Cómo el pluralismo contribuye al progreso moral de la sociedad

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Foto: Shutterstock

Afirmar que el pluralismo es un bien no implica que debamos renunciar al ejercicio de la razón para esclarecer qué concepciones del mundo son más respetuosas con la dignidad humana o más capaces de realizar el bien común. Lo que sí exige es aceptar que los demás no tienen por qué pensar y vivir como nosotros.

¿Qué argumentos hay a favor del pluralismo? Empecemos con un experimento mental. Imaginemos un mundo

— en el que no hubiera salario mínimo, ni vacaciones retribuidas, ni protección social en caso de accidente, enfermedad o vejez, ni permisos remunerados de maternidad y paternidad, ni descanso semanal…;

— en el que las mujeres carecieran del derecho a votar, a abrir cuentas bancarias o a ocupar cargos públicos;

— en el que hubiera fuertes disparidades raciales en el sistema de justicia penal, y en el que los negros tuvieran más probabilidades de morir a manos de la policía que los blancos;

— en el que las personas que no creen en el matrimonio sacramental estuvieran obligadas a pasar por el altar si están bautizadas y quieren casarse;

— en el que algunos clérigos a los que los padres confiasen la educación moral de sus hijos, abusaran impunemente de ellos;

— en el que poderosos políticos, empresarios, cineastas, cantantes, científicos o periodistas exigieran favores sexuales a las mujeres que quisieran hacer carrera…

Ante un mundo así, yo sacaría tres conclusiones:

— Que ese mundo no es el mejor de los posibles.

— Que a dejarlo atrás están contribuyendo –no solo, pero en buena medida– personas y movimientos partidarios de lo que hoy se conoce como “visión progresista del mundo”: el movimiento sindical, el feminismo, Black Lives Matter, el Me Too…

— Que los partidarios de la llamada “visión conservadora del mundo” no siempre han denunciado o corregido esos males.

Y ahora imaginemos un mundo

— en el que a los concebidos a la espera de nacer se les negara el derecho a la vida que ya tienen y fueran eliminados debido a que su concepción no fue deseada;

— en el que se hablara constantemente de diversidad, de tolerancia, de diálogo, de pensamiento crítico…, pero en el que mucha gente no se sintiera libre para discrepar de la mentalidad dominante;

— en el que buena parte de la sociedad percibiera la estabilidad familiar como un bien público, pero en el que las leyes, el sistema fiscal o la cultura de moda conspiraran contra esa estabilidad;

— en el que los creyentes fueran sospechosos de querer imponer al resto su fe y se les sometiera a un escrutinio especial para acceder a un cargo público;

— en el que el Estado reconociera el derecho de los padres a educar a sus hijos según sus convicciones morales, pero que luego se pusiera por encima de esos derechos para inculcar su propia concepción de la sexualidad y la familia;

— en el que una sociedad se enorgulleciera de proteger la libertad de conciencia y dispusiera los medios para protegerla, pero que luego esos mismos medios se vieran como artimañas para saltarse la ley…

Ante un mundo así, yo sacaría tres conclusiones:

— Que ese mundo no es el mejor de los posibles.

— Que a dejarlo atrás están contribuyendo –no solo, pero en buena medida– personas y movimientos partidarios de lo que hoy se conoce como “visión conservadora del mundo”: el movimiento provida, el movimiento profamilia, las asociaciones de padres y madres a favor de la libertad educativa; las organizaciones que promueven la libertad religiosa y de conciencia de todos, etc.

— Que los partidarios de la llamada “visión progresista del mundo” no siempre están interesados en denunciar o corregir esos males.

El pluralismo exige tolerar que las personas pensamos y vivimos de forma diferente. No es negociable: libertad y variedad van de la mano

Ni peaje ni transacción

Por imperfecto que sea este ejercicio mental –y está claro que lo es, aunque solo sea porque la humanidad no se divide en dos bloques monolíticos–, creo que sirve para subrayar una premisa básica del debate cultural: que el pluralismo de ideas, valores y estilos de vida es, además de un bien en sí mismo, un bien que contribuye al progreso moral de las sociedades.

El pluralismo no es un peaje que los ciudadanos debamos pagar para tener derecho a vivir en una sociedad moderna; no es un trato que debamos hacer para que nos dejen en paz con nuestras convicciones –tú permites mis procesiones, yo permito tus carrozas–. El pluralismo es, ante todo, exigencia y expresión de una serie de derechos que son intrínsecos a toda persona: el derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia, de religión; el derecho a la libertad de opinión y de expresión…

Además, el pluralismo es la regla de juego por excelencia de las democracias liberales: vivir y dejar vivir según las propias convicciones, dentro de los límites que marca el sistema constitucional; tolerar que las personas pensamos y vivimos de forma diferente. No es negociable: libertad y variedad van de la mano.

Yo tengo razón, tú eres perverso

Puede parecer una obviedad recordar el valor del pluralismo, pero no lo es. De hecho, como explica Fernando Vallespín en La sociedad de la intolerancia, dos indicios serios de que podríamos estar entrando en una etapa posliberal son: de un lado, que parece que cada vez más personas están dejando de ver el pluralismo de valores como un bien; y, de otro, que crece la sospecha de que las democracias liberales están perdiendo capacidad para acomodar las diferentes visiones del mundo y estilos de vida que caben en ellas, lo que hasta hace poco era considerado como uno de sus grandes logros.

La reivindicación del pluralismo tiene sentido siempre, pero quizá es más necesaria en un contexto saturado de autocomplacencia como el actual. De un lado, nos encontramos a “progresistas” convencidos de que su visión del mundo viene dictada por la ciencia, la razón o las intenciones más compasivas, mientras que la de quienes discrepan de ellos es fruto del fanatismo y la crueldad. De otro, nos encontramos a “conservadores” convencidos de que ellos representan el sentido común y la sensatez –la voz de Dios–, mientras que los otros persiguen una agenda corrupta e inmoral.

El resultado es un espacio público crispado, tenso, en el que cada cual se repliega como animal herido en su cueva –en su guarida ideológica o su burbuja mediática–, hablando un lenguaje y exponiendo unas preocupaciones que solo entienden los afines. Y como en la cueva tiene premio mostrar la adhesión sin fisuras a la propia tribu y ser muy contundente con los de fuera, entonces nos olvidamos de comprender sus razones y de hacer más comprensibles las nuestras.

Sesgo anticonservador

Si ya es difícil entenderse en un espacio público en el que imperan la autocomplacencia y la crispación, la cosa se complica todavía más para quienes tienen unos puntos de vista y unos valores que no coinciden con la mentalidad hegemónica, por una razón muy sencilla: el que está en “el lado correcto de la historia” –el que la mayoría social considera que es “el lado correcto de la historia”– goza de presunción de inocencia, no es sospechoso de nada; son los otros los que deben justificar sus locas ideas.

Esto ha pasado en todas las épocas. Unas veces les toca a unos; y otras, a otros. Es el insobornable péndulo de la historia. Y en este momento histórico, creo que no es exagerado decir que hay un sesgo anticonservador en la opinión pública, según el cual las posiciones consideradas “tradicionales” tienden a estereotiparse como “antimujer”, “anticiencia” y “antidemocracia liberal”; y a quienes las sostienen, de fanáticos o crueles. Y como corolario se asume que la ordenación de la moral pública compete única y exclusivamente a los defensores de los valores “progresistas”.

Iluminar puntos ciegos

En este contexto tan reactivo, ¿a qué pueden aspirar las personas interesadas en los debates públicos sobre temas sociales controvertidos?

En mi opinión, no pueden aspirar a que las distintas visiones del mundo se fundan en un abrazo cósmico del que emerja –purísima– la verdad; ni a que los portadores de esas visiones encuentren un terreno común tan gelatinoso que disguste a todos; ni pueden pretender zanjar un debate que lleva años en marcha y que, además, está muy enconado.

Pero sí pueden aspirar a “abrir perspectivas” a sus oyentes, como dice Bruno Mastroianni en su libro La disputa feliz; a sembrar dudas sobre una posición; a mostrar una paradoja, una inconsistencia; a iluminar puntos ciegos en la manera en que se están discutiendo cuestiones de calado en la opinión pública; a buscar, en palabras de Luis Romera, “comprensiones de mayor penetración y alcance”.

Holgura y libertad de conciencia

El pluralismo es un bien, pero nada obliga a convertir el relativismo en el valor supremo de la sociedad. De hecho, cuando se niega la posibilidad de alcanzar cualquier verdad, se termina en el extremo opuesto: la exigencia del pensamiento único. Si en una sociedad nos sentimos poco libres para defender que hay ideas o formas de vida mejores que otras, entonces no hay pluralismo efectivo. Como decía el filósofo Julián Marías, “la libertad no es solamente un problema jurídico; es un problema de holgura”. Y una democracia liberal debe asegurar la holgura para que entren puntos de vista que desafíen a los dominantes. Si no, ¿cómo vamos a saber si hemos llegado al mejor estado de cosas posible?

Lo explicaba muy bien el think tank canadiense Cardus en un informe sobre el creciente deterioro de la tolerancia y la libertad de conciencia: si hoy reconocemos como injustas la discriminación racial y la segregación, es porque personas como Martin Luther King o Nelson Mandela –que no gozaron precisamente del lujo de la democracia liberal– tuvieron el coraje de alzarse contra prácticas que, en su día, se consideraban legítimas.

“La libertad de conciencia –decía el informe– no solo protege las convicciones fundamentales, sino que también promueve el crecimiento moral, tanto de las personas como de las sociedades. La conciencia, aunque inherentemente individual, es vital para el bien común”.

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