La tendencia al lenguaje radical eleva los decibelios del debate público y lo empobrece: si todo es ruido −porque cualquier comentario tiene el potencial de “incendiar” la Red−, la tentación es levantar la voz para hacerse escuchar. Por esta vía, la moderación termina condenada a la irrelevancia mientras los exaltados se llevan la gloria. Son las reglas de la política espectáculo: para recibir atención, hay que gritar más fuerte que el resto.
De esto sabe uno de los candidatos en las elecciones presidenciales en Brasil, Jair Bolsonaro, quien explota el estilo provocador para ganar notoriedad: “Sin contundencia, no te escuchan. Tenemos excelentes diputados que explican sus ideas de forma pulida y que, por eso, no encuentran eco en los medios”, confesaba hace años en una entrevista.
Otra forma de llamar la atención es recurrir a personalizaciones estridentes, como ha hecho en España el coordinador federal de Izquierda Unida, Alberto Garzón: “El proyecto de Ciudadanos es calcar a Macron en lo económico y a Le Pen en el nacionalismo excluyente. Un Trump español”. Días antes, el secretario general del PSOE, Pedro Sánchez, había caldeado el ambiente con una afirmación similar, dirigida al nuevo presidente de la Generalitat: “El señor [Quim] Torra es el Le Pen español”.
Las comparaciones de este tipo abundan en los medios. Si Bolsonaro es considerado “el Trump carioca”, Mark Latham, Pauline Hanson y Cory Bernardi fueron nominados por The Guardian como candidatos al “Trump australiano”, lista que amplió The Australian con más nombres. Por lo menos, en esos dos análisis encontramos explicaciones reposadas de por qué un determinado político se acerca más o menos al estilo del mandatario estadounidense.
O condenas a mi manera o apruebas
Más grave es la acusación de “fascistas” o “totalitarios” a los líderes populistas. “El regreso de Berlusconi muestra que Italia todavía no ha superado su pasado fascista” (The Guardian). “¿Puede Marine Le Pen convertir el fascismo en una corriente dominante? (Vanity Fair).
Las comparaciones de este tipo distorsionan la Historia y dificultan la comprensión del presente, como observa Brendan O’Neill a propósito de quienes comparan a Trump con Hitler. “La barbarie del Holocausto se rebaja seriamente cuando la ponemos al mismo nivel que a un político que simplemente dice cosas intolerantes”.
Hay un superávit de palabras fuertes: a base de repetirlas y de aplicarlas a situaciones distintas, acabamos vaciándolas de contenido. Banalizamos el lenguaje y, lo que es peor, banalizamos el sufrimiento de las víctimas de situaciones de injusticia extrema. Ocurre, por ejemplo, cuando Alberto Garzón presenta una querella contra Mariano Rajoy por “delitos de lesa humanidad” por respaldar el Acuerdo de la UE con Turquía sobre los refugiados. O cuando Quim Torra describe la situación en Cataluña como “una crisis humanitaria”. O cuando se tacha a la actual regulación de los delitos contra la libertad sexual en el Código Penal español de “violencia institucional” contra la mujer, en palabras de la magistrada Lucía Avilés.
El empobrecimiento de la conversación pública se agrava cuando la pérdida de matices va acompañada de una especie de chantaje… a quien insiste en matizar: o condenas con un arsenal de palabras fuertes o estás aprobando.
El lenguaje inmoderado encuentra un aliado en las prisas. En general, la atención a los matices requiere tiempo
Es verdad que el lenguaje metafórico resulta útil para hacerse entender rápidamente o para sumar voluntades a una causa, como ocurre con expresiones como la “batalla contra la pobreza” o la “batalla contra las drogas” (ver Aceprensa, 22-03-2012). Lo que es muy legítimo, siempre que no se distorsione la realidad. A veces, sin embargo, las palabras elegidas pueden oscurecer los términos del debate. Cuando se dice que “la desigualdad mata”, otros podrían alegar que, en realidad, no es la abundancia del rico la que mata de hambre, sino la escasez del pobre. La perspectiva en este debate no es inocente, pues unos pondrán el acento en la redistribución, y otros, en la creación de empleo.
¿Populismo o pobreza de pensamiento?
El lenguaje inmoderado encuentra un aliado en las prisas. En general, la atención a los matices requiere tiempo: es preciso estudiar las cosas para establecer distinciones de fondo y de forma; consultar el diccionario para cerciorarse del significado exacto de una palabra; comprobar las declaraciones que se atribuyen a una persona… Con razón, el filósofo Emilio Lledó ha definido la tolerancia como “la paciencia por comprender al otro”.
Pero hoy escasea el tiempo para esa comprensión: si lo que mandan son las prisas por informar o por comentar una noticia, resulta difícil pararse a preguntar los motivos de quienes piensan de forma diferente. Es mucho más cómodo recurrir a tópicos y despachar etiquetas que cuestionar una narrativa dominante.
En ocasiones, la pobreza de vocabulario responde más a una estrategia de descalificación. Ocurre, por ejemplo, cuando se acusa al adversario de “populista” en debates candentes como, a juicio de Víctor Lapuente, está ocurriendo en España con los relativos a la prisión permanente revisable (PPR) y las pensiones. En tales casos, explica en El País, el populismo funciona como “un truco” que, por un lado, simplifica los problemas sociales con posturas maniqueas mientras, por otro, enfrenta a cada uno de los lados con argumentos irreconciliables.
En el primero de los debates citados, Lapuente considera que “son populistas quienes defienden la vigencia de la PPR porque se declaran cercanos a las víctimas de crímenes horribles, asumiendo que quienes se oponen a la PPR no sienten la misma empatía con el dolor. Pero también son populistas quienes quieren derogar la PPR porque la asocian a la cadena perpetua y a una fórmula de justicia caduca y autoritaria. Para estos oponerse a la PPR es indicativo de tener el corazón jurídico en el lado progresista”.
En el debate de las pensiones también se tiende a presentar las posturas en conflicto de forma dicotómica. “Unos, hablando de estar con los pensionistas o contra ellos. Otros, dividiendo a los fiscalmente responsables de los irresponsables”. Esta formulación del debate en términos de todo o nada lastra la posibilidad de llegar a acuerdos intermedios. Lo que, en opinión de este analista, sucedería si se debatiera sobre cuestiones concretas “como el dinero de las pensiones o los años de condena”.
El mismo truco se emplea cuando se habla de un “populismo religioso” para dejar fuera de juego unos puntos de vista en debates en torno a la vida, el matrimonio, la educación o la libertad de conciencia.
Sea por motivos ideológicos, por pereza mental o por exigencia de un periodismo volcado en la caza de clics, la banalización del lenguaje por la vía del histerismo no es la mejor respuesta a la insana explosión de emociones que han traído los populismos. Para reducir la pobreza de pensamiento, hace falta riqueza de matices y amor a las palabras.