¿Qué une a unos filósofos de Oxford y a unos multimillonarios de Silicon Valley? Las ideas. En concreto, tres corrientes que ofrecen argumentos para presentar como prioridades morales las inversiones en inteligencia artificial, en startups de reproducción asistida o en viajes espaciales. No son las únicas teorías que influyen en el valle, pero sí algunas de las que más están sonando ahora: el altruismo eficaz, el largoplacismo duro y el “pronatalismo” de cuño transhumanista.
El altruismo eficaz o efectivo (AE) comenzó a tomar cuerpo a finales de la década del 2000. Pero no ha llamado tanto la atención de los medios como hasta hace unos meses, cuando se ha sabido que importantes magnates del sector tecnológico están fascinados con la que hoy es la doctrina dominante dentro del AE: el largoplacismo.
El AE surge en respuesta a una inquietud muy viva en el mundo de la filantropía: ¿cómo ayudar de la mejor manera posible? Inspirados por la obra del filósofo utilitarista Peter Singer, sus ideólogos han llegado al convencimiento de que eso significa al menos tres cosas: ayudar de forma que beneficie al mayor número de personas; con la inversión más rentable de los recursos; y según un orden de prioridades que venga marcado no por los sentimientos sino “por la evidencia y la razón”, como les gusta decir.
Esta filosofía está ayudando a algunas ONG a gestionar mejor sus recursos. Pero el AE no va solo de aplicar el análisis coste-beneficio a la caridad. El movimiento se mueve dentro de un marco moral de corte utilitarista, cuyas premisas influyen en algunos debates sociales. Además, por el camino acaba poniendo al mismo nivel bienes de distinta entidad. Lo veremos más adelante.
Pensadores e iniciativas
Actualmente, la cara más conocida del AE es el escocés William MacAskill, de 35 años, profesor de filosofía moral en la Universidad de Oxford. Junto a otros colegas como Toby Ord, Hilary Greaves, Nick Beckstead o la comunidad racionalista del Área de la Bahía de San Francisco, han ido dando forma a un movimiento intelectual que ha sabido bajar al terreno con iniciativas concretas.
En 2009, MacAskill ayudó a Ord a poner en marcha Giving What We Can, una organización cuyos miembros se comprometen a donar al menos el 10% de sus ingresos a acciones benéficas. En 2011, ambos crearon en Oxford el Centro para el Altruismo Efectivo, que da cohesión intelectual a iniciativas dispares. Ese año MacAskill también cofundó 80.000 Horas, que anima a emprender carreras profesionales con gran impacto social.
Otras organizaciones vinculadas al movimiento son: The Life You Can Save, fundada por el propio Singer; GiveWell y Open Philanthropy, cofundadas por Holden Karnofsky, otro referente en el movimiento; Animal Charity Evaluators, que aplica los principios del AE a la defensa del bienestar animal, etc.
Sé bueno: piensa en el futuro
El punto de inflexión del AE llegó cuando MacAskill y compañía, inspirados por el filósofo transhumanista Nick Bostrom, pusieron el futuro en el centro de su postura ética. La lógica es la siguiente: si debemos hacer el mayor bien posible y si la mayoría de las vidas están por venir –pues estamos muy al comienzo de la historia, piensan–, entonces hemos de priorizar las causas a miles e incluso millones de años vista.
De ahí las nuevas prioridades del movimiento: junto a las “cortoplacistas”, como la provisión de suministros médicos en países pobres o la lucha contra la ganadería intensiva, en los últimos años han ganado peso las “largoplacistas”, centradas en prevenir riesgos existenciales para la humanidad: una superinteligencia artificial que se vuelva contra el ser humano, guerras nucleares, armas bioquímicas, pandemias motivadas por patógenos creados en laboratorios… Y aunque también les preocupa el cambio climático, no lo consideran un riesgo tan amenazante como esos.
La producción intelectual de los líderes del movimiento refleja bien esta evolución. Al primer libro de MacAskill, Doing Good Better (2015), siguió What We Owe The Future (2022). El primero y hasta ahora único libro en solitario de Ord es The Precipice: Existential Risk and the Future of Humanity (2020).
No todos los partidarios del AE han dado este paso. De hecho, una de las webs oficiales del movimiento define el largoplacismo como “una escuela de pensamiento dentro del AE”. Pero está claro que sus principales pensadores hoy consideran el futuro a largo plazo como “una prioridad moral clave de nuestro tiempo”, en palabras de MacAskill. De ahí su creciente colaboración con centros como el Instituto del Futuro de la Humanidad, fundado por Bostrom, o el Centro para el Estudio del Riesgo Existencial.
Un tren con destino a Marte
La periodista Sigal Samuel emplea una metáfora feliz para distinguir distintos tipos de largoplacismo. Lo describe como un tren al que uno se sube y se baja según lo lejos que quiera llegar. Hay una primera estación (largoplacismo suave), que es donde se encuentran cómodos todos aquellos que reclaman más atención hacia la suerte de las generaciones futuras en asuntos como las pensiones, la deuda pública o la protección del medio ambiente. Algunos de los defensores más emblemáticos de esta forma de pensar, como el filósofo Roman Krznaric, discrepan de los planteamientos de MacAskill y sus colegas.
La segunda estación es el largoplacismo duro, centrado en prevenir los riesgos existenciales para la humanidad, que son los que preocupan a los filósofos de Oxford. La impresión de Samuel es que estos pensadores minimizan la consecuencia lógica a la que abocan sus argumentos, cuando defienden que una vida existente en la actualidad tiene la misma importancia que una hipotética vida de dentro de mil años: si el futuro es donde más bien se puede hacer, habrá que detraer recursos del presente.
No es solo un debate teórico. En la práctica, la entrada en escena del largoplacismo ha marcado un cambio de prioridades en el movimiento. The Economist lo ilustra con datos extraídos de varias fuentes: en 2015, casi la totalidad de las donaciones hechas por organizaciones vinculadas al AE fueron a la ayuda al desarrollo; en 2022, casi el 40% fueron a minimizar riesgos existenciales.
De modo que no es exagerada la prevención de la periodista: sí, preocupémonos por el futuro, pero no olvidemos “la justicia y los derechos humanos básicos” de las personas del presente. La réplica de los largoplacistas a este tipo de argumentos es: nosotros nos preocupamos por causas desatendidas; nada impide que otros sigan con las de siempre. A lo que cabe responder: ya, pero vosotros también queréis que muchos os imiten.
Samuel distingue una tercera parada: el largoplacismo galáctico, que ve como un imperativo moral la construcción de asentamientos en el espacio para garantizar la supervivencia de la especie. Si los de Oxford no parecen interesados en querer llegar tan lejos, los entusiastas promotores de la carrera a Marte (con Elon Musk y su compañía SpaceX a la cabeza) andan locos con la idea.
Poder y dinero
El giro hacia el largoplacismo duro ha supuesto un crecimiento exponencial para el AE. En poco tiempo, la idea ha cobrado vida propia y ha superado en influencia a la corriente madre. Uno de los picos más altos de su fama llegó el pasado septiembre, cuando Musk recomendó el último libro de MacAskill, What We Owe The Future, que considera “muy cercano” a su visión del mundo.
Aunque MacAskill tiene pánico a que se identifique el largoplacismo con la figura del magnate, lo cierto es que Musk ya está metido en el ajo por derecho propio: es un importante donante del Future of Life Institute y ha contribuido a fundar OpenAI, una organización pionera en el desarrollo de una forma avanzada de inteligencia artificial (AGI) por la que aboga el largoplacismo.
Otro episodio reciente que ha dado fama mundial a esta doctrina es la estruendosa caída en desgracia del que hasta ahora ha sido su principal donante: Sam Bankman-Fried, fundador de la plataforma de criptomonedas FTX. En noviembre, la empresa entró en bancarrota de forma inesperada. Y un mes después, el magnate fue detenido en Bahamas a petición de Estados Unidos, acusado de defraudar a inversores y clientes, entre otros cargos, de los que él se declara no culpable. Su lujoso estilo de vida, que se ha conocido ahora, desmiente la austeridad de la que hacía gala.
La noticia ha supuesto un duro golpe para el prestigio moral del movimiento. No obstante, para hacer justicia al AE, hay que recordar que muchos de sus miembros llevan años donando al menos el 10% de su sueldo a obras benéficas, un porcentaje muy superior a lo que da el donante medio (el 2%) en EE.UU., un país ya de por sí inclinado a la filantropía. Los propios MacAskill y Ord se impusieron desde el principio un compromiso todavía más estricto: vivir con lo justo y donar el resto.
Otros multimillonarios interesados en esta vertiente del AE son: Dustin Moskowitz, que cofundó Facebook y ha invertido fuertes sumas en Open Philanthropy, una entidad abiertamente largoplacista; Jaan Tallinn, uno de los ingenieros que desarrolló Skype y que ha contribuido a fundar el Centro para el Estudio del Riesgo Existencial y el Future of Life Institute; Peter Thiel, cofundador de PayPal junto con Musk e inversor de OpenIA…
Ten hijos y mira bien con quién
Emparentada con el largoplacismo está otra corriente al alza entre algunos empresarios de Silicon Valley: el “pronatalismo”, una etiqueta que se presta a equívocos. Pronatalistas son, de toda la vida, los defensores de los valores familiares, que ven en cada hijo un bien en sí mismo. Pero el fenómeno que documenta la periodista Julia Black en un largo reportaje publicado en Business Insider va por otro lado: aquí el objetivo es tener muchos hijos “genéticamente superiores” para “salvar el mundo”, lo que les aproxima más a “la ciencia ficción distópica”.
¿Salvarlo de qué? Black remite a los largoplacistas de Oxford. De MacAskill aclara que, si bien “nunca ha apoyado explícitamente el pronatalismo”, dedica uno de los capítulos de What We Owe The Future a explicar cómo el declive demográfico puede conducir al “estancamiento tecnológico”, en el que ve un potencial riesgo existencial. Para prevenirlo, MacAskill sugiere dos opciones: clonar a los científicos “con habilidades de investigación al nivel de Einstein”, o modificar genéticamente a los seres humanos para que tengan “mayores habilidades cognitivas”. También Nick Bostrom lamenta que haya caído la natalidad entre “los individuos con talento intelectual”.
Black menciona a Musk –padre de diez hijos de tres mujeres– como ejemplo de tecnomillonario preocupado por el descenso de la natalidad entre las élites ricas, pero no logra relacionarlo de forma convincente con esta corriente.
Selección de embriones
Para su reportaje, Black habló con Simone y Malcolm Collins, un matrimonio que se ha comprometido a tener entre 7 y 13 hijos con ayuda de la reproducción asistida. Su defensa de un tipo de cribado genético les ha valido la acusación de “eugenistas hipsters”. Y se han convertido en la cara visible de esta corriente con la puesta en marcha de la plataforma Pronatalist.org.
De momento, tienen tres hijos. Para el último nacimiento, recurrieron a una prueba genética preimplantatoria que, según la empresa que la comercializa, permite calcular cuáles de los embriones producidos en un ciclo de fecundación in vitro tienen menos riesgo de sufrir enfermedades poligénicas como el cáncer, la diabetes o la esquizofrenia. Pero los Collins no se detuvieron ahí: querían saber más sobre la posible “salud mental y el rendimiento” de sus embriones, como explica la propia Simone a otra periodista. Así que llevaron esa información a otra empresa que analiza el ADN de adultos y siguieron recabando datos, hasta que se decantaron por el mejor de los embriones.
Para sus futuros hijos cuentan con una amplia reserva de embriones. Escribe Black: “Debido a su comienzo relativamente tardío y a los problemas de fertilidad de Simone, sabían que tendrían que congelar sus embriones para utilizarlos más adelante. En 2018, al que ahora se refieren como ‘el año de la cosecha’, se dedicaron a producir y congelar tantos embriones viables como fuera posible”.
Los Collins están convencidos de que se avecina una “extinción cultural masiva”, en la que perecerá el 90% de las culturas existentes por falta de reemplazo generacional, según aventuran en la web de su plataforma. Por eso, animan a unirse a su Proyecto Arca, una red de familias decididas a tener montones de hijos, en el tipo de hogar y a través de los medios que sean (congelación de esperma, óvulos y embriones, úteros artificiales…).
No dan muchos detalles sobre el plan, pero sí aclaran que, como especie dotada de inteligencia, los humanos tenemos la obligación de “buscar individuos que mejoren nuestras deficiencias genéticas”. Una idea que incluye la ambición transhumanista de “mejorar y transformar la condición humana con tecnología”, en palabras de los Collins.
“Avalancha de startups”
La historia de este matrimonio es el nervio del reportaje, pero Black habla de “una avalancha de startups de tecnología de reproducción asistida [que] está atrayendo” a magnates del sector tecnológico como Sam Altman, cofundador de OpenAI, o los mencionados Tallinn y Thiel. Altman es uno de los inversores de postín de una empresa que aspira a crear óvulos humanos viables a partir de células madre, lo que, entre otras cosas, permitiría la reproducción entre dos hombres.
Detrás de esta fiebre inversora puede que haya ambiciones menos altruistas que la de salvar a la humanidad. Quizá todo es más sencillo y tiene que ver con el deseo de las parejas ricas de “realizar sus objetivos reproductivos”, como dice Black. O quizá va de perseguir por otros medios el loco sueño transhumanista de la inmortalidad, como sugiere Simone Collins en el reportaje.
Lo que está claro es que este natalismo sui generis ya es una de las corrientes que está configurando la ideología y la práctica de Silicon Valley.