no creen en la teoría de la construcción social de los géneros.

Otra razón puede ser que preguntarse por el aporte femenino en las ciencias suscita naturalmente la cuestión complementaria: ¿no tienen nada que aportar los hombres en los sectores del cuidado o la educación, mayoritariamente copados por mujeres? Por desgracia, esta reivindicación se escucha menos, y eso que es un asunto importante: si hay dos ámbitos que, para bien o para mal, configuran el ethos de una sociedad, esos son la sanidad y la enseñanza. Que los hombres tengan una presencia residual en ellos, y que no le importe a casi nadie, es bastante elocuente de esa “insignificancia cultural” de lo masculino que denuncia Reeves.

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